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"Seis días más largos que un siglo"

En la rememoración de los 66 años del asesinato del líder liberal Jorge Eliécer Gaitán, recordamos aquel trágico día con la publicación de tres cartas que envió, el renombrado compañero de bancada, Alfonso Araújo a su familia, narrándole detalladamente su vivencia durante el Bogotazo.

Alfonso Araújo
08 de abril de 2014 - 11:55 p. m.
"Seis días más largos que un siglo"

Mi viejita y mis hijos adorados:

No sé ni cómo principiar esta horrible pesadilla que hace seis días, más largos que un siglo, embarga todos mis sentidos, mi atención y mis fuerzas.
El viernes, a la una y media de la tarde, me encontraba en el Club Médico, almorzando con Carlos Trujillo. Departíamos sobre todas las cosas amables de la vida. De pronto entró un sirviente demudado: “¡Acaban de asesinar, en San Francisco, al Dr. Jorge Eliecer Gaitán!”. ¡Nos quedamos como muertos! ¡Sin sombrero salimos a la Clínica Central! Casi no podíamos caminar. La gente, despavorida, corría de un lado a otro: ‘‘¡Doctor Araújo, venga en este taxi, que yo lo llevo en un minuto!”, me gritó un chofer. Nos subimos. Aquello fue el vértigo. Llegamos casi simultáneamente con Jorge Eliécer, que prácticamente estaba ya en agonía.

Diez minutos más tarde fallecía. Se quiso ocultar un poco la noticia, para dar tiempo a la reflexión. Pero fue inútil. Una masa humana, de millares de personas, con los rostros desfigurados por la tensión nerviosa y por la cólera, esperaba la noticia. La adivinó en nuestras caras, cuando salimos de la sala operatoria. ¡El edificio del Minis¬terio de Gobierno, al puro frente de la clínica, ardía ya como una antorcha!

Camilo de Brigard me llamó en nombre del señor presidente. Quería que nos fuéramos para Palacio, en compañía de Carlos Lleras y de Darío Echandía, que acababan de llegar. Darío habló desde los balcones, pidiendo serenidad y calma mientras íbamos a Palacio. Salimos. La policía, con banderas rojas, se unió al pueblo. Avanzábamos por centímetros. De pronto se nos avisó: el Ejército no permitía la llegada a Palacio, porque el pueblo, una hora antes, había llevado el cadáver del asesino a sus puertas y había arrojado piedras. ¿Qué hacer? Una comisión compuesta por Alfonso Araújo y cuatro más debía adelantarse rápidamente y avisar que no fueran a disparar sobre la multitud. La comisión partió veloz, pero al llegar a la Plaza de Bolívar me distinguió la multitud y se unió a mí. Al llegar a la calle diez, la tropa nos gritó “¡Alto!”. La turba empujó, empujó y la tropa se fue replegando. De repente sonó la corneta y la primera descarga. Yo me tendí en el suelo. Lo mismo hicieron unas cuantas personas más. Los que quedaron en pie cayeron muertos. La noticia se regó como un polvorín: “¡Han matado a Alfonso Araújo!”. Las radiodifusoras la repetían, la gente se exaltaba más y más. Jorge Rodríguez y yo nos levantamos. Habíamos permanecido tendidos cerca de una hora. La calle estaba ya desierta, lo mismo que la plaza. Pero la carrera Séptima era un volcán: el Palacio de la Gobernación, el Palacio de Justicia, la Casa del Libertador, el Palacio de Comunicaciones, el Palacio Arzobispal, el Palacio de la Nunciatura, el Ministerio de Educación, el de Gobierno, el de Trabajo, la Jefatura de Rentas, etc., parecían piras, con las llamas hasta el cielo. Cuando la multitud me vio fue el delirio, me alzaron, me besa¬ban y me llevaron al Nuevo Teatro, donde estaban asilados Plinio, Echandía, Lleras, Julio R. Salazar y mil más. Resolvimos salirnos por la parte de atrás, por el Teatro Atenas, y seguir de nuevo a Palacio. Tres veces nos tendimos, por las descargas, y otras tantas Dios nos miró con ojos de bondad. Al fin nos pusimos en contacto con un oficial del Ejército y acompañados también de varias otras personas, entre ellas de Luis Cano, llegamos a Palacio. Íbamos a pedir la renuncia del señor presidente y la po¬sesión de Echandía, como único medio de emergencia para calmar al pueblo. Comenzaron las conferencias, las consultas, la negativa del señor presi¬dente —quien obró, con serenidad y valor—, pero mientras tanto las tur¬bas comunistas, que nada tenían que ver con la cuestión política, iniciaron el saqueo y el incendio de propiedades privadas.

No quedó almacén en la carrera Séptima ni en las calles y carreras vecinas. Desde Palacio, la ciudad se veía iluminada por una luz infernal, era un horno a pesar de un aguace¬ro torrencial, sin el cual no habrían quedado ni las pavesas. Desde San Victorino, que se borró, hasta la Séptima, desde la calle Novena hasta San Diego. ¡Fuego! Bala, muertos, heridos, gentes revolucionarias que disparaban desde los balcones, ¡ráfagas de metralla! Mujeres y niños heridos, la mitad de la ciudad sin luz, toda sin teléfonos, los tranvías parecían teas, los auto¬móviles estallaban como triquitraques. ¡Qué horror, Dios mío, qué horror! Y así en Barranquilla, en Cali, en Cúcuta, en Girardot, etc. Las fuerzas del mal y del odio parecían un huracán.

