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Madres de las víctimas del asesino de Monserrate que nunca se cansaron de buscar

La lucha, el dolor y el anhelo de justicia unen los destinos de las madres de Sonia Martínez y Jéssica Urrego, dos de las víctimas del “Asesino de Monserrate”. Estas son sus historias.

Jaime Flórez Suárez
28 de febrero de 2016 - 02:00 a. m.

Nubia Uribe y Alba Urrego llevan vidas paralelas. Lucharon por sus hijas con todo su aliento y nunca perdieron la esperanza de sacarlas de las drogas. Para ambas, el anhelo se truncó cuando Fredy Valencia se cruzó en el camino de sus niñas. Hace una semana se conocieron, en la audiencia en la que el Asesino de Monserrate aceptó haberlas matado. Sonia Martínez y Jéssica Urrego fueron dos de las 11 víctimas de este criminal. Ahora esperan que haya justicia, como bálsamo para sus penas.

Siete años de búsqueda

La primera vez que Nubia Uribe le perdió el rastro a su hija, en 2009, se enteró por un sueño. En adelante, su vida se convirtió en una búsqueda sin pausa, una angustia constante que sólo amainaba cuando Sonia volvía a casa por unos días. Y cuando parecía que lo iba a lograr, que la rescataría de las drogas, su niña se volvía a ir.

En ese tortuoso vaivén pasaron 5 años, hasta diciembre de 2013, cuando la joven desapareció definitivamente. El 2 de enero de 2014, según Medicina Legal, Fredy Valencia la asfixió. El cuerpo de su hija fue uno de los 11 que aparecieron bajo tierra, en inmediaciones de su cambuche en Monserrate.

Sonia siempre fue una niña rebelde. Su madre recuerda que la primera vez que su hija se fugó tenía apenas 13 años. Como estaba brava, porque no la dejaron salir a bailar, convenció a un amigo, hijo de un conductor de buses intermunicipales, para que la llevaran hasta Granada (Meta). Nubia llegó a buscarla a donde el conductor. Fue tanta su furia, que ese mismo día la llevaron de vuelta a casa.

Aquella noche de 2009, luego del sueño premonitorio, Nubia Uribe supo que algo malo le había pasado a su hija. A la mañana siguiente fue a buscarla a donde se había ido a vivir con su esposo y su hijo. Pero no los encontró. Sonia había abandonado su hogar y se había llevado al pequeño dos semanas atrás. Ese matrimonio no andaba bien, su esposo la golpeaba y, por eso, ella empezó a consumir drogas para escabullirse de su entorno violento.

En su búsqueda supo que su hija y su nieto, de siete meses, estaban viviendo en una pieza. Allá la encontró hundida en las drogas. El pequeño estaba enfermo. Nubia lo abrazó y lloró. Le pidió a Sonia que volvieran a casa, y ante la negativa, se llevó a su nieto.

Ocho días después la joven regresó sucia y delgada como nunca. Le pidió a su madre que la ayudara y ella se la llevó a la finca del abuelo. Allá le dio consejos, le recordó que ella también había sido maltratada por su esposo, pero había salido adelante sola, con sus hijos. La joven, con 19 años, estuvo tres meses en un centro de rehabilitación. Cuando le dieron de alta, volvió a las calles.

Al escuchar la historia de los cinco años siguientes, parece que Nubia estuviera haciendo el mismo relato una y otra vez. Sonia escapaba de casa, ella la buscaba en ollas, caños, en las calles más peligrosas de Bogotá, le seguía la pista, indagaba entre conocidos. Meses después la encontraba. A veces, la joven, por su cuenta, volvía a casa. La convencía de que fuera a rehabilitación. Las esperanzas de la madre volvían a crecer con las promesas de cambio, pero ella siempre se las arreglaba para escapar.

“Mi hija sufrió mucho. A veces creo que se fue a descansar”, dice Nubia cuando vuelve a su memoria el día en que la llamaron de un hospital de Suba, porque su hija estaba internada. Llevaba días sin verla y cuando pasó frente a ella no la reconoció. La habían golpeado tan fuerte, que su rostro estaba desfigurado. Su madre tuvo que leer el nombre en la historia clínica para identificarla. No fue el único episodio. Los períodos que pasó en la calle fueron duros, atravesados por hambre y vejámenes.

La madre también recuerda la tarde en la que su hija llegó a casa perdida en el mutismo. Se sentó frente a ella, la miraba mientras por sus piernas bajaba sangre. A Sonia le habían roto la vagina con ganchos, por no haber tenido con qué pagar la droga que consumió. Aunque ella se lo suplicó, nunca le contó quién la torturó así. Tampoco dijo nombres de culpables cuando llegó a su casa con la mano izquierda escondida bajo su blusa y pasó en silencio a encerrarse en la habitación. Le habían cortado los dedos índice y corazón, al punto de habérselos dejado pendiendo de la palma.

