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Alan Turing, más allá de un simple Oscar

La película que ganó una estuatilla por mejor guión original representa la vida de un genio que más allá de haber descifrado un código nazi sentó las bases de la informática y la inteligencia artificial. Su rebeldía ante los esquemas sociales le permitió ver el mundo desde otra perspectiva.

Sergio Silva Numa
27 de febrero de 2015 - 03:34 p. m.
Alan Turing, más allá de un simple Oscar
Foto: Stas

Entre las muchas declaraciones que se escucharon en la última entrega de los premios Oscar, hubo una que ha merecido especial atención. Graham Moore, que se hizo con una estatuilla al mejor guion original, lanzó un par de frases que no pocos aplaudieron. “Cuando tenía 16 años –dijo- intenté suicidarme porque me sentía un bicho raro. Pero ahora estoy aquí. Esto es para todos los jóvenes que se sienten diferentes y no encajan. Encajarás. Te prometo que lo harás. Sé raro. Sé diferente. Y cuando estés en un escenario como este vuelve a repetir este mensaje”.

Moore había subido a esa tarima por su trabajo en The imitation game (o Código Enigma, como fue traducida). Con su guion había revivido la historia de un genio del que poco se sabía aunque su papel en la Segunda Guerra hubiese resultado determinante y sus ideas, criticadas y juzgadas, hubieran sido en verdad el soporte del desarrollo informático actual. Para escribirlo se había basado en The Enigma, la biografía de Alan Turing que Andrew Hodges publicó a principios de los 80.

Pero las palabras de Moore en los Oscar no solo eran una reflexión de su propia experiencia. Eran también un brevísimo resumen de lo que había sido la vida de Turing, una especie de tragedia atravesada por el ingenio, el éxito y la desventura que implicaba ser homosexual durante la primera mitad del siglo XX. Esa mezcla llena de paradojas y contradicciones, que desembocaron en el suicidio de Turing en junio del 54 después de haber sido arrestado y tratado con hormonas para curar su enfermedad —como lo llamaría la U. de la Sabana—, era lo que quería reflejar Moore junto al noruego Morten Tyldum cuando se lanzaron a hacer ese proyecto que resultó con ocho nominaciones el domingo pasado. Entre ellas a mejor película y mejor director.

“Es que esta historia la conoce la cultura británica, pero muy pocos la saben en el mundo. Y lo que quiero con esta película es que la gente la conozca mucho más”, le había dicho a El Espectador hace un par de meses el actor Benedict Cumberbatch, que hace las veces de Turing en The imitation game.

Y aunque es cierto que la película es buen bosquejo de quién fue este genio, deja en el aire muchas preguntas sobre la formación y la influencia de Turing más allá de las etapas en la que creció como un niño prodigio acosado por sus compañeros y en la que construyó una máquina asombrosa que descifró los códigos nazis durante la Guerra.

Claro, tiene un gran mérito: parafraseando lo que le dijo a este diario el astrofísico Juan Diego Soler cuando se refirió a Interestellar de Christopher Nolan, este largometraje es también una ganancia en términos de divulgación científica. El solo hecho de avivar la curiosidad es un punto a favor. Pero más que eso su gran valor es la reivindicación del mismo Turing como la mente brillante que fue. Como el padre de las máquinas, de la inteligencia artificial.

De la química experimental a la inteligencia artificial

Unos quince años después de que Andrew Hodges publicara The Enigma, escribió un pequeño libro llamado Turing, un filósofo natural. En él quería darle una mirada distinta al trabajo de aquel matemático que se había graduado con honores en Cambridge. Un mirada que analizara de manera un poco más profunda cómo pensaba ese genio rebelde y desencajado de todos los parámetros sociales. Su vida, dijo en una entrevista el mismo Hodges, fue una especie de paradoja que siempre lo llevó a romper los códigos.

Por ejemplo, durante su infancia, si bien Turing fue un bicho raro para sus compañeros, como lo evidencia la película, también se mostró así con los métodos académicos. “Su química experimental, su mala caligrafía y sus métodos pocos convencionales en matemáticas produjeron disgustos. Era el peor de su clase en inglés”, cuenta Hodges.

Tan atípico era como alumno que el rector le sugirió renunciar al colegio si no dejaba esa extraña obstinación con la ciencia. “Si ha de ser solo un especialista científico, está perdiendo su tiempo en un colegio privado”, le escribió. Es más: su rebeldía frente a la academia casi le impide presentar los exámenes de Estado.

Pero solo una desobediencia a esos métodos habituales y a conceptos tan limitados frente a temas como la sexualidad y la religión, lo llevarían a posicionarse entre los más brillantes de la época. De hecho, mucho antes de que el Gobierno lo reclutara para que les ayudara a descifrar el enigma alemán, Turing ya había dado muestras de su ingenio. Con apenas 23 años, había publicado un artículo científico que respondía una pregunta que los matemáticos habían intentado resolver desde 1900.

Bajo el título de "On computable numbers, with an application to the Entscheidungsproblem", había hablado por primera vez de la computación de los números y de la ‘máquina de Turing’. Su texto comenzaba con la pregunta “¿cómo podemos especificar lo infinito en términos finitos?”. Y más adelante afirma: “podemos construir una máquina que haga el trabajo de ese computador”.

A partir de ahí, cuenta Hodges, Turing se obsesionó con modelar la acción de la mente humana. Tanto que en 1936, en Cambridge, emprendería la construcción de un par de máquinas, antes de que en el 38 el Gobierno británico lo reclutara en medio de la guerra. Ahí, como también se ve en la película, tuvo un papel determinante al encontrar el código en que se comunicaban los barcos alemanes. Además, fue pionero en el diseño de la máquina ‘Bombe’, central para descifrar luego todos los códigos nazis y como si fuera poco, gracias a todo esto, creó una teoría de la información y de la estadística que hizo del criptoanálisis una disciplina científica.

Y la guerra, que para él implicó un impulso único a la ingeniería y a la lógica matemática que él combinó como nadie lo había hecho, no le dejó, al parecer un rezago de tristeza. Por el contrario, todo ese proyecto, lo condujo a explorar una máquina universal, a encontrar la manera de construir un cerebro.

En palabras de Hodges, “Turing estaba muy por delante de la sabiduría contemporánea. Tenía preocupaciones típicas de un matemático, pero era más un filósofo natural”. En uno de sus últimos artículos académicos, de hecho, sienta las bases de lo que hoy conocemos como inteligencia artificial. “Es probable que se pudiera hacer una máquina que juegue al ajedrez muy bien”.

Y continuaba en otro párrafo de ‘Máquinas de computación e inteligencia’, donde explica el famoso ‘juego de imitación’ o test de Turing: “El punto de vista de que las máquinas no pueden dar lugar a sorpresas se debe a una falacia a la que filósofos y matemáticos son particularmente propensos (…) Creo que para el final del siglo el uso de las palabras y la opinión del público habrá cambiado tanto que uno podrá hablar de máquinas que piensan”.

Pero hablar abiertamente de esos temas, también fue para él una situación embarazosa. Como también lo fue mostrarse como un ateo orgulloso y un homosexual abierto. Por eso lo condenó luego el Gobierno británico al que tanto le había servido. Lo trató con hormonas para supuestamente curar su enfermedad. Pero ese hecho desembocó en su muerte. Un suicidio que tuvo lugar el 7 de junio, lunes de Pentecostés, y que fue visto luego como un simbolismo del que mucho se ha especulado. Murió en su cama luego de comer una manzana envenenada con cianuro.

Por Sergio Silva Numa

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