La Bogotá sin crimen

En la localidad de Sumapaz sólo hubo dos delitos en 2016. Sin embargo, el que ahora es un remanso de paz, tiene un pasado violento. Alguna vez fue el territorio clave de las Farc.

JAIME FLÓREZ SUÁREZ
19 de febrero de 2017 - 03:00 a. m.
La Bogotá sin crimen
Foto: GUSTAVO TORRIJOS

En una localidad de Bogotá el crimen prácticamente no existe. El año pasado, en Sumapaz, la más extensa de la ciudad (780 kilómetros cuadrados) y la menos poblada (6.300 habitantes), sólo se registraron el robo de un celular y un homicidio. Mientras que, en el otro extremo, en Kennedy se robaron 1.228 celulares y mataron a 165 personas. En Sumapaz, donde todo el mundo conoce a sus vecinos y sus historias, no recuerdan ese robo, incluso Francy Liliana Murcia, su alcaldesa local, dice “eso fue que alguien botó el celular y ni supo”.

Recorrer ese territorio por la carretera que lo atraviesa -mitad asfalto, mitad tierra- es quedarse con un montón de postales ajenas al imaginario que se tiene de la Bogotá caótica y gris: un campesino sentado en una montaña, junto a una vaca y en medio de un cultivo de papa. El hombre, enruanado y paralizado, con el animal en una actitud calcada, quieto, despreocupado. Los frailejones y las lagunas verdosas y cristalinas. Los perros tirados en la mitad de las carreteras. Y los conejos y los soches, una especie de venados, camuflados entre el monte.

La estadística registró que en 2015 hubo tres asesinatos en Sumapaz. Pero sus pobladores lo niegan, no se dejan chantar esos muertos y dicen que son de la localidad de Usme. De hecho, cuentan, las tres víctimas eran de allá: el ganadero Ezequiel Vargas, de 69 años; su hijo, y un empleado suyo. Al parecer un hombre, desmovilizado de las Farc, los estaba extorsionando. Ellos se negaron a pagar y el 31 de agosto se reunieron con el extorsionista, quien les disparó y tiró sus cuerpos en la frontera. Pero, dicen en Sumapaz, todo eso pasó en el límite territorial, en la parte que le corresponde a Usme.

Al seguir el sendero, aparece una vara del Ejército que bloquea el paso y anuncia la presencia de la base militar Santa Rosa y el batallón de Alta Montaña Número 1, que se autoproclama como “guardián del páramo más grande del mundo”. Los soldados recuerdan que ese territorio, hoy pacífico, alguna vez fue uno de los puntos más estratégicos de las Farc y el lugar donde se libró una cruzada sangrienta con el Ejército.

Luego de su Séptima Conferencia Guerrillera, en 1982, las Farc, un pequeño grupo insurgente, decidió expandirse por todo el país. Entre otros, trazaron el plan para asentarse en la cordillera Central. El páramo de Sumapaz era clave. Desde allí se puede acceder a los llanos, a lo que alguna vez fue la zona de distensión. También al Huila, Tolima y, sobre todo, a Bogotá. Controlar ese corredor era la antesala de su soñado golpe final: el sitio y la marcha hacia la capital. Y avanzaron bastante. El coronel Édgar Riviera Zuleta, comandante del batallón, cuenta que en los años 90 hubo hasta 15 frentes guerrilleros rodeando Cundinamarca.

El terreno actual donde está emplazada la base del Ejército fue alguna vez un fortín de alias Romaña, uno de los comandantes más temidos de las Farc, que se hizo famoso por las “pescas milagrosas”. Hasta allá llevaba a los secuestrados y, dice el coronel Riviera, desde allí se planearon 23 tomas guerrilleras, entre esas las de Cabrera y San Bernardo.

En 2001, el Ejército, con la creación de ese batallón de alta montaña, decidió entrar a la disputa del territorio. La lucha fue sangrienta y le pasó factura a la población civil. La gente cuenta que, en una de esas, el Ejército asesinó a José Palacios, un campesino, y a su hijo, quienes estaban ordeñando una vaca y, al parecer, fueron confundidos con guerrilleros.

En 2009, las Farc, ya en sus últimos años de presencia en Sumapaz, mataron a tres ediles de la localidad. Para 2012, en los albores del proceso de paz, ya sólo había presencia de tres frentes guerrilleros en Cundinamarca, y la tropa no superaba los 70 hombres. En 2015 ya no quedaba brazo armado de las Farc. Entonces, dos jefes guerrilleros quisieron regresar al Sumapaz para reorganizar milicias y restablecer el corredor de insumos hacia el Meta. Fueron capturados. Primero, en 2015, alias Ciro, del frente 51, y luego su reemplazo, alias Santiago, en 2016.

