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Aracataca y la madre

El escritor español y fundador del diario ‘El País’ de Madrid, evoca a su amigo Nobel de literatura.

Juan Cruz * / Especial para El Espectador
20 de abril de 2014 - 02:00 a. m.
El escritor español relata que en su viaje  a Aracataca entendió que este pueblo era la viva imagen de Macondo, el mundo creado por Gabo.  / Reuters
El escritor español relata que en su viaje a Aracataca entendió que este pueblo era la viva imagen de Macondo, el mundo creado por Gabo. / Reuters
Foto: REUTERS - © John Vizcaino / Reuters

Hay en Gabriel García Márquez, en su literatura y también en su vida, algo de Juan Rulfo. Los dos fabularon sobre aquello que los hizo, a partir de realidades que en su escritura se transformaban en fábulas, pero que fue la realidad que vieron. Es decir, el origen de ambas literaturas es lo que los dos oyeron contar a la madre (y a los abuelos), lo que vieron a la puerta de la casa, y escribieron, en cierto modo, para completar aquellas visiones que luego fueron creciendo en sus memorias de adolescentes, de hombres maduros, de narradores.

A Juan Rulfo lo hizo el camino polvoriento que describe en Pedro Páramo. Dijo Rulfo que ese libro lo escribió porque necesitaba leerlo, acaso para explicarse de dónde venían el libro y él, cómo se fue haciendo en su mente el universo que nadie podía describir sino él mismo. Y Cien años de soledad es otro libro si se lee (o se relee) después de haber ido a Aracataca. Yo tuve esa fortuna, hace algunos años; fui a Aracataca, desde Santa Marta, pasando por pueblos en los que todos veíamos Macondo, aunque sólo una finca se llamara así; pasé, por cierto, por Tenerife, que se llama como mi isla y donde algunos hemos querido ver también el lugar que García Márquez hizo mito literario, como los mundos de Onetti, Borges o Faulkner. Macondo. Cuando llegué a Aracataca (como ocurre, en cierto modo, cuando uno llega a La Habana o a Montevideo, o a tantos pueblos latinoamericanos o españoles parados en el tiempo) me dio la impresión de que yo ya había vivido allí. Era la atmósfera que vivimos leyendo Cien años de soledad. Y cuando llegué a la casa natal del nobel me pareció que allí estaba aún, que estaba su familia, y estaban sus trajines, estaban las riñas y los niños, y estaba Gabito recién nacido. De hecho, la chica que me enseñó la casa, un alfeñique con aire de bailarina caribeña y el pelo ceñido y negrísimo, la mostró como quien ocupa con el dedo que muestra un verdadero territorio, un lugar con límites. Y no había nada, absolutamente nada, las habitaciones laterales que indicaba como tales no estaban en la realidad, eran figuraciones que ella había obtenido de planos secretos, o de descripciones de antiguos pobladores. Lo cierto es que, ante esa nada, la muchacha que parecía una bailarina fue diciendo dónde estaba la cocina, el cuarto de los padres, los cuartos diminutos de todos los demás, hasta que llegó al aire habitado aún por la sombra de Gabito. De modo que alzó su dedo moreno y explicó con estas cuatro palabras ante la nada y el vacío:

—Y aquí está Gabito.

No estaba Gabito, claro, Gabito acababa de cumplir 80 años en Cartagena de Indias, donde tiene su otra casa, la de Salmona, y de hecho lo íbamos a ver después, sonriente y feliz rodeado por sus amigos y por los alumnos de la Fundación Nuevo Periodismo. Allí estaba con Jaime Abello, quizá con Tomás Eloy Martínez, acaso con Martín Caparrós, con Alberto Salcedo Ramos, con Leila Guerriero, con Sergio Ramírez, que aunque no estuvieran estaban también en la irrealidad que siempre sentimos cuando García Márquez estaba presente. Y como todo podía ser, es decir, que estuvieran todos ellos aunque no estuvieran, yo pensé que quizá también estaba en aquella cuna invisible de Aracataca. Se lo dije. Él dijo, rápido como la centella que fue:

—Pues claro que sí, allá estoy todavía.

