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Las historias de las antigüedades en Bogotá

Esta edición de la Feria de Anticuarios reúne más de 1.000 piezas. Una radiografía de este mercado en la ciudad.

William Martínez
21 de mayo de 2016 - 03:12 a. m.
La coleccionista Carla Sigismund, nacida en Milán (Italia), montó su negocio en Bogotá en los noventa.  / Andrés Torres - El Espectador
La coleccionista Carla Sigismund, nacida en Milán (Italia), montó su negocio en Bogotá en los noventa. / Andrés Torres - El Espectador

El baúl colonial de Carla Sigismund —anticuaria nacida en Italia— ha viajado durante cuatro siglos. En medio de las cenizas que dejó la Segunda Guerra Mundial, un hombre necesitado se lo vendió al embajador de Colombia en Madrid por entonces. Los diplomáticos utilizaban sus valijas para llevar piezas a su país de origen, así muchas de ellas sobrevivieron a la España fascista de Francisco Franco. Llegó al país en los 40 y, aunque resistió la dictadura, no pudo con la globalización: los nietos del embajador lo pusieron a la venta.

Por eso contactaron a Sigismund, que se encargó de avaluar la herencia y exhibirla en la Feria de Antigüedades de Bogotá. El mueble, en forma de arco y con imágenes religiosas pintadas a varias manos, se usaba para guardar vajillas, cobijas y vestidos. Según Sigismund, es probable que unos lienzos hayan sido estampados sobre la madera. El precio: $20 millones.

La anticuaria estudió historia del arte en Milán. Allá conoció a su esposo, un colombo-italiano, que le propuso asentarse en Cartagena a mediados de los ochenta. Como no tenía idea de qué hacer en esa ciudad alborotada, montó un anticuario, el negocio de su familia por generaciones. Luego decidió trasladarse a Bogotá, donde abrió su tienda Novecento, en 1991.

Cómo funciona el negocio

Sigismund suele dar cursos relámpago de historia del arte a sus clientes. La razón: si el visitante no conoce el pasado de los objetos, no compra. Muchos clientes la buscan para que les avalúe sus herencias, y ella, para calcular los precios, acude a revistas de antigüedades europeas, donde encuentra un termómetro del arte en el mundo. Otra opción es enviar cotizaciones, vía internet, a la empresa francesa Art Pice, que le cobra US$500 al año por responder sus consultas.

Si luego del avalúo, un objeto le interesa, hace una oferta a su cliente. Como el mercado de compradores en Colombia es limitado y no hay casas de subasta con trayectoria, el valor de las piezas se reduce en 30 % frente a lo que podría costar en las grandes ferias de Nueva York o París.

Otra manera de que las antigüedades lleguen a estos negocios tiene que ver con las nuevas dinámicas de ciudad: cada vez hay menos espacio en las viviendas para tener obras de arte. Así lo cree Francisco Páez, presidente de la Asociación de Anticuarios de Colombia, quien relata que algunos extranjeros que regresan a sus países lo piensan dos veces antes de llevarse una figura de siete kilos en su equipaje. De igual forma, en caso de mudanza, la gente prefiere empacar el teatro en casa que una mesa de sala barroca.

El anticuario más joven de la feria, Carlos Soto, de 45 años, cree que hay tres factores para tasar los precios: el estado de la pieza, la forma como se consiguió (el país de procedencia y el dueño inicial) y el mercado. No se puede pedir lo mismo en Christie’s, la casa de subastas más famosa del mundo, que en una feria colombiana. Luego de conseguir los productos en mercados de las pulgas y viajes por ferias de Nueva York y Buenos Aires, las restaura y las ofrece.

El fetiche de los objetos

“Estas porcelanas se llaman Marte y Venus. Tienen hojillas de oro de 24 quilates y bronce Doré París que fue cincelado a mano. Es bello porque tiene la pátina del tiempo, que es el feeling de las antigüedades. Mira, el material se ha ido oscureciendo: son 180 años de fabricación. Llegaron desde París al puerto de Cartagena a finales del siglo XIX, y de Honda (Tolima) atravesaron las cordilleras a lomo de mula hasta llegar a Bogotá. ¡Echaban mula porque no había otro medio! ¿Sabes por qué no les pasó nada? Viajaban con el alma. ¡El oro se va cayendo despacito! Las mujeres semidesnudas: ¡puro erotismo! ¡Qué vaina tan linda!”, dice Páez, con tono delirante, sobre una de las piezas que más estima: dos ánforas Savres, marca que popularizó el rey Luis XV de Francia debido a las compras exorbitantes que le hacía a su amante, Madame de Pompadour. Las figuras están firmadas y no hay copias en el mundo. Su precio: $75 millones.

Sandra Saldarriaga, esposa de Páez, cuenta que su hija comparte la obsesión familiar por lo clásico. María Valentina, de 18 años, creció jugando con figuras de santos y tocando flauta. “Cuando las obras tienen ese valor simbólico y monetario, a la gente se le puede dañar el corazón. En la familia puede haber traición, pero si crecieron con ese entorno visual van a cuidar el negocio como nadie”, agrega Saldarriaga.

Para Sigismund, el oficio consiste en contagiar una pasión por el detalle: cada objeto del hogar debe producir placer estético. “Prefiero tener un mueble que tenga una historia. Así sea restaurado, pero que tenga una historia”. El baúl colonial que la italiana tiene a la venta parece destinado a permanecer en Colombia. Gracias a una ley de 2002, que señala que las piezas coloniales y arqueológicas anteriores a 1920 son patrimonio cultural de la nación, no pueden salir del país. Con piezas como esta —una de las pocas del siglo XVII en el mercado colombiano— la italiana y muchos anticuarios conviven con sus dos pasiones: el goce estético y el negocio.

Por William Martínez

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