El Magazín Cultural
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“2666”: excesos y sucesos

¿Le sacaría algunas páginas a Los detectives salvajes? –preguntó Mónica Maristain (de Play Boy-México) –.

Jaír Villano
04 de julio de 2016 - 02:47 a. m.
Una de las imágenes más conocidas de Roberto Bolaño, autor de más de una veintena de libros, entre los cuales se destaca la novela “Los detectives salvajes”, ganadora del Premio Herralde.
Una de las imágenes más conocidas de Roberto Bolaño, autor de más de una veintena de libros, entre los cuales se destaca la novela “Los detectives salvajes”, ganadora del Premio Herralde.

–No– respondió Bolaño–. Para sacarle páginas tendría que releerlo y eso mi religión me lo prohíbe.

Al igual que con la obra que cuenta las peripecias de los poetas del realismo visceral, a las andanzas de los profesores, que se desplazan a México en busca de Archimboldi; a la parte de Amalfitano, el profesor chileno que trabaja en la Universidad de Santa Teresa; a la parte de Oscar Fate, el reportero norteamericano que va hasta la ciudad del feminicidio a cubrir un espectáculo de boxeo; y a la parte de Bneno, el escritor que se oculta del mundo. A esa descomunal obra 2666, le sobran páginas.

Pero antes de entrar a arrojar juicios de valor, me permito un atenuante: en el caso de esta novela es entendible la dolencia editorial: 1) porque, además de amigos, sus editores eran incapaces de sugerirle que quitara una hoja; 2) porque la obra fue publicada después de su muerte, es decir, sin su consentimiento editorial (el que corrige debe ser mejor que el escribe, diría Monterroso); 3) porque por encima de la crítica estuvo la deferencia ante quien, según Jorge Volpi, es el gran escritor de Latinoamérica.

Hay un adagio popular que reza: al caído, caerle. Con Bolaño ocurre otra cosa: al trepado, trepársele. Los ditirambos que hay en torno a su obra suelen ser infundados o encerrarse en la lógica del esnobismo literario, lo cual no le hubiera gustado a él, pues como decía Juan Villoro (otro de sus amigos entrañables), “Bolaño descreía de los juicios unánimes. Le gustaba atacar a los consagrados y defenderlos si tú los atacabas”.

Sin pudor alguno, hay quienes se han atrevido a afirmar que Santa Teresa es la sucesión de Macondo. No. No lo es. Y leyendo el libro se puede entender que ni siquiera intenta serlo. 2666 es otra cosa, una obra que peca por monumental, pues uno de lector debe soportar sueños y sueños y más sueños (y eso por no hablar de las consuetudinarias escenas de sexo), que no van al caso. Al chileno le faltó tiempo. Lo dijo Vilas Matas: “Creo que el artista de la multiplicidad que es Bolaño sabe que lo único que puede hacer el individuo para asimilar el caos que lo envuelve y que refleja en su propia naturaleza consiste en abrir bien los ojos y tratar de registrarlo todo para luego intentar ordenarlo”. No es más que eso: un registro de todo, al que le hizo falta un orden con la suficiente resiliencia para concatenar sus extensos fragmentos.

Y, sin embargo, 2666 tiene muy buenos pasajes. Para empezar, lo afortunado que logra crear la atmósfera empalagosa y elitista de los profesores Pelletier, Espinoza, Morini, y Norton; en esa primera parte ironiza la rutina academicista y rutinaria de docentes que los une el gusto por un escritor del cual se tiene poco material. Una cualidad que, por lo demás, es usual entre quienes se dedican al ejercicio, su paradigma es el mismo: entre más desconocido (exquisito) sea el escritor, mayor es la reverencia.

La parte de Amalfitano también tiene elementos destacables, como lo es la transversalidad entre Santa Teresa, la ciudad donde asesinan mujeres sin consecuencia alguna, y del profesor de filosofía que, tras terminar su contrato en la Universidad Autónoma de Barcelona, termina en esa urbe donde quedan anuladas sus proyecciones, lo cual le da una perspectiva de héroe frustrado que es cimentada por la relación que tuvo con su exesposa Lola. Por cierto, las historias que cuenta Lola en sus correspondencias hacen pensar que lo que se viene es un universo más desbordado. Ella se va de su casa por el poeta Mondragón, pero al igual que su excónyuge termina cedida por la frustración.

La historia de Amalfitano –y con él la de Lola– sirve para ilustrar la onda que gravita alrededor de una ciudad cuyo presente es atroz. Vamos sintiendo que Santa Teresa es un averno. Clarividente intención del escritor de Llamadas Telefónicas, pues cuando la reportera Maristain le pregunta cómo es el infierno, él responde: “Como Ciudad Juárez, que es nuestra maldición y nuestro espejo, el espejo desasosegado de nuestras frustraciones y de nuestra infame interpretación de la libertad y de nuestros deseos”. Santa Teresa, huelga decir, es el trasunto de la ciudad mejicana.

