El Magazín Cultural
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Álvaro Barrios: una nostalgia ruidosa

Cincuenta y cinco años de arte plástico: cómic, collage, pintura y dibujo. Barrios, que adora a Marcel Duchamp y buscó muertos en la ouija, ha creado una obra atravesada por el recuerdo de una niñez feliz y una juventud feroz.

Camila Builes
22 de enero de 2016 - 01:24 a. m.
Álvaro Barrios frente a la obra "La rueda", de Marcel Duchamp (1983).
Álvaro Barrios frente a la obra "La rueda", de Marcel Duchamp (1983).

Recuerda que hacía más calor, más frío, más viento, menos brisa. No recuerda el clima. Recuerda que había menos árboles, más palmeras, menos piedras, más prado, menos polvo, más arena. Recuerda. Recuerda que tenía cuatro años cuando hizo su primer dibujo: el logotipo de “La Prensa”, el primer o segundo periódico que existió en Barranquilla. Recuerda que vivía al lado de una mansión. Recuerda la piscina de esa mansión: el agua cubriéndole el pecho, la cara, los ojos. Recuerda la mano de su niñera. Los pasos de su niñera. El camino hacia el kínder. Recuerda cuál es su primer recuerdo: “Recogiendo flores amarillas extendidas por el pasto en un parque a media cuadra del consultorio odontológico de mi papá”. La familia de su papá: todos médicos. Javier, su hermano, médico; Violeta, su hermana, psicóloga. Todos médicos; él, artista. “¿Qué es ser artista?”, le preguntaban. Soy yo, respondía.
 
Álvaro Barrios cruza el salón principal del Teatro Amira de la Rosa, de Barranquilla, con las llaves del carro en la mano.
 
—Perdóname. Había muchos trancones.
Se queda parado ante la pared frontal del edificio.
 
—Maestro Barrios, ¿cómo le parece que va quedando? Les dije a los chicos que le hicieran despacio pero perfectico, perfectico. Faltan las luces. —dice Carlos Restrepo, uno de los montajistas de la obra de Barrios en el Amira de la Rosa.
 
 El cómic que están montando a modo de cortina mide sesenta metros por tres y hará parte de la exposición del artista en el X Carnaval de las Artes en Barranquilla. 
—¿Quiere que se vea el brillo del plástico? 
Barrios asiente con la cabeza.
—Hay que correr un poco ese lado —señala el lado derecho de la pared—, o si no queda chueco. ¿Cierto?
—Claro, maestro. Usted confíe nomás.
 
***
 
Álvaro Barrios nació en Cartagena pero no es cartagenero. Es de esos a los que el lugar de nacimiento tomó por sorpresa, pero no el de crianza: Barranquilla. Nació el 27 de octubre del 45. Hijo de Nelly Vásquez de Barrios —ama de casa— y Juan Bautista Barrios Herrera —odontólogo—. Hermano mayor de Violeta, Javier y Jairo Enrique.
 
—No me gusta que digan que soy de Cartagena. Yo nací en Cartagena, pero a los siete meses me trajeron a Barranquilla. Mi registro civil dice que nací en Barranquilla, o sea, se equivocó el notario, aunque ni tanto. Siempre hay una frase equívoca: “el pintor cartagenero”, y eso no es cierto: uno es de donde se crió, se educó, de donde siente que hay pasos que, aunque nuevos, ya fueron andados. En Italia aprendí algo cuando vi la ficha técnica de Giorgio de Chirico. Decía: “Pintor italiano nacido en Grecia”. En la mía: “Pintor barranquillero nacido en Cartagena”.
Los primeros años fueron pura brisa.
 
—Mis papás se pasaron a vivir al Prado, lejos, en esa época, del centro. Nuestra casa quedaba a media cuadra del Parque Santander. Íbamos semanalmente a escuchar la retreta de la Orquesta Filarmónica de Barranquilla, todos los jueves a las seis. Las personas se sentaban en la grama y la estatua de Santander quedaba en la mitad de la orquesta, que ya no existe. Me tocó otra Barranquilla. Otra mejor.
 
