La guerra tiene su propio lenguaje. Símbolos que marcan la tierra y conceden el poder al visitante. No sólo se trata de cargar y disparar, no sólo se colocan minas y se desactivan, se bombardea y se hace volar, no sólo se trata de lanzarse al ataque, sino también de adueñarse de algo, de alguien, de casi todo. A menudo no se piensa en todo eso. Las paredes que antes eran del pueblo pasaron a ser los cuadros de la violencia: “Toribío, territorio del Frente Sexto de las Farc”, “Toribío, Eln 52 años”. Aparecieron en esos muros caras pintadas que los dueños de la tierra no reconocían, rostros de los abanderados de una lucha que los nasas –comunidad indígena que se asienta allí– no entendían. No entendían porque ellos conocen la vida fuera del mundo terrible y enigmático de la guerra. (Vea también Los murales de Toribío, una muestra de resistencia)
“Teníamos que resistir. No sabemos pelear con armas, no sabemos usar una pistola. Teníamos que aguantar. Esa tierra que pisaban los uniformados no era de ellos, esas paredes que rayaban, tampoco. Ese territorio con su árboles y sus flores es nuestro desde antes de que ellos nacieran, desde antes de que cualquier humano naciera. Uma y Tay lo prepararon para mi pueblo, para los nasas”, cuenta Álvaro Mestizo, coordinador de cultura de la Alcaldía de Toribío, Cauca.
La muerte ha rondado a ese municipio desde hace más de treinta años, cuando la guerrilla de las Farc lo convirtió en uno de sus lugares de permanencia. Luego, como pasó en la mayoría de pueblos en Colombia, llegaron los paramilitares: fuerza venenosa y letal que acabó con todo.
“Todos tenían armas. Después de mucho tiempo no sabíamos quién era quién: para nosotros todos eran malos”, asegura Mestizo. Los indígenas, sin embargo, son una especie de hombre que nosotros no entendemos. Un pueblo que abraza la tierra y resiste. Hablaron con sus dioses: Uma (hembra) Tay (macho); con sus ancestros: Kiwe (Tierra) Sek (Sol) y con sus padres: el agua y las estrellas, y les dijeron, todos ellos, todos juntos, que había que recuperar el territorio. Que las montañas y las casas les pertenecían a ellos, no a la guerra. Entonces los nasas pintaron.
Las paredes del pueblo comenzaron a ser el lienzo para imaginar a esos espíritus mágicos que habitaban las calles y expulsarían a la muerte. Los murales dejaron de ser vestigios de la violencia y volvieron a ser parte del pueblo. En esa acometida les ayudó el Centro de Memoria Histórica y grafiteros de Bogotá, Medellín y otros países como México y Argentina llegaron a Toribío. No podían pintar sin que los chamanes les hicieran una armonización, sin que les mostraran a sus dioses. Después de eso el cabildo, el hospital y la escuela, las calles del municipio y las casas ya no eran edificios o pasajes, sino puertas a otro mundo. El mundo que la guerra siempre ha querido saquear.