La parte de Fate también tiene temas por rescatar, la historia per se es interesante y parece coherente con la segunda parte; Fate es un periodista estadounidense que llega a la ciudad a cubrir un combate y termina, empero, seducido por la historia no descubierta, pero sospechada, del asesinato sistemático de mujeres. El periodista afroamericano conoce a Guadalupe, periodista que se va a entrevistar con el presunto perpetrador de los crímenes. Aquí, a mi juicio, comienza a hacerse obeso el relato, aunque el desenlace de la historia está bien logrado: Fate conoce a Rosa, la hija de Amalfitano; termina huyendo de una pequeña mafia; el profesor sabe que su hija sale con personajes siniestros y por eso le dice que ayude a su hija a salir del país. Pero antes de hacerlo, él, Guadalupe y Rosa logran entrevistarse con el temido preso. El inciso me salió tan largo, como el desenlace de la historia.

Pero tal vez no sea culpa del autor (Bolaño pensó en hacer 5 entregas independientes), sino de la genialidad de los que se encargaron de adjuntar la obra completa. Debe ser así, porque en la página 1121 de la edición de Anagrama (2004), Ignacio Echevarría apunta que la intención de Roberto era mandar los libros por separado, “conviene advertir, sin embargo, que en esta intención se interpusieron consideraciones de orden práctico (en las que, dicho sea de paso, Bolaño no era muy ducho)”. Ay, editores…

La parte de los crímenes es esforzadamente larga; aquí se da cuenta de lo que ya se venía diciendo en las dos partes anteriores, a saber, el feminicidio metódico. Con un ingrediente adicional, que el perpetrador de los crímenes deja algunas huellas. Adicionalmente, aparecen personajes de contextos prescindibles, como lo es el caso del policía Juan de Dios Martínez, quien termina con un devaneo con Elvira Campos, la directora del manicomio de Santa Teresa.

Dicho sea de paso, el día en que escribo, 28 de junio, Amnistía Internacional (AI) difunde un informe en el que da cuenta de los abusos a 100 mujeres recluidas en prisiones federales. Como en Santa Teresa, las mujeres de México son víctimas de la impunidad y la displicencia de las autoridades competentes.

Según AI, a pesar del voluminoso número de violencia sexual infligida a mujeres por miembros de las Fuerzas Armadas, “los organismos encargados de hacer cumplir la ley, ministerios públicos y tribunales de México, siguen sin investigar, enjuiciar y castigar la violación y otros actos graves de violencia sexual usados como forma de tortura por funcionarios”.

Esa triste realidad constata que en 2666, Bolaño quería hacer un retrato de una problemática que se viene sucediendo en ese país.

Sigamos. Por último, llega la parte de Benno von Archimboldi, el misterioso y enigmático escritor alemán. La historia que rodea su infancia es conmovedora y bien contada, pero la verdad es que, como lector corriente que soy, esperaba en esta cima (pág.793) una concatenación de los demás relatos. No fue así. Y de no haber sido tan entretenida la historia de Benno y en él la de sus padres Hans Reiter y Lotte Reiter, hubiera podido resultar farragosa.

Bolaño demuestra con esta parte que su capacidad para ubicar los personajes en continentes disímiles es deslumbrante, pero no logra lo más difícil: hacer de esas historias un imponente todo; no, lo suyo son partículas atomizadas.

No obstante, de alguna forma, lo intenta. En el último tramo del texto, donde el paroxismo debía emerger, Lotte, su hermana menor (madre del presunto asesino de las mujeres en Santa Teresa), lee uno de sus libros –ella no sabía noticia de él desde hacía mucho tiempo, Archimboldi tuvo que ir a la guerra–, la intimidad de lo narrado la lleva a pensar que la única persona que pudo haber contado eso es su hermano. Después de hacer varios contactos logra comunicarse con él. Se reúnen en Alemania, se cuentan cosas y, al final, el escritor, buscado por los críticos de la primera parte (¿alguien se acuerda de estos?), decide ir a México.

Es una resolución fácil de lo que parecía un entramado soberbio. Es como si la urdimbre se pudiera desenredar de un hilo advertido por todos. Es como si fuera más sencillo salir que entrar del laberinto.

Pero la culpa no es del autor de Estrella distante, aunque Echevarría dice que esta parecía ser la última versión del texto, reconoce que el chileno “solía hacer varios borradores de sus textos, que por lo común redactaba de un tirón pero que pulía luego con cuidado”. Lo dicho más arriba: carencia de tiempo.

En últimas, la novela son sucesos y excesos, no imperdonables, pero sí cuestionables para un escritor que cualquier aspirante de las letras latinoamericanas debe, por antonomasia, leer.

Por Jaír Villano

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