***
 
—Siéntate. No, está rico el clima. Mejor caminamos.
Los árboles afuera del teatro se bandean con una brisa cálida, casi imperceptible. Hay en un muro frente al sitio un grafiti sobre el 9 de abril de 1948, un dibujo de la Mona Lisa, la palabra Colombia con las letras de Caro. Una heladería. El sol no quema, abrasa. Son las doce del día y el polvo de las calles se pega a la ropa como abejas a la miel. Barrios tiene una guayabera azul oscura con flores grises, una pantaloneta de dril verde militar, medias negras hasta la rodilla y tenis. Sus fotos mienten: en ellas se ve alto, fornido, transgresor. No mide más de uno sesenta, cuerpo liviano y cabeza brillante.
 
—Mi mamá iba a misa al colegio Biffi —hoy patrimonio arquitectónico nacional—. Allá tienen una capilla hermosa donde hacían la misa para estudiantes y un pequeño grupo de visitantes. Ella estaba maravillada por la belleza y, sobre todo, por la disciplina del colegio. El uniforme con el que iban los estudiantes a misa era vestido de paño entero azul turquí, saco cruzado, camisa manga larga blanca, corbata negra y zapatos de charol. Imagínate, en Barranquilla. Ella decía: “Qué maravilla, tan elegante, no, no, no, no. Qué espectacular, todos con sus corbatines. Acá tiene que estudiar mi hijo. Tiene que estudiar”.
 
Y así fue: su hijo mayor se graduó de ese colegio, en el centro de la ciudad. Pasó por el kínder del historiador Gabriel Francisco Porras, hermano de la pintora cartagenera Cecilia Porras. Su esposa, Silvia Ruiz, fue su primera profesora de arte. Allí conoció a Manolo Vellojín, quien más tarde sería un destacado artista del abstraccionismo geométrico. De Vellojín recuerda cómo inventaba los relatos de las películas. Recuerda que fue su primer amigo artista.
 
—Era un pintor abstracto-geométrico muy bueno. Vivió mucho tiempo en Bogotá y se le han hecho más homenajes después de muerto, luego de revisar carreras artísticas que no eran tan mencionadas y que eran muy buenas.
 
“Yo me iba caminando todos los días al colegio con la empleada de mi casa. El carro del kínder tenía la forma de un avión: las alas eran cortiticas para que pudiera transitar por la calle, el frente era como el de un avión de verdad: con una hélice que cuando hacía mucha brisa se movía: sshhhhh, shh. Así.
 
“Manolo, a veces, se iba caminando conmigo hasta mi casa. Nosotros teníamos la costumbre de contarnos películas, como si fuéramos cuenteros. Yo le contaba las películas que él no había visto y él las que yo no. El cine Metro tenía una sección infantil los domingos que costaba 50 centavos. ¡No 50 pesos: 50 centavos! En ese cine sólo daban las películas de Metro-Goldwyn-Mayer, entonces cuando llegaba recuerdo el rugido del león. Y cuando se acababa la película daban cortos de Tom y Jerry, y los niños comenzaban a gritar: ‘¡Corto, corto, corto!’, para que pusieran los cortos, como si no los fueran a poner. Siempre recuerdo ese comienzo con el león rugiendo y el final con los gritos: ‘Corto, corto’. Cada uno la contaba de acuerdo con su fantasía: Manolo inventaba. Yo me aprendía los diálogos. Todo ese tiempo fue un edén, mi época ideal. Fue mi tiempo más feliz.
 
Empezó a leer las historietas gráficas dominicales del periódico “La Prensa”. Su madre opinaba que un buen lector de tiras cómicas sería luego un buen lector de libros y las coleccionó para él, empastadas. En adelante, los libros serían sus principales regalos de Navidad.
 
***
 
Barrios no necesitó de nadie para consagrarse, para ocupar el lugar que hoy tiene en la plástica colombiana. Todo se lo confió a su talento y al trabajo. Por su cuenta empezó a hacer circular sus imágenes de cómic y monstruos en revistas extranjeras de literatura, donde no vacilaron en acogerlo como un descubrimiento. Las páginas de “El Corno Emplumado”, una revista de poesía de vanguardia de EE. UU. en los 70, fueron ilustradas por Barrios, y allí alternó sus dibujos con la pluma de José Luis Cuevas, Pedro Alcántara y otros escritores de su generación.
 
