El Magazín Cultural
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Aires vagos sobre papel

En un espacio independiente, Alfredo Aya y Patricia Correa exponen una serie de obras que recuerdan el páramo y las luces del día a través de formas coloridas.

Juan David Torres Duarte
14 de noviembre de 2014 - 02:58 a. m.
Una de las obras de ‘Páramo-memo’, de Patricia Correa.  / Reproducciones: Cortesía - Patricia Correa
Una de las obras de ‘Páramo-memo’, de Patricia Correa. / Reproducciones: Cortesía - Patricia Correa

El espacio en que exponen Alfredo Aya (1954) y Patricia Correa (1960) se compone de cuatro habitaciones de paredes y pisos grisáceos y lustrados, coronados en el techo por luces dirigidas hacia las obras. Una ventana lateral, de pared a pared, deja entrar más luz en la tarde. Sin ese efecto de luz natural sería casi imposible rescatar la luz artificial (no menos real que la natural) de cada uno de estos cuadros creados con materiales de diversa suerte: óleo, lienzo, fotografía, acrílicos. Sería casi imposible, también, recoger el aire vago que lanza cada uno de estos cuadros, que en muy buena parte se alejan de las formas más figurativas (se encontrará quizá, cada tanto, el brazo de una palenquera, la forma visible de un pescado) y se arrullan en la carne vaporosa de la abstracción.

En la primera sala, la serie Árbol de la vida, de Alfredo Aya, reúne cinco cuadros en óleo sobre lienzo y una obra adicional, en el mismo material, titulada La catedral sumergida. Son lienzos que producen un género de tranquilidad; no hay figuras (salvo algunas difuminadas o escondidas en otros planos), pero sí ciertos aires, ambientes. Es la descripción pictórica de un estado interior. Todos los lienzos parecen etapas de un mismo cuerpo, de ese árbol, que reproducen estados de ánimo a través del color. Ese es su modo de abstraer las sensaciones: a través del color. Son óleos rosados, azules, amarillos. Los óleos de Aya (en dimensiones variadas, de 80 centímetros por 100 y también de 74 por 90) al parecer son paisajes exteriores, recogidos en formas geométricas, pero su esencia es interior: es más la creación de una escena que ocurre dentro de un hombre (el pintor, tal vez) que la representación de un espacio foráneo. Son sueños: festivos y trágicos.

Óleos y acrílicos sobre lienzo componen las obras de la siguiente sala, todas de Patricia Correa. Sueños, una de sus series, es una búsqueda de volumen y fondos a través de motivos oníricos: paisajes de líquenes, de musgos bajo el sol. Los retratos de estos cuerpos están difuminados y representan, tanto como las pinturas de Aya, un ánimo preciso. O, por lo menos, tienen la intención de producirlo a través del color, de la superposición de elementos. Sueños: líquenes es tal vez la obra en que este concepto tiene más firmeza. La sala se interrumpe de pronto con Nacimiento de agua, un ensamble de rectángulos con diversos tonos de azul. Esa exploración de los tonos permite que la obra tenga movimiento, que cambia, y que tenga sobre todo un efecto sosegado, como de paso del tiempo. El agua ha sido un motivo necesario en la pintura: Monet excavó en él con sus lirios de agua, por ejemplo. Tiene varios significados: es el paso del tiempo, la mutación, el incansable trabajo de las horas.

Páramo-memo, la serie que ocupa el siguiente estadio de la muestra, utiliza una técnica curiosa: raspar el papel húmedo para permitir que la fotografía intervenida tenga casi la misma textura que el cuerpo que retrata. Son frailejones, argentarias, colorados y pajonales fotografiados que, durante el proceso de intervención, van difuminándose hasta parecer acuarelas, con sus bordes difusos y rotos por el agua y su superficie convertida en una pelusa que bien puede ser la piel de las orejas de un burro (como el que transporta por el páramo a uno de los personajes de El Cristo de espaldas de Eduardo Caballero Calderón) o una hoja tierna de frailejón. La técnica encierra al objeto y también promete ser él.

La última sala es un homenaje a la luz y al tiempo. Los Vitrales de la hora del día, una serie en óleo sobre lienzo que Aya ejecutó este año, son seis cuadros que recorren distintos escenarios de la jornada: El alba, Mediodía, Ocaso, La tarde, Meditación y Atracción de la Luna. Aquí las figuras desaparecen y son, con más certeza aún que en la primera serie, firmes sentencias del espíritu por encima de la forma. La luz que supera los contornos, que va más allá de las regulaciones físicas: que son espíritu, que son estadios de la vida dispersos, generales, sin la comprensión puntual de una fecha y un espacio.

Esta serie representa el paso del día, pero sobre todo apunta al paso de la existencia. Es una fiesta de color, que debe rodear al visitante cuando entre a la sala de modo que se convierta en una luz que trasciende su propio espacio. Expresa el justo momento en que las horas se vuelven luz. Cuando se difumina la materia y es un solo cuerpo iluminado, que desaparece en el fondo, cuya forma pertenece al movimiento. De nuevo, son atmósferas, son aires. Un olor inapreciable en su forma, pero que tiene una presencia. Las dimensiones de los cuadros (de 170 centímetros por 190 la mayoría de ellos) ocupan la vista entera.

“Hay que bailar, incluso cuando hay drama —dice Aya: alto, cabello gris, sonriente, rodeado por las pinturas—. Llega un punto de la vida en que uno para y dice: ¿para dónde voy? Yo ya cumplí sesenta años, y es más lo que tengo atrás que lo que me queda por delante. Y quise dejar lo mío, mi huella. No le debo nada a nadie. Ni a mí mismo, que es lo más difícil. La vida es hermosa”.

 

 

 

jtorres@elespectador.com

La exposición estará abierta hasta mañana, en la diagonal 75 B Nº 20-76, tercer piso.

Por Juan David Torres Duarte

 

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