Letras sobre una tarde oscura

El 9 de abril de 1948 ha sido motivo de numerosas novelas que han recreado los ambientes y personajes de época para acercarse al sentimiento de indignación y violencia. Un repaso por aquella literatura.

Juan David Torres Duarte
08 de abril de 2014 - 08:15 p. m.
Foto: Manuel H.
Foto: Manuel H.


En 1987, el historiador Herbert Braun publicó Mataron a Gaitán, una sesuda investigación sobre el 9 de abril de 1948. Braun, hijo del gerente de una ferretería que fue testigo de la volcada y abismal agitación de las gentes por la muerte de Gaitán, entrevistó a quienes vivieron los hechos, recurrió a documentos inéditos y saldó las cuentas históricas generales de un evento que parecía aún inexacto. Su trabajo, sin embargo, prescindió en principio de los libros de historia y los testimonios y se centró en la literatura: “Recurrí a la novelística —escribe Braun— cuando empecé a indagar sobre los sucesos de ese día, porque la imaginación literaria era la mejor introducción al mundo de los que destruyeron el centro de Bogotá en unas pocas horas vespertinas”.

 

Esa “imaginación literaria”, para el tiempo en que Braun principió su búsqueda, había sido abarcada sobre todo por una novela que vio la luz en Argentina: El día del odio, de José Antonio Osorio Lizarazo. Cronista y miembro de las huestes de Gaitán, Osorio Lizarazo noveló en 1952 aquel día en que las clases bajas se igualaron a las altas, en que vestir de corbata y vestido de corte inglés significó la consagración de las clases más pobres. Todo ello lo consigue a través de personajes como Tránsito y el Alacrán, que viven en el centro de la capital y hacen parte del estrato social que salió a las calles en los primeros minutos después del asesinato de Gaitán. Osorio también publicó, tiempo después, la biografía Gaitán: vida, muerte y permanente presencia.

El autor bogotano sería junto con Manuel Zapata Olivella —fallecido en Bogotá en 2004— uno de los primeros en novelar y tratar de encontrar un orden histórico en medio de aquel caos anónimo de abril. Zapata Olivella, además de crear una novela que hacía alusión al 9 de abril —La calle diez, centrada en el asesinato del boxeador Mamatoco—, escribió en la revista Sábado un artículo titulado “El nueve de abril: interpretación comunista”, que trataba de buscar datos verídicos sobre los hechos de ese día. Las novelas sobre El Bogotazo fueron multiplicándose en los años siguientes: en el trabajo de investigación La representación del Bogotazo en cuatro novelas, de Carlos Duarte, son nombradas también El 9 de abril de Pedro Gómez Corena, Viernes 9 de Ignacio Gómez Dávila, y El Monstruo de Carlos Pareja.

Todas estas novelas —que combinan el testimonio con hechos históricos— tienen como eje aquella fecha. “El interés (de estas novelas) reside no en la acción ni en el drama que se vive al momento, sino en la intensidad del hecho, en la secuela que deja el cuerpo violentado (la tortura, la sevicia) o en el rencor que se aviva al paso del tiempo”, escribe el crítico Augusto Escobar en La violencia: ¿generadora de una tradición literaria? Esa intensidad tiene que ver con la cercanía al hecho: cuando estas novelas fueron publicadas, habían pasado apenas algunos años del asesinato de Gaitán. “(Estos libros) son apenas crónicas y recuentos de muertos y masacres”, dice Jaime Alejandro Rodríguez, profesor de literatura de la Universidad Javeriana. El acercamiento a los hechos reales no les permitía el juego estético; se acercaban más, en cambio, a la denuncia política. Esa fue la misma crítica que realizó Gabriel García Márquez en un texto de 1959: “el primer drama nacional de que éramos conscientes, el de la violencia, nos sorprendía desarmados”.

Dichas novelas acuden a las representaciones más comunes de la época, que vendría a transformarse después del asesinato de Gaitán. En su obra, Braun afirma que “en la tarde del 9 de abril las jerarquías tradicionales de la vida pública quedaron invertidas”: por un momento, los habitantes de Bogotá, sin importar su clase, fueron una masa uniforme, ininteligible, sin un rostro preciso. Estas novelas, por el contrario, permiten manifestar la naturaleza más humana de ese conflicto, más asentadas en el choque que sucedía entre pobres y ricos en Bogotá, su acercamiento a un primer plano íntimo. Las novelas sobre El Bogotazo permitieron, como tituló Felipe González Toledo una de sus crónicas sobre los hechos en El Tiempo, ver el fuego, los tranvías en llamas y las contradicciones más humanas “a nivel del pavimento”.

La “imaginación literaria” que con cierta alegría nombra Braun permite que la historia se salga de sus propios límites y se instale en terrenos más allá de la mera veracidad. Un novelista, no hace falta decirlo, tiene esquemas muy distintos a los del historiador: la historia puede ser para el escritor de novelas un fondo que modifica a sus personajes y también una oportunidad para jugar a las variaciones. Ese último camino lo toma el dramaturgo Miguel Torres en su trilogía sobre El Bogotazo. Torres, nacido en Bogotá y fundador del grupo de teatro El Local, ha publicado hasta ahora dos de las tres novelas: El crimen del siglo y El incendio de abril. En la primera (2006), Torres abunda en detalles sobre la vida y la psicología de Juan Roa Sierra, posible asesino de Gaitán, y da una vuelta de tuerca a los sucesos de aquel viernes. Esa variación le permite jugar con el fuero más íntimo de Roa Sierra y mostrar hasta qué punto la política se cruza con la locura.

El incendio de abril (2012), en cambio, recoge testimonios ficticios de personas que vivieron el 9 de abril; las múltiples vistas sobre el centro de la ciudad, los incendios, los muertos, el saqueo y el jugoso pero efímero sentimiento de revolución pueblan aquellas páginas. Además, en esta novela Torres ofrece una más amplia variedad de personajes que en su primera entrega: existen floristas, taxistas, conductores de tren, zapateros, periodistas. Su método, aunque ubicado en el plano de la ficción, es similar al del historiador Arturo Alape en El Bogotazo: memorias del olvido, publicado en 1983, que recopila testimonios de quienes estuvieron presentes en las calles aquel día —aunque, según Braun, sin realizar un análisis social de aquellas declaraciones—. En las novelas de Torres el juego estético ya ha llegado a un punto más alto: la reflexión estética sobre la historia tiene una forma más precisa que en las novelas de los años cincuenta.
El 9 de abril produjo una metamorfosis en la arquitectura de la ciudad, pero sobre todo fragmentó las capas sociales y a los individuos que las conformaban.

La desconfianza hacia las instituciones creció, el desconcierto y la indiferencia reemplazaron las consignas partidistas, la violencia se coló sibilina entre los contados resquicios de civilidad. La literatura representó, en su papel más mediador, una ciudad que rompía su inocencia.


Por Juan David Torres Duarte

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