En sus cuadros ofrece una imagen maravillosa de nuestro tiempo, de todo el tiempo, con sus absurdos, su demencia, su frivolidad, sus pesadillas, su cursilería sublime, su humor negro.
“Álvaro Barrios comienza a dibujar en su adolescencia y se interesa inicialmente por imágenes que no han sido producidas por las bellas artes, sino que tienen que ver con una cultura visual más amplia (…) Tiene una perspectiva de la modernidad que revela más fácilmente su carácter ficticio. Ni el ‘gran’ arte del pasado, ni el del presente, que conforman el relato hegemónico de la historia del arte, se pueden experimentar directamente en Barranquilla, porque no hay obras maestras del Arte con mayúscula, en colecciones o instituciones; por eso estas grandes obras parecen partes intercambiables de una amplia cultura visual”, escribió Jaime Cerón en 2011.
 
El martirio de San Sebastián (1980). Grafito, lápiz de color y tinta china sobre papel. /Cortesía. 
 
***
—¿Mi primera exposición? Qué susto, qué nervios.
Se ríe mientras cruzamos la calle. Detrás de las gafas azules y negras hay unos ojos saltones, llenos de la energía que da vivir cerca al mar.
 
—Estaba sumamente nervioso. Entendí la palabra exposición por primera vez. Yo no sentía que estaba exponiendo mi obra, sino que estaba exponiéndome, exponiendo cosas internas. Yo sabía que salían de mí y no sabía por qué. Entendí que el arte era un lenguaje que no era necesario descifrar en el sentido de la lógica convencional; era un lenguaje que viene de adentro. Cuando la gente se emociona y me dice: “Qué belleza. Entiendo lo que quieres transmitir, entiendo tu lenguaje”, pienso: “¿Si? ¿Qué será? Porque ni yo lo puedo entender”.
 
***
—Me daba pena que supieran que yo no sabía quién era Andy Warhol. Cuando entré a la universidad a estudiar arquitectura conocí gente intelectual, a los nadaístas. Fui lector desde niño y fui leyendo de acuerdo con las edades. De Julio Verne a Kafka: así cambió mi vida. En ese tiempo, en los 70, quien más me influyó fue Norman Mejía, que había ganado en el 65 un premio con “La horrible mujer castigadora”. Él era barranquillero. Yo admiraba el rompimiento que había hecho Norman, se me hacía muy inteligente y muy sensible. Mis dibujos eran una mezcla de sus monstruos y Dick Tracy.
 
Bebé dormido (2008). Acrílico sobre tela.
 
***
 
En 1983, Álvaro Barrios hizo el viaje más importante de su vida: conoció el Museo de Arte de Filadelfia, el lugar donde reposa la mayor parte de las obras de Marcel Duchamp, el artista que dinamitó las artes plásticas a comienzos del siglo XX cuando presentó “La fuente”, un orinal en una galería de Nueva York.  Puso a los críticos a dar gritos, a saltar encima de las sillas: “¡¿Esto es arte?!”, gritaban todos, como refiriéndose a ratas debajo del tapete.
 
Duchamp no sólo respondió que sí, sino que hizo que su orinal fuera una de las obras más importantes del ese siglo y dejó claro que cada cosa que saliera de las manos de un artista —en especial de las suyas— era arte. Entre sus obras dejó una rueda de bicicleta, un recorte de la Mona Lisa con bigotes y “el culo caliente” y uno de sus cortes de pelo: una estrella de cinco puntas en la coronilla.
 
Barrios fue a la peluquería de Christinne Lesueur, una francesa que vivía en Barranquilla. Se hizo la misma estrella en la cabeza.
 
—Tenía que hacérmela antes de que se me cayera el pelo.
Duró dos años con la estrella en la cabeza y se convirtió en su pasaporte de entrada al Museo de Filadelfia. A veces el destino es chambón y la vida perra. El día que Barrios fue al museo estaba abierto, pero las salas de Duchamp, cerradas.
 
—“Tengo que entrar, me tiene que ayudar. Yo soy parte de una sociedad secreta que adora a Marcel Duchamp”, le dije al portero mientras movía la capa negra que traía. Ese tipo se quedó mirándome y podía ver el frío salir de sus cachetes. Dijo que por eso lo podían echar. Mientras tanto yo le hacía caras, que no, que qué va.
 
Lo dejó ingresar, a él y a un amigo que entró una cámara fotográfica. Se quedó al frente de “La rueda”, se arrodilló y comenzó a rezar. Era como ver un milagro hecho realidad. Entendió eso de que lo importante son las verdades que las leyendas llevan debajo de su vuelo.
 
 
 
 ***
Volvemos al teatro. La lona está a punto de cubrir toda la pared. Una imagen se repite 17 veces: una pitonisa junto a Dick Tracy mirando el oráculo. Los globos del cómic están vacíos para que el espectador imagine su propio diálogo. Se sienta encima de un mueble gris ácido. Pone el celular en silencio.
 
