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Acerca de un secreto revelado

Un documental dirigido por Priscila Padilla que arroja luz sobre el ritual que siguen las mujeres wayuus como paso de la infancia a la adultez.

Hugo Chaparro Valderrama - Especial para El Espectador
31 de agosto de 2013 - 10:00 p. m.
El documental no juzga: observa. No expresa un criterio a favor o en contra: relata sin intervenir más allá de la filmación.
El documental no juzga: observa. No expresa un criterio a favor o en contra: relata sin intervenir más allá de la filmación.

La realizadora colombiana Priscila Padilla encontró en La Guajira un territorio propicio para sus documentales. Con historias desconcertantes que enseñan una perspectiva distinta al lugar común del realismo mágico en clave Caribe. Absurdos o delirantes, los hechos narrados en su testimonio acerca de la burla y la humillación según Nacimos el 31 de diciembre (2011) pertenecen al realismo grotesco que recuerda la insolencia del racismo y la aparente sordera de los funcionarios que en la Registraduría atendían a los wayuus para tramitar sus cédulas, “bautizándolos” en sus documentos —según lo que podían escuchar cuando los indígenas decían sus nombres— de forma tan denigrante como Popó, Marihuana, Bolsillo, Paraguas, Gorila, Enferma, Queso, Mudo, Payaso, Borracho, aparte de burlar su tiempo cronológico con el burrocrático cuando el funcionario de turno decidía que todos habían nacido el 31 de diciembre.

Dos años después, Padilla regresa a la pantalla desde La Guajira para presentar su filmación de un ritual: La eterna noche de las doce lunas (2013). El paso de la infancia a la edad adulta que sufre una niña wayuu cuando tiene que permanecer un año encerrada dentro de una casa para “hacerse mujer”.

El color de La Guajira cambió de una película a otra presentando otra perspectiva moral y testimonial. Nacimos comenzaba con el paisaje Caribe vislumbrado a través de la ventanilla de un avión. Su tono era seco y directo. Matizado por un texto que lee junto al mar la escritora wayuu Estercilia Simanca Pushaina, narrando la increíble y triste historia de los nombres impuestos a los indígenas. La eterna noche aprovechó ese paisaje para enseñarlo con el brillo de la tecnología y la cultura. Buscando la atmósfera de la ensoñación y el misterio a través del sonido —Vladimir Díaz— y de la fotografía —Daniela Cajias—, para describir, con el ambiente sonoro y la traducción visual de los sueños y temores que persiguen a la niña, el entorno en el que sucede un relato brillante por los colores que descubren sus telares, sus mantas, sus chinchorros, sus mochilas, el mar al frente de un lugar sagrado, incluso el viento invisible que aquí parece visible rasgándose en los trupillos, mostrando en la pantalla una geografía en movimiento.

Con un riesgo implícito: ¿cómo filmar a la niña cuando sólo las mujeres más cercanas a ella tienen permiso de verla? ¿Cuándo la cámara es un ojo impertinente e intruso? ¿Qué umbral se cruza en la historia para enseñar un ritual que impide la mirada ajena?

Al reto formal se suma una postura ética. Antes de que encierren a la niña, una mujer de su comunidad asegura que es la encargada de filmarla durante la primera etapa del ritual. Encaja entonces la cámara en un resquicio del muro para que descubramos a Pili —Filia Rosa Uriana— en su soledad. El gesto le otorga autoridad a la cámara y al espectador con licencia para atenuar su pudor y conocer el misterio. A las primeras imágenes, brumosas como la noche que vivirá la muchacha, las sucede un cambio en el registro visual: su nitidez, los encuadres y el regreso a la fotografía brillante, revelan que Padilla asumió el papel de otra mujer cercana al secreto.

El documental no juzga: observa. No expresa un criterio a favor o en contra: relata sin intervenir más allá de la filmación —de hecho, una intervención total en lo que pudo ser imposible de registrar—. La niña tendrá el privilegio de rescatar con imágenes fragmentos de su memoria. La visión de lo que fue antes de cruzar el umbral hacia el tedio de la edad adulta, cuando ya no podrá sonreír, asumirá su papel de mujer madura y esquivará con su abuela a los hombres que quieran comprarla. Un relato con rasgos de machismo ancestral, sometimientos y pruebas difíciles de cumplir. Narrado con una distancia paradójica: respetando el ritual y estrechando la distancia entre el allá y el acá cuando la pantalla acerca el ojo del público a un mundo que defiende su secreto.

Padilla no es un juez tanto como un testigo. Podría filmar con este mismo criterio a las mujeres que aguantan el rigor de las burkas en Afganistán, la ablación del clítoris en Mauritania, la insolencia religiosa que obliga a las mujeres a cubrir sus hombros y piernas en la Capilla Sixtina, olvidando que el ser humano —¿o solamente el hombre?— fue hecho, supuestamente, a imagen y semejanza de Dios. Su trabajo es filmar, enseñar y permitir que el espectador concluya según su buen, mal o peor criterio. Darle otra posibilidad para comprenderse a través de otros.

Por Hugo Chaparro Valderrama - Especial para El Espectador

 

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