Los toros durante la hegemonía conservadora

Segunda entrega de la historia de la tauromaquia, escrita por un sociólogo y aficionado.

Alfredo Molano Bravo especial para El Espectador
28 de enero de 2017 - 02:19 a. m.
Imagen de la corrida del domingo pasado en la plaza Santamaría, el domingo pasado. / Cristian  Garavito
Imagen de la corrida del domingo pasado en la plaza Santamaría, el domingo pasado. / Cristian Garavito

En 1892, los artesanos en Bogotá se levantaron contra el gobierno ultraconservador de Miguel Antonio Caro. Hubo varios muertos y el Gobierno dictó la tiránica Ley de los Caballos para controlar los desmanes y amordazar a la prensa. En 1890 había llegado a Bogotá la primera compañía de toreros que observaban “las reglas fijas del toreo español… con cierta gravedad y compostura, vestidos de toreros y sin tomar parte el público”. Con la presentación de toreros reputados como Rafael González, Clown; Rafael Parra, Cara de Piedra; Julián González, Regaterín, y Julio Ramírez, Fortuna, en 1890, y Tomás Parrondo, Manchao, y Serafín Greco, Salerito, en 1892, se inició una nueva era con toreros profesionales, guiados por las tauromaquias artísticas creadas en España por Pepe-Hillo, Cúchares y Chiclanero desde mediados del siglo XIX, que maravillaban con la verónica, el recorte, la navarra y el volapié.

En Colombia corrían vientos de las últimas guerras civiles de 1894 y 1899-1902. Las corridas —apunta Cordovez— ganaron en calidad, pero perdieron en “animación, bullicio y confusión” que las caracterizaban. “En la actualidad —añade— las verdaderas corridas de toros hacen parte de nuestras costumbres”. En concordancia, se construyó la primera plaza circular, la Bomba, en lo que se llamaba la Huerta de Jaime —lugar donde Morillo fusiló a los rebeldes y Santander a los oficiales españoles derrotados en la batalla de Boyacá—. Hoy se conoce como parque de Los Mártires.

En 1905 se inauguró el circo de toros de San Diego, que fue sustituido con otro del mismo nombre situado también en las inmediaciones de la recoleta. El segundo fue destruido por los aficionados en protesta por la pésima actuación del torero Valentín en 1915. Aunque de malos modales, el respetable ya sabía distinguir. En el tercer San Diego torearon Bienvenida, el Papa Negro, fundador de una dinastía de matadores que marcaron época, y el Alcalareño en 1917. En 1922, cuando la compañía Scadta volaba de Barranquilla a Bogotá, torearon en la plaza de San Diego Rafael Gómez Ortega, el Gallo y Saleri II, con toros españoles, y en 1923 se lidió el primer encierro Mondoñedo. Uno de los diestros más aplaudidos de la época fue el mexicano Juan Silveti, llamado el Tigre de Guanajuato, refugiado en el país. El diestro toreaba vestido de charro y salía a la plaza a caballo. Entre 1890 y 1930 la gran mayoría de los toros eran criollos, muchos traídos de los Llanos, llamados tigreros o sabaneros y conocidos como tilateños. En la plaza de San Diego fueron toreados ejemplares españoles de Veragua, Miura y Santacoloma, importación de donde saldría la primera ganadería del país, los Mondoñedo, que tenían también sangre de los criollos de Tilatá, criados por don Ignacio Sanz de Santamaría. El Gallo contribuyó con sus conocimientos a probar vacas criollas para echárselas a sementales importados. Era hijo del no menos célebre Fernando Gómez, Gallo, y hermano de Joselito, quien junto con Belmonte es considerado fundador del toreo moderno. José María de Cossio, respetado historiador, dijo de Gómez que ejecutaba “todas las suertes del toreo… y dominaba los toros con un temple absoluto, insuperado”. En Colombia actuó en Medellín y Bogotá. Murió a los 72 años después de haber estoqueado más de 5.000 toros. En España, el Gallo fue quizás el más destacado matador después de Guerrita, Mazzantini y el Espartero.

La afición había crecido de tal manera en Bogotá que personajes famosos, como Charles Lindbergh, el aviador norteamericano que voló por primera vez Nueva York-París, asistieron a una corrida. También lo hicieron políticos como el presidente Pedro Nel Ospina. La afición fue creciendo en conocimiento y amplitud, a tal punto que en el período se abrieron plazas en Cartagena, Cali, Medellín, Bucaramanga y Manizales. Entre 1905 y 1930 hubo 19 plazas de toros en Bogotá. Apareció una primera publicación titulada Ochenta centavos de cuernos y firmada por Descabellos, un aficionado seguramente español.