El cielo que se ve por la ventana es lechoso, abrumador. La ausencia de montañas crea un ambiente agreste, sin protección. Se escucha detrás “Blue Skies”, de Ella Fitzgerald. Barrios ha creado su pintura del caos, reflejando los terrores de su generación, sus invenciones, sus mitos, sus conflictos: dando en cada cuadro la medida de su imaginación y su implacable sentido de lo maravilloso. Glorifica lo cotidiano en dimensiones insólitas. Consagra la cursilería hasta límites dramáticos.
 
—Mi religión es el arte. En el arte, como en la religión, no es importante la acción sino el gesto. Para que el pan se convierta en dios se necesita del ministro, la fe y los seguidores. Si no existiera eso mismo en el arte, el orinal de Duchamp no sería nada más que un orinal. El objeto es un pretexto: no importa si el pan es una hostia o un pedazo de trigo carbonado. No importa si es un orinal.
 
***
 
—Seguro sabes lo de mi lado espiritual.
Barrios se acomoda en la silla. Se toca la cara. Está pensando en las palabras precisas.
 
—Durante un importante período de mi vida estuve deslumbrado con el fenómeno de las comunicaciones espiritistas, pero después comencé a reconsiderar esa ruta. Dejó de parecerme adecuado comunicarme con entidades espirituales de personas fallecidas que venían a relatarnos historias o continuar entre nosotros su labor creativa. Cuando se producen contactos con seres espirituales que tienen este perfil, generalmente se trata de sujetos de muy baja evolución que, paradójicamente, son los que causan más efectos físicos: prenden y apagan luces, mueven objetos o emiten sonidos. Inversamente a su protagonismo material, de ellos no se obtienen enseñanzas que valgan la pena. Recuerdo muchas cosas de ese tiempo: comencé utilizando la ouija, que vi por primera vez en la tira cómica de Dick Tracy.
 
Hace poco, un mes o dos, Barrios tuvo contacto con su espíritu guía, una entidad, según él, más grande y sabia. El ritual de siempre: ponerse la pijama, mirar el reloj de la sala que siempre marca las diez. No puede tener sueño; una de las condiciones para hacer contacto con el espíritu es estar consciente y alerta. Subir las escalas, ver la habitación vacía. Estar solo. Tenía dudas. Siempre los contacta cuando no sabe qué hacer. Se sienta al borde izquierdo de la cama. Piensa en nada, en todo, en sus dudas. Pide que entren. Los vellos de los brazos se electrifican. Suda, respira acelerado. Le dicen: “Qué bueno que pediste nuestra ayuda”. Responde: “Estoy preocupado. Los necesito”.
 
—¿Hace cuánto no los contactaba? No sé, mucho. Ellos no entran si tú no los llamas. Tenía muchas dudas en ese momento. Mis papás murieron y quería saber cómo estaban. Tenía miedo. Ellos me hablaron (los espíritus). Me preguntaron por qué me preocupaba. Me dijeron: “¿Quieres imaginártelos entre nubes y con ángeles? ¿Quieres pensar que están en el cielo? Hazlo. Ellos están bien. Todas las versiones son verdad: el cielo, nirvana, la salvación. Sus espíritus, tus papás, están bien”. ¿Qué crees que sentí? Yo no sé, creo que tranquilidad y amor. 
 
***
 
Hace cincuenta años Gonzalo Arango le preguntó a Álvaro Barrios de qué se sentía orgulloso.  Respondió: “De tener 20 años”. La insolencia de la juventud todavía se revela en sus obras. Debajo de la tira cómica y los collages hay una inusitada muestra de rebeldía, un deseo innato de no envejecer. Vivir al máximo de tensión, crear vertiginosamente. Lo mismo que el gran Cassius Clay: exigir la gloria para ya. Odiar la vejez, la decadencia, los honores póstumos. Sólo así se explica que siga, que perdure.
 
—Defínase para la historia del arte, le pregunto.
 
—En mi época las cartas eran el mejor medio, el único. Si tú tenías,  por ejemplo, un amor en Francia y él te escribía, tú recibías esa declaración de amor un mes después. Cuando llegabas al final había un infinito sentimiento de soledad. Entiéndase por Álvaro Barrios la parte que queda en blanco al final de una carta.
 

Por Camila Builes

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