El Magazín Cultural

Aplausos merecidos

En septiembre de 2003, el nobel acompañó a su entrañable amigo, José Salgar, a recibir en México un homenaje de la Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano.

Luis Alberto Salgar * / Especial para El Espectador
20 de abril de 2014 - 02:00 a. m.
José Salgar fue el mentor de Gabo en el periodismo y se convirtió en su amigo incondicional.  / Archivo -  El Espectador
José Salgar fue el mentor de Gabo en el periodismo y se convirtió en su amigo incondicional. / Archivo - El Espectador

Al dar su primer paso en el restaurante, todos sin excepción se pusieron de pie y con un caluroso aplauso de admiración y reconocimiento, lo acompañaron con palmas hasta su mesa al otro lado del salón. Mientras Gabriel García Márquez caminaba, saludaba con su gran sonrisa y agradecía con sutil reverencia este homenaje que ya era cotidiano en su vida.

“Un duro honor que en ellos me pareció de simple justicia, pero que en mí entiendo como una más de esas lecciones con las que suele sorprendernos el destino, y que hacen más evidente nuestra condición de juguetes de un azar indescifrable, cuya única y desoladora recompensa suele ser, la mayoría de las veces, la incomprensión y el olvido”, había dicho años antes Gabo, en su discurso “La soledad de América Latina”, al recibir el Premio Nobel de Literatura en Estocolmo.

El azar del destino me llevó a aquel lugar. Había acordado visitar importantes proyectos de vivienda de interés social que patrocinaba Cémex en México, cuando recibí una llamada de mi hermano Carlos: “Mi papá se ganó un premio importantísimo de la Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano (FNPI) que financia Cémex y estamos invitados a la ceremonia”. Con la invitación de Jaime Abello, director de la FNPI, la visa fue cuestión de minutos. Esa Fundación fue creada por Gabo, a mi entender, como proyección del vínculo entre el poeta y el periodista: el espíritu de poeta que lo llevó a escribir grandes obras y el de periodista que José Salgar, su mentor en este oficio, contribuyó a forjar en él.

Al mediar la tarde fui a encontrarme con mi papá en el Museo de Arte Contemporáneo (Marco), en la ciudad de Monterrey. Se encontraban allí personalidades de las letras que estaban invitadas a la ceremonia de entrega del premio Cémex-FNPI en la categoría de homenaje, además de algunos postulados a premios en otras categorías, que tuvieron un conversatorio ese día liderado por el nobel, acerca del periodismo del siglo XXI, un tema que fascinaba por igual a Gabo y a José.

Había visto a Gabo un par de veces muchos años atrás. La primera, siendo yo muy pequeño, en una reunión en mi casa cuando él era redactor de El Espectador. La segunda, cuando ya era famoso y había publicado su obra maestra Cien años de soledad. En esa ocasión me firmó un ejemplar de Los funerales de la mamá grande que leí con especial atención, atraído por sus narraciones sobre la llegada del circo al pueblo.

Allí en el Marco, el reencuentro con Gabo, ese 2 de septiembre de 2003, me impactó porque me saludó como quien se encuentra con un viejo amigo: “Ahora José se irá a descansar con Inés (su esposa) y nosotros nos vamos de parranda…”, me dijo.

Al día siguiente fue la ceremonia de premiación. José, impactado por haber visto a su pequeña nieta manejar diestramente el mundo con el control remoto del televisor, declaró en su discurso al dedo gordo de la mano como el dictador de la nueva generación de periodistas. Terminada la ceremonia, tuve un minuto con Gabo para que me firmara algunos ejemplares de su obra que guardamos como tesoro en la biblioteca familiar. En uno dedicado a mi mujer, al final del título El coronel no tiene quien le escriba, Gabo escribió: “Pero Ruth sí; su amigo. Gabo”, y José, a renglón seguido, anotó: “Y con la emoción del premio Monterrey / 03”. A mí me dedicó el libro Vivir para contarla y debajo de la firma de Gabo, José escribió: “Y como constancia José 9-5-03”. Al terminar mi abusiva solicitud de firmas, Gabo me dijo: “Ahora no los vaya a vender”. ¡Ni loco que estuviera!, son parte de la historia familiar; de mi historia; de la historia de mi padre, su amigo incondicional.

El remate de jornada era un acto social de nuevo en el Marco; elegante sitio dedicado a la cultura y el arte, celosamente cuidado por la sociedad de Monterrey. Gabo había contratado a Celso Piña y sus hermanos, un músico residente en México que sonaba entre las promesas del vallenato. Rompiendo todo protocolo, Gabo inició el baile armándose entonces una deliciosa parranda al son de la Cumbia sampuesana. Yo iba estrenando una pequeña cámara y resulté como fotógrafo de algunos invitados que querían su recuerdo con él.

De regreso al D.F., Gabo invitó a José a reunirse con calma para charlar y almorzar. Yo estaba incluido en la jornada; feliz coincidencia del destino. La cita era en un museo en el cual Gabo iba a ver un retrato que le hiciera un artista mexicano; primera vez que su figura se trasladaba a una obra de arte. Por lo discreto del momento, yo era el único con cámara y tomé la foto de Gabo al lado de su retrato, siempre la llamé “Gabo visto por Gabo”. Él y José quisieron caminar hasta el restaurante, así que Mercedes e Inés se fueron con el conductor a esperarnos y yo me quedé con Jaime García Márquez para acompañarlos. Cuadra a cuadra veíamos a esos dos entrañables compañeros y amigos, aislados del mundo, caminando de manera un tanto azarosa, mientras gozaban de un anonimato que les permitía planear el futuro del periodismo.

En una esquina, un poco desorientados, pararon a preguntarle a un policía si iban en la ruta correcta y recuerdo que Gabo le preguntó si había leído Cien años de soledad. A una cuadra de llegar a nuestro destino, Gabo y José caminaban unos cinco metros delante de nosotros, absortos en su conversación, sin darse cuenta de que se acercaban a un barullo de gente. Se trataba de una toma a las instalaciones de El Excelsior por parte de los funcionarios, quienes reclamaban mejores salarios en medio de una revuelta con enfrentamiento policial que duró cerca de dos horas. De repente, un fotógrafo que cubría la manifestación miró al otro lado y vio a los dos personajes que se acercaban sin inmutarse. La noticia cambió y una nube de fotógrafos y periodistas dejaron la toma para lograr alguna declaración del nobel y el recién premiado periodista colombiano. Al otro día, La Crónica lo reseñó en primera página con el título: “Gabo en una tarde dominical en la Alameda”. En la foto aparece junto a él José Salgar y, orgullosamente, yo.

Con la muerte de mi padre en julio de 2013 y la de Gabo el pasado jueves, resuenan los aplausos calurosos de ese domingo 7 de septiembre de 2003 y quedan en mi memoria esas “lecciones con las que suele sorprendernos el destino, y que hacen más evidente nuestra condición de juguetes de un azar indescifrable…”.

 

 

 

 

* Hijo de José Salgar.

Por Luis Alberto Salgar * / Especial para El Espectador

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