Nubia siempre estuvo ahí, pasaba las noches en el hospital mientras su niña se recuperaba de cada ataque. Después de cada golpe renacía la esperanza de su rehabilitación. Y la tuvo hasta su búsqueda final, la más larga, la definitiva. La noche del 7 de diciembre de 2013 fue la última que pasaron juntas. Hubo fiesta, prendieron las velitas. Sonia bailó feliz. Durmió hasta la tarde del día siguiente, cuando salió de la casa con la promesa de que volvería pronto. Su madre se quedó esperándola.

El 27 de diciembre hablaron por última vez. La llamó, le dijo que estaba en Puente Aranda, que quería regresar a casa. Nubia le respondió que cogiera un taxi. Tiene grabada las últimas palabras que escuchó de su hija: “Mamita, caliénteme un tamal que ya voy para allá. La quiero. Besos”. Nubia la esperó hasta el año nuevo, cuando empezó la búsqueda definitiva.

Fueron decenas las veces que le dijeron que la habían visto en determinado lugar. Donde fuera, hasta allá llegaba tras el rastro de su hija. Repartió al menos 500 afiches con su foto en el centro de la ciudad. Cada 15 días iba a Medicina Legal a preguntar por ella. Así pasaron dos años. Según el análisis forense, Fredy Valencia había asesinado a Sonia seis días después de que habló con su madre por última vez.

Cuando en noviembre del año pasado Nubia vio en los noticieros el rostro del Asesino de Monserrate, una corazonada le dijo que estaba vinculado con la desaparición de su hija. Aun así, siguió buscándola. Llevó al menos 200 platos de sopa al Bronx, con el anhelo de que Sonia, hambrienta, saliera por comida. “Allá me engañaban, me decían que la habían visto para sacarme plata”, dice. El 24 de diciembre pasado la llamaron a decirle que la tenían en el Bronx y que por $500.000 se la devolverían. Ella quiso creer, pero en el fondo supo que se trataba de una nueva mentira.

El día en que se cumplían dos años sin saber de ella recibió una llamada de Medicina Legal: tenían los restos de su hija. Una prueba de ADN lo confirmó. Sin embargo, Nubia se resiste a creer. Se aferra a que en el informe de la necropsia no hablan de una placa de platino que le habían puesto en un brazo después de un accidente. Se aferra a eso aun cuando en el reporte aparecen otras características, como el tatuaje con el nombre de su hijo que llevaba en la espalda.

El 13 de febrero le entregaron una caja sellada con los restos. Después de un día de velación, la enterraron. La madre y el hijo estuvieron ahí. El primer día de la novena, cuenta Nubia, las botellas de la cocina se chocaban sin razón. Y la corona de rosas rojas sobre la foto de su hija se cayó dos veces de un gancho, que luego desapareció. “Eso sólo fue el primer día, pero la niña ya está juiciosa”, dice Nubia, quien, en las noches, todavía espera que su Sonia vuelva, toque la puerta y se den un abrazo.

Vivió por su hijo

Jéssica Urrego se derrumbó cuando el ICBF se llevó a su hija. Siempre vivieron en barrios marginales de Bogotá. En uno de esos, cuando tenía 13 años, inducida por compañeros del colegio, empezó a consumir drogas. Estuvo un par de veces en rehabilitación y durante largos períodos su cuerpo estuvo limpio. Se ganó la vida haciendo aseo y vendiendo dulces. Nunca fue una habitante de calle, recalca Alba Urrego, su madre, quien administraba un inquilinato en San Bernardo, donde le había reservado una habitación.

De alguna manera supo sobrellevar su drogadicción, hasta que a los 29 años, cuando le quitaron a su hija, porque Jéssica consumía drogas. Cuando supo que la niña, de nueve años, había sido adoptada por otra familia, no quiso vivir más. Pero se aferró a su otro hijo para llevar la pena. Todos los días, en las primeras horas de la mañana, iba hasta la casa de la abuela paterna, con quien vivía el niño. Lo llevaba al colegio y en la tarde lo recogía. Jéssica vivía por él.

Por eso, cuando el 8 de febrero de 2013 no pasó a recogerlo, Alba, su mamá, supo que algo le había pasado. El día anterior se habían visto por última vez. La madre estaba vendiendo tintos en la plaza España cuando Jéssica pasó en medio de la lluvia. ¿Para dónde va, mi loca?, le preguntó. “A loquear un rato, mami, más tarde nos vemos”, eso fue lo último que le oyó decir.