¡Qué noche aquella! A las cinco de la mañana se convino en formar un gabinete de coalición, presidido por Darío Echandía. La Junta Revolucionaria, a la cual pertenecíamos Darío, Lleras, Plinio y yo, se convirtió en Dirección Nacional Liberal, que desde entonces viene actuando, de día y de noche.

Pero el pueblo se tomó la radio y comenzó a lanzar arengas tremendas, dirigidas por Zalamea, Diego Montaña, Antonio García y otros. El Ejército, después de un combate, capturó la Radiodifusora, y entonces fueron los conservadores los de la agitación. Aquello era tremendo. A la una de la mañana el Gobierno me nombró jefe de la radiodifusión nacional. Momentos después me dirigí al pueblo, en una alocución que, según me cuenta la gente y por los miles de telegramas que recibí, hizo llorar a la ciudadanía y contribuyó, casi decisivamente, a calmar y serenar los ánimos. De ese momento en adelante he sido yo el que ve, controla y censura todo lo que se dice en el país. Día y noche, en una labor agobiadora, he llenado mi cometido. Ayer salí a la calle y cuando la gente me vio en San Francisco se puso a aplaudir, sin gritar, hasta el extremo que me tuve que meter en el Banco de la República. María Uribe de Michelsen, llorando, me llamó por teléfono, y así, válgame Dios, ¡todo el mundo!

¡Qué de complicaciones! La señora de Gaitán no ha dejado, hasta el momento en que les escribo, enterrar el cadáver, exigiendo que previamente renuncie el presidente. Hasta ahora se logró que los trenes salgan mañana y que el tráfico por la ciudad se restablezca. Como la mitad de los tranvías fueron incendiados, no se prestará servicio sino de la 26 a Chapinero y de San Agustín a San Cristóbal. Las otras líneas quedaron inservibles, los cables rotos, y además no se puede pasar por los escombros.

Los víveres están racionados. A nadie se le venden más de cuatro cosas y en cantidades irrisorias. Aquí en Palacio, de donde te escribo, el dulce es panela; papas con pellejo y carne, el seco. La familia del presidente ha estado a la altura de las circunstancias.

A Óscar, que había estado sin salir, no sé dónde, logré localizarlo al fin y, muy malhumorado al principio, pero luego comprendiendo todo, está viviendo en casa. Todos los demás viven donde Helenita (22 personas). Mi casa se convirtió oficialmente en cuartel de la Dirección Liberal y allí dormíamos, todos vestidos, en las camas, en las sillas, en el suelo. Una noche se quedaron sesenta personas. Emilia de Echandía nos enviaba alimentos, lo mismo de donde misiá Ana Rosa, pues después de las siete de la noche al que salía a la calle se le hacía fuego inmisericordemente. Pero yo tenía que moverme en jips, de una punta a otra, con escoltas adelante y atrás. Una vez, al pasar por San Victorino, nos hicieron tres descargas, que milagrosamente a nadie tocaron. Desde hoy, el “abaleo” se ha disminuido. Sólo a mediodía y a medianoche disparan unos y otros desde los zarzos. La policía se entregó ya, mediante la intervención de Echandía. Éste, con Carlos Lleras, ha tenido un papel brillantísimo.

Esta tarde salen los nombramientos de gobernadores. Los bancos abren mañana de las siete a las once, presentando los cheques en fila y pudiendo entrar, persona por persona, a cobrarlos.

¡Lástima del arrendamiento de la casa y de tanta cosa! Tengo que suspender ésta, que no sé cuándo llegará a sus manos, después de decirles que les puse varios cables, dos directos de Palacio y uno por conducto de la All America. De correo nada. Todo el que había se quemó. Las oficinas de la Avianca son escombros.

Bendito sea Dios. Hoy renuncié al puesto de director de la radio y de director de partido, que durante ocho días venía desempeñando de día y de noche. La situación del país ha vuelto a la normalidad. Las últimas fuerzas rebeldes se entregaron. El tráfico se ha restablecido en los ferrocarriles y en las carreteras. En los tranvías, en cortos sectores.

El racionamiento de víveres sigue muy intenso. El problema de los muertos va teniendo solución, pero todavía hay en el cementerio más de 335 sin sepultura.

Aunque sometido a ciertas privaciones, me siento bien y animoso para reanudar mis tareas ordinarias, cuando esto se pueda. La Dirección Liberal se ocupa ahora del entierro del Dr. Gaitán.

Sisita ha sido una heroína. Todas las familias están bien: Ortiz, Araújos, Nogueras y Pinzón.

Que la lectura de este recorte y los demás que les enviaré por correo les haga recordar mucho a su viejo y amar esta tierra torturada, y enseñar a Roberto que la adore con toda su alma y a que nunca mida el sacrificio cuando se trate de servirla.

Miles de besos y el corazón todo de su…


Por Alfonso Araújo

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