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Aurelio Arturo, las sílabas lentas

Nacido en La Unión, Nariño, en 1906, y fallecido en Bogotá, en 1974, Arturo es uno de los poetas más celebrados por la crítica colombiana.

Juan Manuel Roca
28 de noviembre de 2014 - 01:45 p. m.
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A caballo entre la generación de “Los Nuevos” y la de “Piedra y cielo” y sin casi ningún atisbo de coincidencias estéticas con estos grupos, Aurelio Arturo lleva a solas una discreta y asordinada rebelión de rechazo a los excesos lingüísticos de unos y a cierta melosería de otros, aunque esto no fuera un asunto que lo desvelara.
Con Aurelio Arturo no comienza ni termina una escuela poética, no hay el desmán vanguardista ni el deseo de deslumbramiento, no hay ni en su vida ni en su obra ninguna suerte de exotismo. Sorprende que no sea, precisamente, un vanguardista quien partiría en dos la poesía colombiana.

¿Qué es lo que causa embeleso o ensoñación en su poética, qué misterio se nos revela al contacto con su palabra hecha de esencias, cuál es esa música antes de él inaudible en la poesía colombiana que nos hace partícipes de un mundo de desnudez adánica?

¿Cómo ubicar esa voz casi silenciosa, casi susurrante e íntima, que no encaja -aunque se asomen a él ciertos ritmos de José Asunción Silva y de Porfirio Barba Jacob- en el mapa de nuestra poesía?

Uno de los temas dominantes en Aurelio Arturo, el de la infancia, es preservado por el poeta más allá de las contingencias y los avatares de una vida más o menos desvaída, más o menos sin el brillo de grandes aventuras. Siempre que leo a Arturo recuerdo la sentencia del escultor vasco Oteiza, que decía que la genialidad es una mezcla de intuición y descontento. La intuición que procede a favor del misterio de su poesía quizá le brote de ese territorio mítico de la infancia. En cuanto a su descontento, baste con señalar esa manera solitaria como el poeta toma distancia de la estética imperante al momento de publicar sus primeros poemas en 1930, en medio de la generación de “Los Nuevos” y el despunte de la generación de “Piedra y Cielo”.


Aurelio Arturo bebe en la evocación, más aún que en la nostalgia, pues ese sentimiento evocativo rebasa la quejumbre, la idea de un doloroso ayer perdido. Parece saber que el entierro de un poeta casi siempre ocurre en la infancia. Alguien lo desalienta y quiere forzarlo a reproducir un naturalismo de la realidad inmediata, y si logra convencerlo ya está: el poeta-niño da paso al poeta-muerto que habrá de llevar a cuestas el resto de sus días.

Parece como si su palabra naciera en la infancia y desembocara en el poema. “Un largo, un oscuro salón, tal vez la infancia”. De allí, de versos como este de “Canción del ayer”, la poética de Arturo se desdobla en otros temas cenitales: la noche y sus canciones, el viento y las palabras, los aromas y los sabores, no son otra cosa que una larga, una prolongada metáfora que se centra en el tiempo, en la temporalidad de seres y de cosas.
Casi en cada poema de Arturo hay una suerte de arte poética. Quizá esa reflexión del poema que se informa a sí mismo sea única en la poesía colombiana, en el sentido de una constancia, de una permanencia melódica, de un intermitente regreso.

En su poema “Canción del viento”, en sus tres primeros versos, podría señalarse una especie de paráfrasis de la vida y la obra del poeta, y de su anhelo de construir la poesía desde la sombra, desde el susurro y el tono menor:

Toda la noche
sentí que el viento hablaba,
sin palabras.

No recuerdo con exactitud cuál pudo ser el primer poema de Aurelio Arturo que leí en el “Panorama de la nueva poesía colombiana” que reunió Fernando Arbeláez en 1964.
Pero sí recuerdo bien el tipo de emoción que me suscitó. Sentí que alguien me había hablado sin palabras, o que si estas existían estaban expresadas en un tono tan desvaído en su expresión, que sólo me había quedado una atmósfera envolvente pero irrepetible en la memoria.

En realidad el contacto inicial con la poesía de Arturo seduce discretamente, sin producir grandes emociones. Es un poeta al que hay que llegar despojado –como su poesía misma- y que opera en nosotros como liberador de una sensibilidad que tiene su mejor recepción cuando su carga de intimismo es proporcional a nuestra intimidad mejor habitada.