Pero la recuperación del territorio por parte de las Fuerzas Armadas fue costosa. Al menos 270 soldados murieron en el páramo desde 2001, cuenta el coronel Riviera. Y hubo desplazamientos y asesinatos selectivos de civiles, dice Murcia, actual alcaldesa local y nativa de la región. Y aunque fueron pocos los que se inscribieron en el Registro Único de Víctimas, los habitantes hoy hacen trámites para ser reparados colectivamente.

Después de avanzar desde ese enclave militar se llega al poblado de Nazaret, uno de los tres corregimientos de la localidad. Pero antes, a la entrada, aparece su cementerio, donde no es necesario ponerles ramos a los muertos porque las flores y la maleza crecen entre las 50 tumbas. Tampoco hay que sacar los restos de los muertos porque sobra espacio. Algunos restos son casi centenarios, y como el predio no tiene dueño, pueden enterrarlos en el espacio que escojan.

Es tan rara la muerte en Nazaret, que un entierro es un acontecimiento mayor. Todo el poblado asiste y los niños, antes, solían subirse a un pino gigante que creció en la mitad del camposanto. Desde allí observaban curiosos la ceremonia. El pino ya no está, pero quedó un dicho entre algunos pobladores. Cuando alguien es muy viejo, porque en Sumapaz sólo se mueren los que son muy viejos, algunos dicen: “Ese ya está para el pino”.

Ya en el centro poblado, las calles, las únicas cuatro, están vacías y silenciosas hacia el mediodía. Y no hay un solo policía desde hace 33 años. Los uniformados dejaron el poblado luego de varios choques con la población civil, que los acusaba de abusos como el robo de gallinas. Desde entonces, la policía solo aparece durante las elecciones. Y en el pueblo acostumbraron a autorregularse, cuenta Pedro Alirio Rincón, presidente de la Junta de Acción Local. Cuenta que en las fiestas conforman sus propios comités de seguridad. Se reúnen hasta mil personas durante los eventos y, si llega a haber algún lío, lo resuelven entre los civiles.

Hoy la calma es tal, que los tres corregidores que hay en la localidad, cuya labor es dirimir conflictos, apenas tienen trabajo que hacer. Rara vez les llega la queja de un vecino contra otro que se quiso pasar de vivo y corrió la cerca de su parcela un par de metros.

En Nazaret, las casas se mantienen con las puertas abiertas y los niños salen a jugar desde la mañana y vuelven en la noche. A veces no regresan ni a almorzar, porque comen donde cualquier vecino. Son las familias de toda la vida, que se conocen mutuamente. Sólo hasta el año pasado empezaron a llegar foráneos, cuando la Universidad Nacional abrió una sede allí: tienen cuatro programas y 23 alumnos, algunos de ellos de Usme y de Ciudad Bolívar. Bryan Rodríguez es uno de ellos: lleva 8 meses allí.

“Llegar acá desde Bogotá es pasar del ruido y el humo, al silencio y la seguridad. Acá uno no se preocupa por nada, ni por el tiempo. Las costumbres se transforman. La fiesta se cambia por ir a caminar, a explorar, hacer fogatas y observaciones. Ya ni la internet me hace falta”, cuenta.

Pero Sumapaz no está libre de problemas. Uno de los que más preocupa a su alcaldesa es el nivel educativo. Pese a que la sede de la Universidad Nacional fue abierta para los habitantes, son pocos los que pasan las pruebas para acceder a un cupo, y eso que la institución bajó los puntajes de acceso. También hay inconvenientes para obtener medicinas, tienen que ir hasta la ciudad. Y la telefonía, la internet e incluso la electricidad están limitados, en esencia, porque en muchas partes del páramo, protegido bajo la figura de parque natural, está prohibido instalar redes de cables.

Siguiendo el camino se llega a San Juan y a Betania. En este último corregimiento, en su vereda El Raizal, fue donde ocurrió, en medio de los tragos, el único homicidio de la localidad en 2016. Dos amigos estaban bebiendo y empezaron a discutir. “Estaban solos, no hubo quién los atajara”, dice Pedro Alirio Rincón. Uno terminó apuñalado. “Pero eso no es común aquí. La gente se muere de vieja, muy vieja”. Y agrega: “Si fuera por nosotros, no iríamos a la ciudad, que es muy insegura. Pero a veces la necesitamos”.

Alguedita Morales tiene 80 años y ya casi no se puede mover. Cada vez que tiene que ir hasta la ciudad a una cita médica, los hombres se reúnen en Nazaret y van hasta su finca. Tienen que armar, mínimo, un equipo de ocho para hacer relevos de a cuatro. Cada uno coge una punta de un chinchorro y avanzan con el cuerpo de la gorda anciana al lomo. Se demoran una hora haciendo un recorrido que usualmente toma 20 minutos. La sacan hasta el casco urbano y, de ahí, un carro la lleva hasta la ciudad. Una de las preocupaciones más grandes en la tranquila Nazaret, en la localidad más pacífica de Bogotá, es que se construya un camino entre los matorrales para que Alguedita Morales pueda ir a sus citas sin tanto padecimiento.

Por JAIME FLÓREZ SUÁREZ

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