Los años 1920 fueron un período de notable crecimiento económico. El café comenzó a ser el primer producto de exportación y una vez firmado el tratado Urrutia-Thompson, que puso fin al contencioso con EE. UU. por el robo del canal de Panamá, el país vivió la Danza de los Millones con el pago de la indemnización de Panamá, inversiones privadas y públicas norteamericanas que orientaron definitivamente nuestra economía hacia la “estrella polar del norte”.

En aquel ambiente de optimismo desbordante, don Ignacio Sanz de Santamaría comenzó a soñar con una plaza de toros digna de una afición que crecía y pedía. Se dice que las faenas del Gallo en el coso de San Diego y la fervorosa acogida por parte del público fueron definitivas para concretar el proyecto. Don Ignacio era un diplomático y hacendado sabanero dueño de una fortuna considerable que apostó en la construcción de la plaza de toros reabierta el pasado domingo 22 de enero. Compró a los señores Bonnett dos hectáreas en el costado occidental del parque del Centenario y adquirió los planos que existían para la construcción de una plaza en Perú. Los arquitectos Adonaí Martínez y Eduardo Lazcano iniciaron la construcción en 1928 con cemento portland importado de Canadá y con hierro skoda de Checoslovaquia. El costo fue de 400.000 dólares, una suma fabulosa si se tiene en cuenta que la indemnización que EE. UU. pagó por el robo de Panamá fueron 25 millones de dólares. La obra fue terminada un año antes del Crack de 1929 —el Jueves Negro—, la más devastadora caída de valores de la bolsa de EE. UU., que comprometió la economía mundial y que en Colombia frenó en seco el ritmo de desarrollo que el país venía alcanzando. No obstante, la plaza fue inaugurada el 8 de febrero de 1931 por el presidente Enrique Olaya Herrera, acompañado del expresidente Carlos E. Restrepo y de don Ignacio Sanz. Boletería agotada: Sombra de barrera, 3,30 pesos; general, 50 centavos. La plaza estuvo “de bote en bote”, como se dijo. Torearon ese día Manuel Martínez; Ángel Navas, Gallito de Zafra, y Mariano Rodríguez, el Exquisito. Fue la primera de 12 corridas de la temporada en que actuaron espadas reconocidas: Saleri II, Silveti, José Cabezas y el aplaudido Alcalareño. Los encierros eran de Mondoñedo y la crítica los consideró “apenas de media casta”.

La segunda temporada, en agosto del mismo año, no fue mejor. La tercera, en diciembre, fue, por el contrario, muy valorada. El cartel fue encabezado por el gran Cayetano Ordóñez de Ronda, el Niño de la Palma, “un torero de gran naturalidad de la que fluía un arte poco común”. Se encerró con seis toros al despedirse de la plaza. Fue “algo inolvidable”, comentó la crítica taurina. Ordóñez fue el padre de una dinastía de toreros que incluyó al gran Antonio Ordóñez, abuelo de los Rivera Ordóñez, diestros famosos hoy. El de Ronda estuvo acompañado por Rayito, Andrés Mérida, el gringo Sidney Franklin y el novillero el Aldeano. Pese a la acogida, la empresa de don Ignacio no pudo lidiar a los acreedores y tuvo que pignorar todos sus bienes, incluidas las haciendas y naturalmente la ganadería, que tenía ya más de 1.500 reses de las simientes Santacoloma y Veragua, a la Corporación Colombiana de Crédito. Fue un pacto de retroventa que los hijos de don Ignacio, fallecido en plena crisis, nunca pudieron cumplir.

La plaza terminó siendo vendida al Municipio de Bogotá por 190.000 pesos y la ganadería dio origen a las ganaderías El Aceituno y Vistahermosa. El hierro de Mondoñedo perduró gracias a la compra de vacas hechas por Clara Sierra.

Colombia comenzó a salir de la crisis económica a mediados de los años 1930 con la política de sustitución de importaciones y la recuperación de los precios del café. Eran los tiempos de la Revolución en Marcha y de los “¡Viva el Partido Liberal!” de Alfonso López Pumarejo. Gracias a esa recuperación, la plaza de Bogotá no fue demolida para dar paso en su lugar a una urbanización. Entre 1894 y 1930 funcionaron en Bogotá “19 plazas de toros más o menos estables”. Evidencia tangible de la gran afición popular que se estaba formando.

Por Alfredo Molano Bravo especial para El Espectador

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