Una vereda al filo de la ciudad

En las faldas de los Cerros Orientales, a unos cuantos metros de la Universidad Distrital, 230 familias campesinas viven como si la ciudad a sus pies no existiera.

Santiago Valenzuela
23 de marzo de 2013 - 09:00 p. m.
En el ocaso de cada día, María alista su burro para bajar al centro de la ciudad, donde recoge las lavazas de los restaurantes y vende frutas cultivadas en la vereda.
En el ocaso de cada día, María alista su burro para bajar al centro de la ciudad, donde recoge las lavazas de los restaurantes y vende frutas cultivadas en la vereda.

En el kilómetro 2 de la vía Bogotá-Choachí la niebla oculta los tugurios. Detrás de la Universidad Distrital se alcanzan a vislumbrar las casas que fueron construidas por las familias de la vereda Fátima en 1915. En la cima de la montaña, en una casa cubierta con plástico, duerme Manuel, un hombre de 83 años que sufre de parálisis cerebral. Durante su vida se dedicó a cultivar tomate de árbol en este terreno; sólo hasta comienzos del año 2000 tuvo los primeros postes de luz.

La vereda Fátima hace parte de la localidad de Santa Fe, pero está separada de Bogotá por un camino empedrado y oscuro. De lunes a viernes, la hija de Manuel sale con un burro a las siete de la noche: “Me duelen los pies, me duelen las manos. Pero si no salgo, ¿con qué comen mis dos sobrinos y mis papás?”. María cuelga tres baldes y un costal sobre el lomo del burro: “No es lejos. Es en la 12 con 4ª, cerca del Palacio. Allá voy, recojo lavaza, y si puedo vendo algunas frutas. A veces me demoro tres o cuatro horas”.

El pánico. No es la primera vez que a María se le acelera el corazón por alejarse de la vereda. Si ella no está, su familia queda indefensa: “Cuando me voy, no sólo dejo el campo. Velo por dos sobrinos adolecentes, por una niña de 14 años y por mi papá y mi mamá, que ya son viejitos y casi no caminan. Me angustia que a mi papá le dé un ataque o que la niña se enferme porque acá no suben los médicos. Hay un servicio de urgencias, pero no tenemos teléfonos para llamar. Una vez que mi papá se enfermó me toco bajarlo de la vereda en una silla de ruedas. Estaba desesperada, no quería que se me cayera o saliera rodando”.

Unos 20 metros hacia el occidente de la casa de Manuel está el hogar de Ana Mercedes Bolívar. El lugar es un laberinto hecho de madera mojada y cemento. Por las esquinas de las habitaciones se asoman perros, gallinas, gatos y pollitos de feria. Sobre los estantes de madera se pueden ver adornos oxidados acompañados de velas: “La luz es algo nuevo acá. Logramos que llegara porque en la vereda viven 230 personas y de ellas la mayoría son adultos mayores, muchos discapacitados. Un señor necesitaba oxígeno y no tenía cómo conectar la bala. Verlo ahogándose... pues nos llenaba de miedo...”, dice Ana Mercedes, madre de tres hijas y un hijo y abuela de 11 nietos.

Un jean raído está metido debajo del colchón de Ana Mercedes: “Ah (risas), es que así planchábamos antes porque no había luz. Yo aprendí a vivir así porque mi suegra murió a los 98 años y nació, vivió y murió acá en Fátima. Llegó la televisión y eso, pero no hay rutas de transporte y por mucho tiempo no hubo policía”. ¿Por qué no se fueron nunca? “Esta es la herencia de la familia. Somos campesinos, conocemos la tierra y estamos acostumbrados a las personas de la vereda. Nunca cerramos una puerta porque todos nos conocemos”.

A 0,5 kilómetros de la casa de Mercedes hay un CAI (Centro de Atención Inmediata) de la Policía. Sobre el índice de criminalidad en el lugar, la Secretaría de Gobierno respondió: “Esta pregunta fue remitida a la Policía Metropolitana mediante radicado 201541042891, sin que a la fecha se haya recibido respuesta”. Y para los habitantes de Fátima tampoco es claro si la vereda hace parte de Bogotá. En la Secretaría de Gobierno dicen que para analizar los problemas del lugar se creó una mesa con municipios del borde suroriental, como Chipaque, Choachí y Ubaque.

En 2010, en plena campaña electoral para el Concejo de Bogotá, María Clara Name visitó la vereda Fátima: “Nosotros la conocimos ahí y cuando volvió en 2012 le dijimos que lo único que le pedíamos de Navidad era que la ciudad nos regresara el teléfono”. Las familias de Fátima perdieron su red telefónica en 2001: “Instalamos 12 líneas telefónicas con Capitel, pero nos duraron seis meses porque se robaron el cable. Quedamos a la espera y no ha pasado nada”. La Empresa de Telecomunicaciones de Bogotá (ETB) le respondió un derecho de petición a la concejal Name diciendo que en este caso el ejercicio de control político del Concejo no era aplicable.

Cuando el agua escasea en la vereda Fátima, las familias buscan tubos del acueducto en la carretera que va hacia Choachí y extraen el líquido desde allí: “Esto no es ilegal. ¿Acaso no dice la Constitución que tenemos derecho al agua? Al ver a nuestros niños sedientos no nos queda más que sacarla de contrabando”, dice un habitante.

En la lucha por los servicios se atraviesa un obstáculo: hace poco se enteraron de que desde 1976 la vereda Fátima hace parte de la reserva forestal protectora Bosque Oriental de Bogotá. El Ministerio de Ambiente, mediante la resolución 463 de 2005, declaró 973 hectáreas (entre ellas las de la vereda Fátima) con carácter urbano y las denominó como franja de adecuación. No obstante, esta resolución fue demandada ante el Tribunal Administrativo de Cundinamarca y luego pasó a manos del Consejo de Estado. Dependerá del alto tribunal el futuro de los 67 barrios que hacen parte de la reserva forestal.

Desde el balcón de la habitación de Ana Mercedes se alcanzan a ver los salones de la Universidad Distrital Francisco José de Caldas: “Ellos tienen teléfono, luz, agua... no entendemos por qué nosotros no”. Tanto en la casa de María como en la de Ana Mercedes cocinan con leña porque no llega el gas natural. Cuando el Distrito les ofreció viviendas de interés social las familias se opusieron por temor a perder lo que durante un siglo han construido en la vereda: “Mis nietos juegan en las montañas. Pueden ir a donde quieran porque acá todos son conocidos. Yo miro la ciudad siempre desde mi vereda. Aprendí a cultivar tomate de árbol y curuba; aprendí a ordeñar una vaca y a cuidarla; aprendí a querer las gallinas, y ya no quiero acostumbrarme a la ciudad”. Este es el ritmo de vida de 2.143 familias que habitan en las zonas rurales de Bogotá, no sólo en Santa Fe, sino en muchas otras localidades de la ciudad.

En ese pico de montaña en donde Manuel se refugia de la neblina, el terreno es cada vez más árido. Al anochecer, María baja al centro de la ciudad, no sin antes darle un beso a su padre en la frente. Él se queda en su cuarto, rodeado de grietas en las paredes, tapadas con afiches que dicen “Te quiero”.

Por Santiago Valenzuela

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