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Los herederos de Los Pascuales

Una organización encabezada por alias “Chucho” habría asumido el legado criminal que dejaron Los Pascuales. Aunque la zona está más tranquila, persiste la delincuencia y arrecia la extorsión a transportadores.

Redacción Bogotá
07 de octubre de 2016 - 04:14 a. m.
El Codito fue uno de los barrios bajo control de Los Pascuales. / Jonathan Ramos
El Codito fue uno de los barrios bajo control de Los Pascuales. / Jonathan Ramos
Foto: Jhonatan Ramos-El Espectador

Esta semana, un juez condenó a 30 años de prisión a Pascual Guerrero Rincón, jefe histórico y fundador de Los Pascuales. Con esa decisión, se cierra el ciclo de una de las bandas criminales más temidas de la ciudad en las últimas décadas. Su fin no solo fue producto de la acción de las autoridades, sino de una guerra fratricida que los enfrentó contra Los Luisitos, una disidencia conformada por familiares del mismo Guerrero Rincón. Pese a su caída, los barrios de Usaquén que padecieron a ese clan están ahora bajo el dominio de un líder de antaño que reapareció.

La historia de los últimos veinte años del crimen en Cerro Norte, Santa Cecilia y El Codito –las zonas más conflictivas del norte de la ciudad– es un trágica saga familiar: miembros de un mismo clan enfrentados a muerte y una familia prácticamente extinta. Entonces, el foco ha estado puesto sobre Pascual Guerrero y sus hijos, y Luis Guerrero, el primo que empezó la disidencia.

Sin embargo, en la zona hoy todos tienen presente otro nombre: alias Chucho, cuya historia se cruza con la de los jefes caídos. Según fuentes que conocen al detalle la zona, él es hoy, tres años después del desmantelamiento de las dos grandes bandas, quien domina el crimen.

Incluso, en los últimos meses habría empezado una nueva modalidad de negocio: el secuestro de buses. Existe una banda adicional, conocida como la del Príncipe, pero sería subordinada a la de Chucho, quien no es un recién aparecido en la zona.

El clan

Procedente de Huila, Pascual Guerrero Rincón llegó al barrio Santa Cecilia en los 90, junto a su familia. Eran tiempos en los que el agua aún se sacaba de aljibes y algunos se movían hacia las partes más altas a lomo de mula. Los recién llegados ocuparon una casa en la mitad de la montaña sobre la que se construyó el barrio, desde donde tenían acceso a Cerro Norte, la invasión aledaña. Hoy, esa vivienda es una especie de mito: entre los vecinos se rumora que allí torturaban y descuartizaban.

La familia Guerrero empezó a ser conocida porque la mamá manejaba una venta de fritanga, que pronto se convirtió en fachada del microtráfico a baja escala, a cargo de Guerrero Rincón y sus hijos, que también robaban bicicletas. Se hicieron reconocidos entonces como Los Pascuales. A comienzos del 2000, Chucho entró en escena como distribuidor de estupefacientes. Dominaba la zona y trabó disputa con Los Pascuales, que crecían en número mientras sumaban familiares a la banda.

El relato a continuación está construido a partir de fuentes que conocen la zona: desde su olla principal, conocida como La Roca, Chucho dominó el microtráfico hasta que cayó preso y dejó a cargo a Fabio, su hermano. Pronto, su reemplazo fue asesinado. Sin Chucho y su gente en el camino, Los Pascuales, dominaron el territorio. El microtráfico y el hurto empezaron a manejarse a mayor escala. Se fortalecieron tanto que las autoridades llegaron a indagar si se convirtieron en socios del clan Úsuga, hoy llamado clan del Golfo, la banda criminal más poderosa del país, que surgió también de una alianza entre hermanos.

En 2008, varios miembros de Los Pascuales fueron capturados. La organización se debilitó y en esas apareció Luis Guerrero Rincón, sobrino de Pascual Guerrero. Él empezó a exigir su propio espacio en la zona. Se desató una guerra entre Los Pascuales y el nuevo grupo: Los Luisitos, que terminó el 6 de enero de 2013. Ese día, representantes de ambos grupos se reunieron en un asadero de la zona, para buscar una salida a sus disputas. El encuentro terminó en una balacera en la que murieron dos hijos de Guerrero Rincón y dos emisarios de Luisito.

Tras el tiroteo, Guerrero Rincón, como venganza, le ordenó a su hijo Orlando que matara al padre de Luisito (es decir, a su hermano). Por ese asesinato es que esta semana fue condenado a 30 años de prisión. En febrero de ese año, Luisito y Guerrero Rincón fueron capturados.

Meses después reapareció Chucho en la zona. Sin Los Pascuales de por medio, recuperó el dominio sobre el microtráfico en Cerro Verde, Santa Cecilia y parte de El Codito. Y desde hace un año habría comenzado una nueva actividad criminal: el secuestro de vehículos. Desde los 90 aparecieron carros particulares que llevaban a los vecinos a las partes altas de los barrios. Hoy hay 20 en Santa Cecilia y alrededor de 30 en Cerro Norte.

El año pasado, tres colectivos fueron secuestrados. Delincuentes bajaban a los conductores en los paraderos más altos y se llevaban el carro. Para devolverlo, cobraban rescate. Entonces, Chucho organizó una reunión en la que les habría pedido $10 millones por barrio para garantizar su seguridad. Los conductores pagaron. Sin embargo, hace una semana, de nuevo un carro fue retenido y Chucho volvió a pedir una cuota similar.

Pese a que el microtráfico se sigue moviendo y la extorsión arrecia, la zona está más tranquila desde la caída de Los Pascuales y Los Luisitos. De hecho, la tasa de homicidios del año pasado en Usaquén –la localidad en la que están ubicados esos barrios– fue la más baja en los últimos 35 años: 8 por cada cien mil habitantes, mientras la de la ciudad es de 16.

Eso lo reafirma Mayda Velásquez, alcaldesa local: “Ha habido operativos de la Policía, infiltraciones, seguimientos. Las condiciones de seguridad en los últimos tres años han mejorado, el miedo ha disminuido. El SITP ya puede llegar hasta el final de los barrios”. El Espectador consultó a la Policía Metropolitana sobre esta situación de seguridad, pero no obtuvo respuesta. Lo claro es que, aunque a menor escala, los habitantes de los barrios de esta zona del norte siguen viviendo a la sombra de una organización criminal. Los Pascuales ya no están, pero el negocio criminal sigue vivo.

Por Redacción Bogotá

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