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Escondiéndose de la violencia

En febrero empezó a funcionar la primera casa refugio para mujeres amenazadas, maltratadas y abusadas. El Distrito había atendido 70 casos hasta septiembre. En 2014 se abrirán 80 cupos más.

Santiago Valenzuela
18 de octubre de 2013 - 09:27 p. m.
Segundo piso de la casa refugio. Aquí viven 40 mujeres que han sido víctimas de violencia. / Óscar Pérez - El Espectador
Segundo piso de la casa refugio. Aquí viven 40 mujeres que han sido víctimas de violencia. / Óscar Pérez - El Espectador
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En una casa sin dirección viven 40 mujeres desconocidas que han sido amenazadas de muerte, abusadas, maltratadas y en algunos casos quemadas. Llegaron a la única casa refugio que tiene la ciudad luego de ser remitidas por una comisaría de familia. En los últimos nueve meses, desde que se creó este lugar, han pasado por allí 33 mujeres y 54 niños. Cada una de ellas se queda con sus hijos durante cuatro o seis meses.

La coordinadora de esta casa refugio trabaja con la Secretaría de la Mujer. Ella, junto con 11 funcionarios, atiende cada mes a 15 mujeres en promedio que, ya sea por maltrato físico o psicológico, llegan al lugar buscando “romper con el círculo de violencia del que han sido víctimas”. Se esconden allí, dice la coordinadora, porque “existe un riesgo inminente, porque en la calle no están a salvo”. Han sido tantas las solicitudes que la Secretaría entregará tres nuevas casas refugios en noviembre de este año. Hoy hay 40 mujeres, 31 niñas y 40 niños en el proceso de recuperación. Cuando salgan tendrán un seguimiento psicológico durante seis meses.

Hace una semana llegó una mujer de 20 años con problemas de epilepsia que tenía los brazos marcados por quemaduras, dice una de las mujeres que vive en este lugar. “Y la llamó el agresor y se devolvió. No duró ni un día”. A veces es tanta la presión que regresan al lugar en el que fueron maltratadas. “En un 80% de los casos pasa”, dice la coordinadora.

Daniela* estuvo tentada a regresar al pueblo en el que vivía: “Tengo un bebé de seis meses y un niño de cinco años, y la verdad me sentía muy sola. Él es un excelente papá, sólo que me pegaba cada vez que quería. Duré con él seis años y la última vez que nos vimos me ahorcó y me dejó sin sentido. Había peleas y yo esperaba que él cambiara. Cuando llegué acá pensé en regresar porque me decía: si usted se va, yo la mato, la busco en donde sea y se lo juro que la mato”. Hoy está más tranquila: sus hijos pueden estudiar en un colegio distrital gracias a un convenio con la Secretaría de Educación y ella puede trabajar mientras las terapeutas cuidan a sus hijos en el día.

Hoy dice haber aprendido que su miedo a dejar al agresor venía desde que era niña: “En mi pueblo todos son muy machistas. A mí me enseñaron que primero era mi esposo y luego yo”.

Carolina, por el contrario, le quitó el apellido paterno a sus hijos y se olvidó del agresor por escenas como esta: “Luego de pegarme se sentaba a la mesa a comer en frente mío. Le decía que yo también tenía que comer porque estaba embarazada, y él decía que esa niña que yo iba a tener no era de él, que las dos éramos una basura. Luego me daba palazos, pero eso era parte de la pelea. El problema es que pasaba días sin comer y sin saber para dónde coger”. Su hija ya tiene tres meses: “Ahora quiero superar esos traumas y salir a trabajar. Irme con mi hijo y mi niña a otro lugar”.

La necesidad de salir de esta casa está a veces latente: “Es difícil acostumbrarse porque hay unas normas de convivencia a las cuales de pronto no estabas acostumbrada: si llegas después de las ocho de la noche te hacen un reporte y cada vez que sales tienes que decir a dónde vas, y eso. Es como cuestión de protección, pero ya quiero tener mi propio espacio y trabajar”, dice Diana, que lleva dos meses viviendo en el lugar.

Todas estas medidas de seguridad se deben a amenazas y llamadas que han recibo las coordinadoras de la casa refugio. Martha Sánchez, secretaria de la Mujer, explica que se han presentado casos en donde los agresores “se hacen pasar por agentes de la Fiscalía para averiguar la dirección del lugar. A veces preguntan directamente por las mujeres maltratadas”. Esto no quiere decir, sin embargo, que ellas no salgan del lugar: “Hacemos diferentes actividades de orientación y abrimos espacios lúdicos para cada una de ellas. Todo lo hacemos cobijados e la Ley 1257 de 2008”.

Daniela se cubre la cara cuando habla y desvía la mirada: “Es una casa que vive llena, pero me siento más segura acá que en la calle”. El proceso de cada mujer es distinto y la coordinadora de la casa admite que en cuatro meses “no se pueden curar todos los traumas”. Daniela está de acuerdo: “Llegué muy deprimida y melancólica. No puedo decir que he cambiado tanto. Lo único que sé ahora es que un hombre no puede limitar la autoestima de una mujer”.

 

* Nombres cambiados por seguridad de las víctimas.

 

svalenzuela@elespectador.com

@santiagov72

Por Santiago Valenzuela

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