Una tarde llegué al portal de la 80 de Transmilenio, tomé la ruta H20, me senté junto a la ventana y me puse los audífonos. Desde que empezó el recorrido se subió una vendedora de gomitas que ya conocía, y a la altura de la estación Polo se habían subido y bajado tres vendedores diferentes.
Luego se subió un hombre con una maleta de rodachines bastante estorbosa. Sacó un micrófono inalámbrico, prendió su cabina de sonido y empezó su discurso. El ruido era tal que ni siquiera la música que venía escuchando a todo volumen lograba tapar su voz. Resignada, me quité los audífonos. Después de escuchar una canción cristiana, ¡oh, sorpresa!, el señor sacó su Biblia, leyó un par de versículos con ímpetu de pastor y comenzó la prédica como si estuviera en su templo rodante. “Amén, hermanos”, dijo esperando el eco, y lo más insólito fue que los pasajeros respondieron enérgicamente: “¡Amén!”.
A estas alturas, sólo faltaba la ofrenda o limosna para concluir el culto. Entonces el pastor sacó de su maleta un cesto forrado en terciopelo rojo —como el que pasan en las iglesias— y recogió las ofrendas de puesto en puesto.
El pastor cerró con una oración para todos, nos absolvió de nuestros pecados y terminó el servicio. Me bajé en la estación de la calle 45 dejando a más de un pasajero absorto, tranquilo con su fe y hasta eximido de asistir el domingo a la iglesia, por aquello de que la montaña fue a Mahoma.
*Las crónicas en este espacio han sido escritas para El Espectador por estudiantes de la revista Directo Bogotá de la Facultad de Comunicación y Lenguaje de la Pontificia Universidad Javeriana. /