El Magazín Cultural

Alejandro Zambra o el oficio de quitar

El escritor chileno, autor de “Bonsái”, “Formas de volver a casa” y “Facsímil”, entre otros libros, habla de sus orígenes literarios, de sus nuevos proyectos, de su amor-odio por el fútbol, y dice que no entiende las divisiones entre novela, cuento, poesía y ensayo.

FERNANDO ARAÚJO VÉLEZ
13 de septiembre de 2017 - 02:48 a. m.
Zambra fue seleccionado en 2007 por el Hay Festival y Bogotá Capital Mundial del Libro como uno de los 39 escritores latinoamericanos menores de 39 años más importantes.  / EFE
Zambra fue seleccionado en 2007 por el Hay Festival y Bogotá Capital Mundial del Libro como uno de los 39 escritores latinoamericanos menores de 39 años más importantes. / EFE

Sandalias en la tarde. La barba sin afeitar. Una camiseta desteñida. La mirada medio ausente, medio recordando. La voz profunda. Las palabras lentas, como si cada sílaba fuera elegida entre miles de sílabas. Las manos fuertes. El pelo en desorden. Alguien le pregunta si él es Alejandro Zambra, y él responde que sí, que mucho gusto. Tiene acento de Chile, aunque advierte que se le he perdido un poco, pues hace siete meses vive en México. Luego habla de las veces que ha estado en Colombia, y recuerda que hace años, muchos años, anduvo por Cartagena y tomó un vuelo a Bogotá, y que allí se instaló en una piecita de un hotel de paso en La Candelaria. Acababa de dejar de fumar. Ni él se aguantaba a sí mismo, dice y sonríe.

Camina, y mientras camina, sus sandalias parecen ir marcando un camino hacia ninguna parte. Habla. Dice que él no tenía ni idea de que iba a ser escritor, que casi ningún escritor piensa en ser escritor cuando es niño, pero que había una profesora, una intensa profesora que lo molestaba todos los días porque él hablaba despacio. Le decía que le apurara, que acelerara, que no tenían todo el día, “Dale, Alejandro, termina tu idea”. “Vamos, Alejandro, di rápido”. Algo así. Él, entonces, un día, comenzó a escribir sus ideas, y comprendió que al escribirlas comprendía mejor lo que había querido decir. Que se comprendía él, además, así luego tuviera que descomprenderse.

Pasado un tiempo, mucho tiempo, escribirá en Formas de volver a casa: “Volví a la novela. Ensayo cambios. De primera a tercera persona, de tercera a primera, incluso a segunda. Alejo y acerco al narrador. Y no avanzo. No voy a avanzar. Cambio de escenarios. Borro. Borro muchísimo. Veinte, treinta páginas. Me olvido de este libro. me emborracho de a poco, me quedo dormido. Y luego, al despertar, escribo versos y descubro que eso era todo: recordar las imágenes en plenitud, sin composiciones de lugar, sin mayores escenarios. Conseguir una música genuina. Nada de novelas, nada de excusas”. Ahora dice que está escribiendo tres libros.

Que verá si el tiempo, si las historias, si la magia, si la realidad, si lo que sea, lo llevan por uno más que por el otro. Confiesa que uno es un largo ensayo, o una novela, o las dos cosas, o ninguna, pues no sabe qué es cada cosa y no cree en las divisiones, y aclara que es sobre los libros de las bibliotecas personales, sobre los libros que se van acumulando. Se queda un tiempo en silencio. Luego se larga en un corto monólogo y cuenta que todos los días escribe algo, como un diario que no es diario, o que sólo lo es porque lo escribe a diario, y que es absolutamente él cuando escribe ahí. Él sin pensar en editores. Él sin pensar en lectores. Él sin pensar siquiera en sí mismo. Dice que empezó a hacerlo hace años, de adolescente, y que algún día los quemará.

De los diarios pasa a sus textos rechazados, y suelta como primicia que algunos de ellos harán parte de una reedición de un viejo libro que se llamaba No leer. Sus textos rechazados estarán publicados, comenta, y se unirán a varios de aquellos otros que escribía en periódicos y revistas. Sonríe. Mira a lo lejos. Se pasa una mano por el pelo y recuerda que cuando comenzaba a escribir, hacía reseñas en un periódico que siempre estaba a punto de cerrar. Un día, el director les anunció que la crisis era muy profunda. Él, Zambra, se reunió con algunos amigos y se dedicaron a darle f5 a sus artículos para que alguien comprobara que los textos de cultura sí se leían.

Es de noche casi. Baja de su habitación a una charla, vestido de negro, con tenis negros. Dice que hará una lectura. Estarán él y sus personajes, todos reunidos y en voz alta. Todos serán él, y él será todos, de una u otra manera, y todos mirarán hacia atrás, cuando él quería ser rockero o futbolista, o más atrás, cuando su abuela le contaba cuentos. De repente, recuerda que hubo un tiempo, por allá a los 20 años, cuando decidió detestar el fútbol, luego de haber sido muy hincha de Colo Colo. No quería verle sentido, aclara. No quería ver su influencia. Alguien le dice que un viejo técnico del Milán que se llamaba Arrigo Sacchi decía que el fútbol es la cosa más importante de las cosas menos importantes. Él sonríe. Qué buena frase, murmura. Sonríe de nuevo, comenta como por pasar que él escribe y luego quita, borra, edita, tacha, y mira hacia ninguna parte.

Por FERNANDO ARAÚJO VÉLEZ

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