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Joven estudiante tatuó su piel en homenaje a las víctimas de los falsos positivos

Más de 300 mensajes de solidaridad y aprecio a las madres de Soacha han sido enviados a El Espectador en 24 horas.

Edwin Geovanny Alayón Torres / Especial para El Espectador
08 de abril de 2013 - 07:46 p. m.
Joven estudiante tatuó su piel en homenaje a las víctimas de los falsos positivos

Este es el testimonio de Edwin, un joven estudiante que terminó tatuando en su piel un homenaje a las víctimas de los falsos positivos.

Mi nombre es Edwin, tengo 23 años, vivo en la ciudad de Soacha en el barrio San Mateo. Provengo de una familia bogotana de origen humilde, con un padre que alguna vez dejó los sembradíos de papa en Cundinamarca y decidió buscar su destino en la capital, hacerse panadero y casarse con una mujer citadina.
Como muchas de las personas de mi generación y mi entorno social, me crié en un colegio distrital en el que salía de clases a ver televisión por la tarde, calentar comida con mi hermano y esperar a que mi papás llegaran en la noche muy cansados de trabajar.

En mi adolescencia, mis padres y hermana mayor tuvieron la oportunidad de adquirir, gracias a un subsidio, una casa propia para la familia en el municipio de Soacha. Yo escuchaba en los noticieros las bondades de la naciente Seguridad Democrática, y en la casa, mis padres celebraban que ahora sí se podía viajar por carretera (yo solía pensar que ahora que sí se podía, esperaba tener algún día un carro, o por lo menos poder invitar la familia otra vez a Honda como lo hicimos las únicas dos veces que habíamos salido de la ciudad en flota sin que pasara absolutamente nada). 

Durante esos años me gradué del colegio y pude entrar a la Universidad Distrital, algo que en definitiva fue abriendo mi mente. A mí no me interesaba el tema político en lo absoluto ni entendía la obsesión de mi papá por los noticieros y la radio. Sin embargo, un día, mientras gozaba de mi tiempo libre, por cosas del destino hablé con un estudiante que vivía cerca a mi casa en Soacha, sólo que más arriba, allá en la loma que no conozco aún. Ese día, él me contó con un dolor inmenso, con los ojos llenos de lágrimas, que un primo suyo había desaparecido hace unos días y que tiempo después había sido presentado como guerrillero en otra ciudad. Su madre pegaba alaridos cuando se enteró.

El dolor de la narración de mi amigo me impactó, me estremeció. La historia me dio vueltas todo el día, pensé en mi hermano menor, en mis papas, imaginé que tal vez esa familia era muy parecida a la nuestra, esa noche me llené de rabia, se me incendió el corazón. Me llené de fuego.
Empecé a interesarme en el tema y a seguir la noticia. Me di cuenta que la televisión nacional no era suficiente y quise leer más. Con el pretexto de hacer tareas de la universidad me iba a un café internet cercano y ponía en el buscador “falsos positivos”, que era como habían bautizado al genocidio. Vi en algunos sitios más madres destrozadas y viví de cerca en el barrio la lucha admirable de ellas con sus marchas y manifestaciones.

De allí en adelante conocí personas que compartían en cierto modo mis ideales, que me hicieron ver más allá. En ese momento les conté a mis padres la otra historia de la Seguridad Democrática. Algo que me place y me motiva es que ellos ya no creen en todo lo que ven en televisión, y que en parte gracias a esto dicen que es mejor que mi sobrino, nacido el año pasado, no vea tanta tele y lea más.

Entre todo ese recorrido conocí a una mujer que, al igual que yo, quiere cambiar las cosas. Con el ejemplo de mis papás he visto que sí es posible seguir mis sueños y mis convicciones, junto a la mujer que amo. Ella me ha impulsado, como también lo hace mi amigo y su historia.
Hace unos días, mientras hacía las pasantías de la universidad en Campo Rubiales, Meta, y era testigo de otras injusticias, leí el libro “Gracias por el fuego” de Mario Benedetti, el cual me recordó por qué veo las cosas como las veo y por qué quiero lo que quiero.

Mi novia y yo tomamos una decisión: nos iremos para Argentina, ella a terminar sus estudios de Trabajo Social y yo a estudiar una segunda carrera, periodismo. Ella porque dice que puede generar cambio desde allí y yo porque no quiero que se repita esta historia y quiero, como lo hice con mis papás, contar la otra historia, el otro punto de vista.

Días atrás, además de planear el viaje que va a hacerse en octubre de este año, me quise hacer un tatuaje con una frase en mi mano izquierda. Me tatué: “gracias por el fuego”, porque sé que se den o no las cosas, se cumplan o no mi sueños, esta frase siempre me recordará mis ideales, a mi amigo y su primo, su mamá y su tía, víctimas que aún guardan mucho dolor.

A las madres de Soacha solo les quiero dar las gracias. Gracias por su valentía, gracias por levantar su voz, gracias por contar su historia. Gracias por el fuego.

Por Edwin Geovanny Alayón Torres / Especial para El Espectador

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