Sólo después de una y otra lectura, la belleza poética de Arturo, sus ritmos que no están hechos de sonoridades externas sino de interioridad, su poética que más que contar algo episódico se interesa en crear una atmósfera, se nos revela en su hondura y transparencia. Toda la vida que da vida a objetos, troncos y silencios, procede de una secreta belleza que hay que descifrar con la misma serenidad y lentitud con la que transcurren sus palabras.

Si poesía bien escrita es aquella que al decir de Borges está realizada con palabras que miran hacia un mismo lado, la de Aurelio Arturo pertenece a esa estirpe: todos sus vocablos señalan hacia un ahondamiento de la realidad. Y eso mismo exige su obra de parte del autor atento: un adentrarse por los silencios de sus poemas que son como fisuras hacia un mundo escondido, un descorrer el velo de lo real gracias al don de su palabra.

No hay adorno, artes de embalsamador, en la escasa y honda poesía de Arturo. La savia que recorre los paisajes de “los países de Colombia” atrapados en su poética, es la misma que nutre su escritura.

Alguien decía que, a la manera de Esenin, el gran poeta de Rusia, Arturo era nuestro último poeta del campo. Pero lo que atrae de nuestro lírico es, más que una geografía física, la geografía espiritual en la que se inserta cada una de sus bellas imágenes que tienen nacimiento en una especie de impresionismo sensorial.
Ponerse en contacto con “Morada al sur”, su único, breve e intenso libro, es encontrar un discreto gusto en la elección de las palabras que corresponden a su interior musicalidad y a unos temas que se entrecruzan y se bifurcan.
La noche en sus versos es un vasto recinto, un albergue, y no sólo la noche aldeana, sino la noche espesa de las ciudades, hacia la que poco a poco van girando sus motivos:


No la noche que arrullan las ramas
y balsámica con olor de manzanas,
con el efluvio de la flor del naranjo;
oh! no la noche campesina
de piel húmeda y tibia y sana;

no la noche de Tirso Jiménez
que canta canciones de espigas
y muchachas doradas como espigas;
no la noche de Max Caparroja,
en el valle de la estrella más sola
cuando un viento malo sopla sobre las granjas
entre ráfagas de palabras moradas;
no la noche que lame las yerbas;

no la noche de brisa larga,
hojas secas que nunca caen,
y el engaño de las últimas ramas
rumiando un mar de lejanos relámpagos;
no la noche de las aguas melódicas
volteando las hablas de la aldea;
no la noche de musgo y del suave
regazo de hierbas tibias de una mozuela;
yo amo la noche de las ciudades...
(Amo la noche)

Esa noche intemporal y mítica que se da en el poema de Aurelio Arturo por vías de la negación (“no la noche que arrulla en las ramas”... “no la noche de Tirso Jiménez”... “no la noche de brisa larga”) pertenece a un ámbito espiritual.

Varias noches y una sola conviven en la obra del poeta, como varias infancias y una sola. De esa ensoñación, de ese arte de encantamiento de un tiempo recobrado, está hecha buena parte de la lírica del poeta nariñense. Como en el poema de Arnoux citado por Bachellard en “La poética de la ensoñación”: “Tantas y tantas infancias tengo/ que contándolas me perdería en ellas”, nuestro poeta tiene tantas y tantas noches que podría perderse en el laberinto que le propician, si no hiciera luz con su palabra.

Lo conceptual da paso a lo sensorial en la obra de Arturo. Esa manera soslayada que tiene para expresar sus mundos interiores no tiene más alto precedente en nuestra poesía. Hasta sus silencios recubren una oculta musicalidad. Es una música nueva, discreta y envolvente.


No es una sonoridad externa, lexicográfica, sino algo más natural aún que la palabra.

Ese innombrable asunto que hay en sus versos es un fundamento de su estética. No lo que se dice con el verbo sino lo que se dice con el ritmo. Más lo que se canta que lo que se cuenta. Eso que de nuevo parece informarse a sí mismo en el poema. Si de alguna manera puede definirse a Aurelio Arturo, quizá sea como traductor de sí mismo, como alguien que se escucha atentamente en el silencio para sentir el cauce secreto de sus voces. Así como alguien recuesta su oído en la carrilera para saber si el tren se avecina, el poeta de “Morada al sur” se escucha a sí mismo para dar salida a sus ritmos.

Aurelio Arturo vino a cambiar la música vieja, cansada, de la poesía colombiana: para ello no necesitó de grandes alardes ni grandes manifiestos. Lo hace con discreción, desde la publicación en 1942 de su poema “Morada al sur”, el mismo año en que Porfirio Barba Jacob edita “El corazón iluminado”.