Cuando asumió que su hija estaba desaparecida, Alba recordó la última conversación larga que tuvieron. Se sentaron en el andén frente a su casa. Jéssica le dijo que estaba cansada de su vicio y de la vida. “Le estoy pidiendo a mi papá que me lleve con él”. El papá ya había muerto. Alba le dijo que fuera a rehabilitación y le recalcó que tenía que pensar en ese hijo que tanto amaba. “Ahí me mandó un mensaje, pero yo no lo capté”, se remuerde Alba.

Alba empezó a buscar a su hija junto a su mamá, la abuela, quien pese a estar enferma la acompañaba. “Mi hija perdida y yo luchando contra la enfermedad de mi mamá”, dice Alba. La abuela murió el año pasado, seis meses antes de que supieran que Fredy Valencia había asesinado a Jéssica. “El año más difícil de mi vida”. Juntas alcanzaron a repartir cientos de fotos en el Bronx, San Barnardo, Santa Fe y San Blas.

Cuando Alba vio el rostro del Asesino de Monserrate en los noticieros, lo reconoció. Se lo había cruzado un par de veces en el barrio San Bernardo. Por esos días, un habitante de calle se le acercó para decirle que había visto a Jéssica hablar con Fredy Valencia. Alba no dudó. Fue a Monserrate a buscarla mientras las autoridades revolcaban el cambuche de Valencia en busca de los cuerpos. No la dejaron entrar.

Entonces vino el procedimiento con Medicina Legal, las pruebas de ADN y de nuevo la espera. Hasta que, el 7 de febrero pasado, cuando cumplía 3 años sin ver a su hija, una amiga llegó angustiada a buscarla. No sabía cómo decírselo: acababa de escuchar en una emisora que Jéssica había sido identificada como una de las víctimas de Valencia. Alba se derrumbó. En el entierro estuvieron decenas de amigos, familiares, la madre y el hijo. Hubo mariachis. Desde entonces, el hijo de la joven pasa el día encerrado en su habitación. Le dice a su abuela, con tristeza, que no quiere verla porque se parece mucho a su madre.

Alba cumplió años el domingo pasado. Estuvo recordando que Jéssica, en esa fecha, siempre era la primera en felicitarla y abrazarla. Solía llevarle una rosa. Al día siguiente volvió a ver a Valencia en la audiencia donde aceptó haber asesinado a su hija. Se cruzaron miradas. Alba está llena de rabia y le duele que se hable de rebajas de pena en el caso. “Es que no mató gallinas, mató muchachas, hijas”, dice.

Ese día también conoció a Nubia Uribe, la mamá de Sonia. Tienen un gesto común: las dos suelen llevar las manos entrelazadas sobre el vientre, como si elevaran una eterna plegaria al cielo. Planean ir juntas al cementerio a visitar a sus niñas. Sólo otra madre puede entender lo que se siente. Sólo ellas pueden darse aliento para seguir la vida después de tanta búsqueda, con la certeza de que sus hijas ya no están.

Cronología / Las víctimas del “Asesino de Monserrate”

28 de noviembre 2015

La Policía capturó a Fredy Valencia, de 34 años, en inmediaciones del cerro Monserrate, tras encontrar en su poder bolsas negras con restos óseos. Valencia confiesa haber asesinado a varias mujeres. Las autoridades inician la búsqueda de los cuerpos. En una semana hallan 11 cuerpos.

7 de diciembre 2015

Medicina Legal logró establecer el nombre de la primera víctima gracias a sus huellas dactilares y pruebas de ADN. Se trata de María del Pilar Rincón Muñoz, de 26 años. Según los investigadores, de ella se sabe que huyó de su casa cuando tenía 13 años.

14 de diciembre 2015

Identificaron a Adriana Patricia Porras Cruz (foto izq.) y a Ludy Johanna Lara Saavedra (foto der.), ambas de 32 años. A la primera, su familia la había reportado como desaparecida el 5 de mayo de 2011. A la segunda, el 5 de junio del mismo año.

3 de febrero 2016

Identifican a Sonia Jineth Martínez Uribe, de 26 años (foto izq.), a quien reportaron como desaparecida el 10 de enero de 2013. Dos días después identificaron a Sandra Lucía Acosta, de 28 años (foto der.). La última vez que la vieron fue en septiembre de 2012.

8 de febrero 2016

Identificaron a Jéssica Lorena Urrego Portillo, de 32 años (foto der.). Su familia la reportó como desaparecida en agosto de 2010. Hasta el pasado lunes, el “Asesino de Monserrate” había aceptado ante un juez el asesinato de 9 de las 11 víctimas que se encontraron cerca de su cambuche.

Por Jaime Flórez Suárez

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