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Así se logró el sonido de "El abrazo de la serpiente"

¿Cómo se recupera la densidad sonora que existió en el Amazonas hace un siglo? El equipo de sonido de la cinta, desperdigado por cinco países, reconstruye medio año de trabajo.

William Martínez
24 de febrero de 2016 - 02:23 p. m.

“La selva ya no suena”, concluyó el antropólogo sonoro Bernie Krause tras completar 50 años de viajes por el mundo grabando los sonidos de la naturaleza y pensando en que la mitad de su archivo —más de 4.500 horas que registran al menos 15.000 animales— proviene de hábitats ahora silenciosos o extintos. Desiertos verdes, como los de la película, donde apenas se oye el rumor del río, el aserrar de las chicharras, el grito de los grillos. Los sonidos espesos que descolgaban de los árboles robustos del Amazonas a principios del siglo pasado ya no existen, porque la selva ahora suena a motores de lancha, plantas eléctricas, vehículos. O emigraron —me dice el venezolano Marco Salaverría, editor de sonido de El abrazo de la serpiente— “lejos de los lugares poblados, o se quedaron enmascarados”. Por eso —contra eso— la selva de la película no sólo suena por los altavoces centrales de la sala, sino que llena el espacio entero gracias al sistema ambisónico, una técnica de inmersión popular en los setenta que se está retomando. A pesar de la lejanía geográfica y cultural de los miembros del equipo de sonido, desperdigado por Colombia, Dinamarca, Canadá, Venezuela y Argentina, coinciden en que el experimento de El abrazo de la serpiente es un manifiesto físico de la espiritualidad. Una oración disonante para un dios pisoteado. “La selva es el espacio donde confluyen dos civilizaciones; la música sería una especie de ecosistema del alma”, dice el también venezolano Nascuy Linares, compositor musical de la película.

A partir del comentario de Krause, los editores de sonido Marco Salaverría y Víctor Jaramillo —el primero, encargado de rastrear archivos de ambientes selváticos; el segundo, de investigar sobre animales salvajes— buscaron grabaciones analógicas hechas en zonas inhóspitas a mediados del siglo pasado. Compraban las piezas empolvadas en librerías y se las enviaban a Carlos García, diseñador y supervisor de sonido de la cinta, para ampliar el estante de referencias. Los sonidos que recibió García eran sobre todo testimoniales, de calidad pobre, por eso tuvo que restaurarlos. Esas texturas vintage, sin embargo, se conectaban con el blanco y negro de la película y con su historia, narrada entre 1909 y 1940, cuando la selva todavía retumbaba. “El abrazo de la serpiente tiene muchísimas capas sonoras: unas muy bien logradas técnicamente y otras que generan una conexión más orgánica, parecida a escuchar un disco de vinilo”, dice García, quien dirigió la posproducción desde Copenhague (Dinamarca) y ahora vive en Bogotá porque su productora, Blond Indian Films, rodará la nueva película de Ciro Guerra, Pájaros de verano, a mediados de este año en La Guajira.

El Amazonas, 30° de temperatura, vientos que trotan a seis kilómetros por hora. Para capturar ambientes largos, Marco Salaverría tenía que irrumpir el rodaje en plena luz del día. El equipo de sonido pisaba el trabajo del equipo de fotografía. Por eso García planteó para la fase de posproducción que Salaverría viajara una semana más a la selva y registrara nuevos sonidos monofónicos y estereofónicos. La tesis era reconstruir sonoramente una selva que liberara la sensación de pantalla y precipitara a un viaje sensorial y espiritual. Tenían el sonido del Amazonas: los vientos, los pájaros, las aguas, pero hacía falta la conexión psicológica, entonces se colaron sonidos de ballenas, del universo y del útero materno.

“Uno de los sonidos que grabamos y que no estaba escrito en el guion, ni en el plan de rodaje, pero que no consideraría necesariamente accidente, fue el canto que suena al inicio de la película, en la secuencia de la serpiente, donde aparece el título. Lo grabamos un domingo, día libre antes del inicio oficial del rodaje. Nos fuimos a caminar con don Antonio (Karamakate adulto) y su hijo René (microfonista) por un camino de tierra hasta no escuchar la planta eléctrica que abastecía el lugar donde nos hospedábamos. Allí sacamos el grabador de sonido y entre anécdotas y mambe comenzamos a grabar cantos. Don Antonio iba explicándonos de qué trataban; uno de ellos fue La danza de las culebras. Me alegró mucho encontrarme ese canto en el primer corte que me enviaron de la película”, me cuenta Salaverría.

Las dificultades. “Todo el tiempo estábamos en contacto con el agua; por las lluvias, por los ríos, por las condiciones de las pequeñas embarcaciones. Incluso se llegó a voltear una canoa donde estaban algunos actores. Todo el equipo tenía que estar acompañado también de su protección (bolsas contra la humedad, lámparas para secar), lo que generaba indudablemente un nivel de estrés importante”, dice Salaverría. García añade que otro de los problemas del sonido directo fue el ruido de las lanchas con motor y el canto de los gallos que se colaba a la distancia.

Para componer la banda sonora, Linares probó la guitarra, el arpa, la flautilla, sonidos electrónicos. Ninguno de esos timbres se metía en la piel de la selva. En las noches, cuando veía los primeros cortes de la película, le resonaba el acento de Karamakate: lleno de armónicos como el piano. Desde la primera conversación que tuvo con Ciro Guerra, él le dijo que no quería ese sonido. Cuando llegó la secuencia del viaje en río, donde Theodor Koch-Grunberg entra en conexión con sus raíces europeas, las notas nostálgicas se impusieron. “Escuchar el piano es como escuchar el río. Él nos dice qué tenemos que hacer”, concluye García.

Por William Martínez

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