De allí a esta parte, no hay casi ningún poeta colombiano que no se sienta atraído y deslumbrado por la serenidad de sus palabras.

Creo intuir que más allá de la factura impecable de los poemas de Arturo, de su vigilia y forcejeo con el lenguaje, sus versos nacen de una imagen suscitada por un ritmo, de la cual se desprende todo el cuerpo del poema. Otra vez, en poemas como “Lluvias”, el texto parece, además de una descripción del agua en un paisaje invernal, estar dando cuenta de su propia escritura.

Si en vez de la lluvia pensamos en la palabra, si el silabario de las gotas lo cambiamos por el silabario de las palabras, sentimos cómo el poeta nos habla en una lengua que a su vez habla de sí misma:

ocurre así
la lluvia
comienza un pausado silabeo
en los lindos claros del bosque
donde el sol trisca y va juntando
las lentas sílabas y entonces
suelta la cantinela

así principian esas lluvias inmemoriales
de voz quejumbrosa
que hablan de edades primitivas
y arrullan generaciones
y siguen narrando catástrofes
y glorias
y poderosas germinaciones
cataclismos
diluvios
hundimientos de pueblos y razas
de ciudades
lluvias que vienen del fondo de milenios
con sus insidiosas canciones
su palabra germinal que hechiza y envuelve
y sus fluidas rejas innumerables
que pueden ser prisiones
o arpas
o liras
.........................................................
.........................................................

Y agrega sobre las palabras, en algo que es como un procedimiento de suplantación:

olvidamos su treno
y las amamos entonces porque son dóciles
y nos ayudan
y fertilizan la ancha tierra
la tierra negra
y verde
y dorada.

El qué decir y el cómo hacerlo están tan ligados en la expresión poética de Aurelio Arturo, que no sólo en la disposición tipográfica de los versos de “Lluvias”, sino en la cadencia misma de sus giros y vocablos, sentimos la música, el sonido de un espacio invernal.
Todo esto se produce en la idea recurrente de que sus poemas tienen, en un alto número y en un alto grado, un arte poética de fondo. Porque se siente en mucha de su poesía cómo esa lluvia del lenguaje “comienza un pausado silabeo” para luego soltar “la cantinela”. La palabra desnuda, la palabra cotidiana, se ve tocada de una nueva vida gracias a la serena metaforización que desliza Arturo a lo largo de sus versos.
Mi generación debe,más que a ningún otro poeta, a la enseñanza del poeta de“Morada al sur”. Es la suya una lección de tenue lirismo. Sus poemas, como algunos momentos de Jorge Gaitán Durán, de Carlos Obregón o de Fernando Charry Lara, que buscaron la mesura verbal, ayudaron a conformar una rica vertiente de la poesía colombiana que llega a nuestros días.

De otra parte, por primera vez el país geográfico, nuestro entorno, deja de tener en el poema un sesgo nacionalista, un rango patriotero, para hacernos ver la tierra de todos y de nadie:

Oíd el canto de las tierras de nadie.
Tanta belleza es cierta, viva, sensual, sencilla,
no obstante todo aquí habla de otras tierras más dulces,
todo aquí es presencias y hablas de maravilla.

Dispútanse las hojas cada cual susurrando
tener un más hermoso país ignoto y verde,
y las nubes, se dicen, sedosas resbalando:
aún más bello y dulce otro país existe.

Y unas aguas oscuras que casi no se escuchan
pretenden que su vago país aún más dichoso
es, que los ilusorios países de la nube.
¡Oh presencias aquí de arrulladas orillas!

De noche las estrellas murmuran: somos hojas
de celestes follajes, y en acordados ritmos
cada hoja se mece al son de alguna estrella,
en estos cielos vivos de las tierras de nadie.

En estos cielos vivos de las tierras de nadie
hay tanto vuelo ágil, tanta pluma irisada,
que es como si los pájaros fueran aquí más libres,
que es como si esta tierra fuera tierra de aves.

Cielos abandonados a las nubes y al vuelo
melodías de alas que en el trino las abren,
y a las algarabías vegetales que llaman
las lentas nubes blancas de las tierras de nadie.

Tierras, tierras de nadie, oh tierras sin caminos
que aún no oís el ritmo de la humana tonada,
la dulce y suave y honda tonada de las bocas
rojas, la flecha leve que ató toda distancia.