En Aracataca aquella fue la primera adivinación de la vida de Gabo cuando aún era Gabito y ni siquiera sabía que existían los cuentos. Luego lo hicieron los cuentos que oyó (de la madre, que le enseñó a narrar, a agarrar por el cuello al oyente, luego al lector; del abuelo, que le enseñó la importancia de contar cuentos) y el paisaje que vio. Pues al salir de la cuna que no existe, en la casa de Aracataca, te encontrabas en seguida con el patio de los grandes árboles que parece allí, todavía, un personaje de sus novelas, pero sobre todo de Cien años de soledad, o bien uno de los escenarios fellinianos de Amarcord. Ante esa evidencia macondiana, en esa misma casa regresa al lector y al que recuerda el ritmo de las fabulaciones de Gabo la constancia de que el escritor de Aracataca aprendió esa facultad, la de mirar para contar, caminando por este patio, asombrándose ante este árbol, imaginando como perfectamente posible que aquí hubiera milagros y no tan sólo fábulas.

En el pasillo que descubría a Gabito en su cuna sin que hubiera Gabito ni cuna apareció la más sorprendente de las mujeres, de Aracataca o del mundo. Tenía el pelo largo y de un gris tan blanco que parecía de otro mundo, o de Macondo. Cruzó sin mirar, o mirando al infinito, como Gabo en los tiempos en que ya mirar se le hacía también infinito. Delante de ella no había ni calle ni porvenir, pues al frente había una pared de cantos y nada. Pero ella hacía allí, decididamente, como si hiciera ese trayecto con la misma decisión y todos los días. Entonces le pregunté a la bailarina quién era esa mujer tan extraordinaria que parecía habitante de las novelas de Gabito.

—Es Soledad Noches. Amiga de Gabito, hermana de Nelson Noches.

Sólo podía llamarse Noches esa gente, con su misterio y sus ojos perdiéndose en la niebla que llevaban dentro. Al salir la chica bailarina me mostró a Nelson Noches, que estaba sentado en una silla balancín; fumaba un puro oscuro probablemente cubano, y tenía una camisilla de dos o tres noches sobre un cuerpo ya cansado de balancear la vejez. Pero sus ojos eran, como los de su hermana Soledad, las luminarias de un viejo que tenía por dentro a un muchacho riendo. Me acerqué a él y le dije qué me había llevado allí, Gabo. Entonces me miró con esos ojos que parecían más claros que el cielo y me dijo:

—Gabito estuvo anoche acá, conmigo. Viene todas las noches.

—¿Y qué hacen, Nelson?

—Jugamos cartas.

Después caminé por Aracataca con la conciencia clara de que todo lo que veía o escuchaba era verdad, y de que todo era mentira a la vez, o todo estaba, además, en Cien años de soledad. Las miradas, los gestos, el vacío y lo que llenaba el vacío, la fantasía y la realidad. Cuando llegué a la fábrica del hielo me pareció muy natural que estuviera allí, desvencijada como una máquina rota, y que cerca de aquella geografía que marca el principio de la Gran Novela se hallaran también las piedras prehistóricas, así como los rincones y las cosas a las que había que ponerles nombres.

Ahora que rememoro todo ese espacio de fábulas, como las fábulas de Rulfo, como las imaginaciones de Borges, como los relatos de Onetti, y sé que se ha muerto el creador más grande que ha nacido en la lengua española en mucho tiempo, me permito pensar, como Nelson Noches, que es probable que Gabo, Gabito, Gabriel, no haya desaparecido de veras, que siga reposando su mirada inquieta y oscura e inmortal sobre lo que pasa en Aracataca, escuchando como un niño lo que le contaban su abuelo y lo que le contaba su madre.

Su madre también fue Aracataca, basta mirar su obra para saber que de allí nació todo lo que dio. Y ahora que me han venido a la cabeza esos dos nombres, Rulfo y Gabo, dos grandes tímidos, un apunte final: como el sol en Albert Camus, cuánto influyó en los dos el viento despiadado, el bochorno, esa desolación de los pueblos polvorientos que ellos convirtieron en pura literatura.

Parece mentira decirle adiós a Gabo. Claro, como que es mentira. La bailarina sabe que ni Gabo se ha ido ni Gabito ha dejado su cuna.

 

 

 

Por Juan Cruz * / Especial para El Espectador

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