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Arte al mejor postor

Especulación y precios astronómicos: el arte parece atravesar por un ‘boom’. ¿Qué tan cierto es y qué se mueve debajo de tanto entusiasmo?

Juan DavidTorres Duarte
25 de mayo de 2013 - 09:00 p. m.
‘Cocytus’, obra de Damien Hirst expuesta en la Art Basel de Hong Kong. Sus obras  han alcanzado precios de hasta US$100 millones.  / EFE
‘Cocytus’, obra de Damien Hirst expuesta en la Art Basel de Hong Kong. Sus obras han alcanzado precios de hasta US$100 millones. / EFE

El dinero corre como corre el tiempo. El subastador, de pie en el atril, anuncia que la venta del Number 19 de Jackson Pollock se abre en US$20 millones. Estira la cabeza, expectante, esperando la primera oferta, que llega un segundo después: US$21 millones. Agita las manos, sonríe. El atril tiene el logo dorado de Christie’s, una de las casas de subastas más reconocidas, que en esta ocasión ha expuesto un paquete de 37 obras de la posguerra. Los agentes financieros, con el teléfono pegado a la oreja, están todos erguidos, recibiendo ofertas de sus clientes, enfrentando sus miradas con las del público que, sentado, no musita palabra y apenas levanta la mano para ofertar.

Un minuto y cuarenta y dos segundos después el precio de la obra llega a US$43 millones.

—¡Alguno de ustedes deme 44! —grita el subastador.

Cuando cuentan tres minutos en puja, parece que hubieran pasado siglos: lucen exhaustos, se limpian la frente. Entonces se oye la oferta de US$50 millones. El subastador, acodado sobre el atril, de pronto se yergue y dice que la oferta aumenta a US$52 millones. En ese momento apoya la mano izquierda, en la que ya tiene el martillo con el que de un golpe definirá al dueño de ese cuadro, una mezcla de blanco hueso y tiras de negro y rojo.

—¿Me darían 53? —pregunta el subastador y, entre compasivo y alegre, sonríe—. Advertencia. Es la última oportunidad.

La sala, ese 15 de mayo de 2013, calla. Son segundos, sólo segundos, que valen oro.

—Voy a golpear... —dice el subastador, mientras levanta la mano izquierda y la suspende.

Y suena el golpe de su martillo contra la mesa.

—¡Vendida! ¡US$52 millones!

En una sala cualquiera de Nueva York, una obra de arte subió US$32 millones su precio original en cuatro minutos.

La subasta del cuadro de Pollock es una de los cientos que ocurren cada año en Nueva York y Londres gracias a casas como Sotheby’s y Christie’s. Dicho de un modo coloquial, las subastas son uno de los músculos financieros del mercado del arte en Europa y Estados Unidos, donde las obras se mueven con más presteza (aunque existe la venta a través de galerías, distribuidores privados, asesores o desde el propio taller): allí, por ejemplo, Christie’s vendió US$638,6 millones en esa misma jornada.

La cifra no es sorpresiva si se mira al pasado. El arte contemporáneo, desde comienzos de siglo, aumentó sus ventas hasta el punto de que, según la firma Artprice, las ventas de Sotheby’s crecieron 800% entre 2003 y 2008, justo hasta cuando Lehman Brothers se declaró en bancarrota. Por ese entonces, los coleccionistas e inversores celebraban que el arte se había vuelto un bien muy atractivo y que, en muchos sentidos, era una forma de obtener estatus y respeto. Decían que principiaba un boom.

Pero ¿por qué son tan caras las obras de arte? “Depende de si es una obra que ya ha estado en el mercado —dice Margarita Rodríguez-Rincón, mágister en Art Business—, se puede tener un estimado, o si hay obras similares con las que se pueda comparar (...). Sin embargo, las subastas demuestran todo el tiempo que estos valores varían de un momento a otro”. Otros factores más son nombrados por Juanita Madriñán, agente de Christie’s en Colombia: “La procedencia, la trayectoria del artista, el medio, el tamaño, la calidad, que la obra sea fresca para el mercado y el estado de conservación”.

Un artista con prestigio, pues, se vende a un precio alto. Una obra de Fernando Botero no cuesta menos de US$200.000. Sin embargo, como le dijo el crítico de arte Eduardo Serrano a El Espectador, parte de los observadores de este fenómeno sienten que hay mucho de especulación. Y que dicha especulación —en la que los coleccionistas habrían buscado sostener los precios participando en las pujas de sus propias obras— provocó una burbuja de entusiasmo que explotó en 2008, cuando cayó la economía estadounidense. “No es una burbuja —dice Madriñán—. Es un refugio y una diversificación de las inversiones”.

La inversión, entonces, está disponible para quien tenga la cifra en el bolsillo. ¿Se crea un monopolio? Hay familias en EE.UU. e Inglaterra que poseen un extenso portafolio de un solo artista, como la familia Mugrabi, que tiene 800 obras de Andy Warhol. Y aunque alguien tenga el dinero, el acceso no está asegurado. “En el mundo del arte pueden existir vetos —dice Rodríguez-Rincón—, a veces las galerías deciden no vender una obra a una persona así tenga la plata, puede ser que la tengan reservada para una colección institucional o un gran coleccionista”.

En Colombia, las subastas del arte se mueven de un modo distinto. Existen cinco reconocidas: SolidArte (que se realizará el 29 de mayo), Conexión Colombia, Lalocalidad, Corazón Verde y Qué Subasta, todas vinculadas a labores sociales. Parte de sus ventas van para fundaciones a favor de la educación o a los soldados heridos en combate.

La percepción de venta en las subastas es muy baja con respecto al arte que se vende en las galerías, donde se comercializan de verdad las obras. No hay cifras, sin embargo, porque las inversiones son privadas, pero sí entusiasmo entre galeristas.

“Los precios de los artistas colombianos son bajos respecto al mercado internacional —dice Rodríguez-Rincón—, lo que lo hace interesante para inversores, pues si a los artistas les va bien, logran consolidar una carrera internacional, el valor de sus obras se incrementará y las personas habrán logrado una ganancia”.

Hasta allí, sumado el interés de casas como Christie’s en adquirir arte colombiano, hay felicidad. Pero vale preguntarse: ¿En dónde queda el beneficio de ese crecimiento? Por lo general la galería se queda con el 50% de la obra vendida y el artista toma la otra mitad. Para algunos, esa distribución resulta desequilibrada, acompañada, en algunos casos, de contratos a largo plazo que los atarían por más de tres años a una misma galería.

Por eso, los espacios alternativos son otra opción. Lo que parecería una saludable apertura del arte, para los galeristas podría ser poco beneficioso porque, aunque hoy es un movimiento poco amplio, en el futuro sería competitivo. Y desde ya parecen cubrirse: “Los artistas que venden en su casa jamás van a llegar a cotizarse —dijo Luis Fernando Pradilla, director de la Galería El Museo, a El Espectador—. Además, con las mismas galerías castigamos ese tipo de conductas y el día que llevan un cuadro para que lo vendamos, pues no lo vendemos porque no han respetado el trabajo que tenemos”.

jtorres@elespectador.com

@acayaqui

Por Juan DavidTorres Duarte

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