El tema del paisaje virgen en el que no existen caminos, crea un ámbito de libertad que la palabra de Aurelio Arturo dignifica. Sus palabras son de nuevo “aguas oscuras que casi no se escuchan”: así anda su verbo descalzo por los senderos del poema.Todo es rumor, sonido de acequias, de hierbas que crecen, en fin, de hechos intangibles a los que dota de vida desde un carácter elusivo que habla cuando calla y calla cuando dice.

Si Baudelaire señalaba que el mundo es “un almacén de símbolos”, en el amplio espectro simbólico de Aurelio Arturo creo ver a un hombre que supo cargarse de provisiones para el breve camino de su arte.

Sus bodegas interiores, su amplia alacena no lo es tanto por la cantidad de símbolos y de registros, como por la precisión de ellos. ¿Ya Rimbaud no había conocido la historia del mundo desde la noche de un granero? Y claro, todos esos símbolos de pureza de la infancia, de grietas en el sueño, de lluvias eternas, de casas invadidas por la música, están envueltos en un idioma de un sabor que raras veces se percibe en la poesía hispanoamericana.

Entre su bagaje simbólico hay uno que se centra en la infancia, que señala sin duda el asombro del niño que persiste en habitar en todo autentico poeta. Cuando el señor Barrie, autor de Peter Pan, decía que al momento en que un niño afirmaba la inexistencia de las hadas, una de ellas caía muerta al piso, quizá señalaba la aparición de la madurez, ese momento en que el poeta-niño da paso al poeta-muerto. En su “Canción de las hadas” Arturo hace profesión de fe en estos seres de leyenda, como un emblema del asombro, en la creencia y la afirmación de otros mundos milenarios: “¿No creer ya en las hadas?/ Pero entonces... Yo creo, ciertamente,/ que mi antigua aya era una reina de hadas,/ y lo supe cuando en el cielo de su mirada/ subían rosas ardientes y cuando su palabra/ quemó mi piel sin dejar señales,/ y porque en su corpiño, bajo las sedas,/ le palpitaban palomas blancas”.

Otra vez lo entrevisto por Aurelio Arturo da cuenta desde elementos simbólicos –en realidad toda gran poesía es simbólica- del sentido de estar vivo, aquello que Wallace Stevens apreciaba como inherente a la verdadera poesía.

Más allá de lo que Denise Levertov llama “poesía de impulso lingüístico”, algo que tuvo asiento en el surrealismo, los poemas de “Morada al sur” nacen de una contemplación directa o recordada. La misma Levertov nos recuerda que contemplar proviene de “templum, templo, lugar, espacio de observación indicado por el augur”.
¿Se podría decir entonces que la poesía de Arturo por ser contemplativa está de espaldas a cualquier acción? En contradicción con la teoría de Pierre Reverdy, que afirmaba que la poesía no habita en la naturaleza, que las imágenes no existen sin que el hombre las vea, el poeta colombiano parece creer que la rosa también disfruta de su olor. Algo que niega una visión puramente contemplativa.

Siempre hay una acción cuando la palabra sirve de instrumento, de herramienta para penetrar y bucear en la naturaleza, en las muchas realidades que conviven en una más amplia realidad.

La transformación de las cosas en la poesía de Aurelio Arturo y de esta en las cosas, es un diálogo, una tenue conversación:

Y termina la canción porque el gallo canta
y el sueño despierta el pequeño cadáver,
y llega el alba sobre sus yeguas blancas.
(“Canción del niño que soñaba”)

Coloquial, metafórico, descriptivo, cotidiano y onírico, el hacer poético de Aurelio Arturo se nutre de un apetito de saberes.
No sólo del acaecer cultural, del conocimiento de otras lenguas ni del recuerdo de seres que en el sur del país lograban hacer del trabajo una epopeya de camaradería y serenidad, está construida la morada de su poesía.
En el fondo de cada uno de esos paisajes atrapados en una larga cacería de imágenes, Arturo pone como epicentro al hombre, sus alegrías, sus dudas, sus oficios, sus evocaciones y desvelos.
En toda esa visión lírica de un mundo que ahora parece perdido, hay un rigor que busca lo esencial. No el rigor que constriñe, el rigor que limita, sino el que libera de exotismos, de trivialidades y grandilocuencias.

Aurelio Arturo en sus propias palabras:
“He escrito un viento, un soplo vivo/ del viento entre fragancias, entre hierbas/ mágicas./ He narrado el viento, solo un poco de viento”.

 

Por Juan Manuel Roca

 

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