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Anne Akiko Meyers regresa para cautivar al público del Festival de Música de Cartagena

La violinista estadounidense, quien debutó a los 12 años con la Filarmónica de Nueva York, regresa a Cartagena después de su recordada participación en la edición de 2009.

Luis Carlos Aljure*
14 de enero de 2016 - 04:16 a. m.

Las cuatro estaciones, de Antonio Vivaldi, traen de vuelta a Cartagena a la destacada violinista Anne Akiko Meyers, quien goza desde el 2013 de un raro privilegio: es la única persona en el mundo que puede tocar el famoso violín Guarneri del Gesù que perteneció al virtuoso y compositor belga del siglo XIX Henri Vieuxtemps. Además, podrá hacerlo de forma vitalicia por disposición del anónimo propietario, que pagó por él una suma millonaria durante una subasta realizada en Chicago. Aunque se desconoce la cifra exacta, se sabe que el monto ha sido el más alto que se haya desembolsado por un instrumento musical. El violín fue construido en 1741 en el taller cremonés de Giuseppe Guarneri, el mismo año en que Vivaldi moría empobrecido en Viena, y dieciséis años después de la publicación de Las cuatro estaciones en Ámsterdam.

Pero Meyers no solamente disfruta del uso exclusivo de ese extraordinario violín, que siempre ha causado asombro por su amplio volumen y sonoridad cálida, sino que también, sin contar otros ejemplares de factura moderna, es dueña de dos Stradivarius, el más ilustre fabricante de instrumentos de cuerdas frotadas. Los violines construidos por estos dos luthiers legendarios de Cremona, y por su antecesor, Andrea Amati, además de ser los más codiciados por virtuosos y coleccionistas, introdujeron sustanciales mejoras en el diseño y los materiales del instrumento, que a la postre hicieron viables las nuevas propuestas técnicas y expresivas de compositores como Antonio Vivaldi. Cuando Meyers toque alguno de sus entrañables violines en el escenario del Teatro Adolfo Mejía de Cartagena, confluirán todas estas historias con la suya propia.

La intérprete mostró muy pronto sus dotes para el violín, y sus papás (una descendiente de japoneses y un estadounidense enamorados de la música) hicieron todo lo que estuvo a su alcance para que ese talento fuera de lo común no se desperdiciara, incluso antes de su nacimiento en San Diego, California. Como la mamá estaba convencida de los beneficios de la música clásica para el desarrollo cerebral, Meyers navegó en el líquido amniótico mientras flotaban en su entorno las notas del Concierto para violín de Beethoven con el solo luminoso de David Oistrakh.

Fue necesario esforzarse, pero las cosas ocurrieron rápido hasta que ella llegó a convertirse en una intérprete destacada del circuito internacional. A los doce años debutó con la Filarmónica de Nueva York, bajo la batuta de Zubin Mehta. Cuatro años después comenzó sus giras internacionales y a los dieciocho años grabó con la Filarmónica Real de Londres, dirigida por Christopher Seaman, los conciertos para violín y orquesta de Samuel Barber y de Max Bruch (el número 1), primer paso de una rica discografía que hoy supera la treintena. En su precoz formación contribuyó Dorothy DeLay, famosa maestra de violín de la Escuela Juilliard de Nueva York, por cuyas manos también pasaron, entre otros, Itzhak Perlman, Shlomo Mintz, Midori y Gil Shaham.

Junto a las páginas más habituales del repertorio de violín, a Meyers le gusta aventurarse por terrenos ajenos a la música clásica en proyectos con intérpretes del jazz, del pop e inclusive con una iniciativa tan comercial como Il Divo. Pero también se preocupa por divulgar las obras de nuevos compositores, entre ellos sus dos autores contemporáneos favoritos: John Corigliano y Mason Bates. El primero compuso una Canción de cuna para violín y piano en honor de Natalie, la hija mayor de Meyers. Y al segundo le encargó un Concierto para violín y orquesta; ambas obras hacen parte del disco Maestros americanos, grabado en el 2014, poco después del álbum dedicado a Vivaldi, que supuso el debut en los estudios discográficos del costoso violín Guarneri, tristemente condenado en el pasado reciente a largos períodos de silencio.

En una entrevista para un medio estadounidense, Meyers confesó que cuando ve un gran violín exhibido como una pieza de museo, siente lo mismo que frente a un animal enjaulado en un zoológico. Ella, que es capaz de lograr de sus instrumentos una sonoridad tersa y profunda, entiende bien que “los animales fueron hechos para moverse libremente, y el violín para ser tocado”.

Por Luis Carlos Aljure*

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