Refugio para la comunidad LGBTI

Este diario conoció la primera casa refugio que creó el Distrito para esta población. Al lugar han llegado víctimas de violencia intrafamiliar y desplazamiento.

Santiago Valenzuela
28 de enero de 2014 - 11:34 a. m.
Daniela fue la primera mujer trans en vincularse a la casa refugio. / Óscar Pérez
Daniela fue la primera mujer trans en vincularse a la casa refugio. / Óscar Pérez

Lo repite una y otra vez: “Fui golpeada, agredida, aguanté hambre. Fui golpeada por mi hermano, por mi mamá, maltratada por la rectora del colegio”. Toma una pausa y continúa: “En fin, el rechazo siempre reaparecía, y con eso llegaba el rebusque y empezaba a sentirme vulnerable”. Habla Daniela*, una mujer transgénero que se esconde de las personas por algo más que un leve temor: un miedo permanente. “Cuando tomé la decisión de ser una mujer trans nadie lo aceptó. Tenía 16 años y entonces conocí las condiciones infrahumanas: dormir en la calle, rodearme de enfermos y sentirme sola. Porque estaba sola. Mi familia me apartó y al día de hoy no sabe en dónde estoy”. Tiene 19 años. (Vea en este enlace el video de la primera casa refugio creada para esta población). 

Se escucha un eco en el cuarto cada vez que pronuncia una palabra, una palabra que surge desde su voz “de niña encerrada en el cuerpo de un hombre”. Está sola en la casa, pero es suya: “Fui la primera mujer trans que llegó a una casa refugio. Llegué en diciembre, llorando, destrozada. Pero estoy mejor acá, fue como encontrar un salvavidas”. El 27 de noviembre de 2013, Día Internacional de la Eliminación de la Violencia contra la Mujer, la dirección de derechos humanos de la Secretaría de Gobierno puso a funcionar la primera casa refugio para la población LGBTI (lesbianas, gays, bisexuales, transexuales e intersexuales) en Bogotá. Han pasado dos meses, y aunque los pasillos todavía se ven desolados, cinco personas decidieron refugiarse en ese lugar.

Por estos días, la casa es ocupada por Daniela y Johnattan. Ambos están en un lugar desconocido, aislados de sus agresores. “La idea es que restablezcan las redes de afecto, que exista una restitución de derechos en los cuatro o seis meses que están acá. Cuando llegaron elaboramos un plan de vida, les ayudamos en el plano psicológico, el educativo, en salud, pedagogía y asesoría jurídica”, dice Sandra Montealegre, coordinadora de la casa refugio. No es una cárcel, aclara: “Hay horarios de entrada y salida que deben cumplirse, pero pueden salir a trabajar o estudiar”.

Jhonattan llega a la casa pasadas las 10 de la noche. En menos de un mes las funcionarias consiguieron un trabajo para él: “De mi casa me echaron. Mi mamá me sacó por mi orientación sexual y en los demás lugares me humillaron por lo que soy, porque me gustan los hombres”. Después de ser discriminado en su casa y en el colegio, decidió salir de su ciudad de residencia: “Mi mamá me abandonó cuando tenía siete años”. Hoy tiene 23.

Que sólo dos personas vivan en la casa refugio se debe, en parte, a que “la sociedad no es tan consciente del dolor de las personas LGBTI”, como dice Montealegre. La diferencia de esta casa con las que están abiertas para las mujeres víctimas de la violencia está en que, en muchos casos, la violencia contra la población LGBTI no es percibida por las autoridades: “Si una mujer acude a una comisaría de familia, la remiten a la casa refugio sin problema. En el caso de la población LGBTI, la violencia está naturalizada, es silenciada”.

“Mi tránsito para convertirme en trans fue difícil. Aunque no fui discriminada por mis compañeros de colegio, sí por el equipo de rectoría y coordinación y por mi familia; me hacían bullying todo el tiempo. Al principio pensé que era gay, pero me puse a buscar en internet y me di cuenta de que yo quería ser una chica trans”. Baja la mirada y examina las uñas de sus manos, que están pintadas: “Pensé en suicidarme porque no sabía que asumir lo que yo quería ser me iba a costar tanto: estar desamparada, golpeada, herida y sin comida”.

Hasta el momento, las funcionarias de la casa refugio han encontrado que la violencia de la que han sido víctimas estas personas está relacionada con violencia intrafamiliar y desplazamiento. Son conscientes, sin embargo, de que aquí los márgenes de agresión son más amplios: “A raíz del maltrato han perdido el contacto con las redes de afecto más cercanas: no cuentan con la familia, ni con amigos”, explica Angélica Badillo, trabajadora social en la cas refugio. En los casos de Daniela y Jhonattan, el concepto de familia parece perder validez: “El problema psicológico viene desde mi casa, porque mis padres mi humillaron”, dice él. “Cuando mi familia empezó a golpearme, no pude pensar en mayores oportunidades”, dice ella.

Tres mujeres asumieron el reto de darle vida a la casa refugio: Sandra Montealegre, Angélica Badillo y Laura Sofía Céspedes (psicóloga). Ellas encontraron tres proyectos en diferentes ciudades que se asimilaban a la casa refugio que tenían en mente: los centros de protección en Washington, Nueva York y Nepal.

El centro casa Ruby, en Washington, no es sólo un alojamiento para la población LGBTI: ofrece oportunidades de empleo, asistencias para vivienda, pruebas de VIH, consejería y servicios sociales (como asesoría legal, clases de arte y computación y programas de salud mental). En septiembre de 2013 fue inaugurado el centro Casa de Rosa del Himalaya, en Nepal, catalogado como el “primer santuario en el sur de Asia para los miembros perseguidos de la comunidad LGBTI”.

La historia del centro Ali Forney, de Nueva York, se remite a la trayectoria de vida de algunas personas LGBTI. En 1997, Ali Forney, un joven de 22 años que había deambulado por las calles de Harlem desde que tenía 13, fue asesinado a tiros mientras dormía sobre el asfalto. Su madre lo abandonó cuando él le confesó su orientación sexual. Seis años más tarde fue creado el centro refugio que lleva su nombre, en el barrio Chelsea, que hoy recibe a cerca de 100 personas al día. La idea para Bogotá no es muy lejana de lo que se planteó en Nueva York. Sin embargo, existen objetivos más inmediatos en la ciudad que ha desplazado a la población LGBTI a las zonas de tolerancia. Daniela ha pasado por esas calles: “Por eso tenemos un barrio: el Santa Fe. Hoy, por lo menos, pienso que puedo aspirar a algo más grande que la prostitución”.

* Nombres cambiados por seguridad.

svalenzuela@elespectador.com

@santiagov72

Por Santiago Valenzuela

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