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Las barreras de la libertad

Con la reseña del libro “Vida y destino”, de Vasili Grossman, El Espectador presenta El Cisne, un espacio para comentar libros clásicos.

Isabel-Cristina Arenas, EL CISNE
13 de enero de 2016 - 03:42 a. m.
Vasili Grossman nació en Rusia el  12 de diciembre de 1905 y murió en  Moscú el 14 de septiembre de 1964. / Archivo particular
Vasili Grossman nació en Rusia el 12 de diciembre de 1905 y murió en Moscú el 14 de septiembre de 1964. / Archivo particular

“Cada época tiene una ciudad que la representa en el mundo, una ciudad que encarna su voluntad y su alma”, escribió Vasili Grossman. Entre agosto de 1942 y febrero de 1943 esa ciudad fue Stalingrado, antes Tsaritsyn, hoy Volgogrado.

En diciembre del año pasado leí en un reportaje de Pilar Bonet que cuando Svetlana Alexiévich obtuvo el Nobel de Literatura, el presidente de su país, Bielorrusia, Alexandr Lukashenko, la felicitó y poco después la acusó de empañar la imagen de la patria con sus libros. A Vasili Grossman (Berdychiv, 1905 - Moscú, 1964) le pasó algo peor, pues ni siquiera logró ver publicado el libro al que le había invertido tanto tiempo. Vida y destino, con mil ciento cuatro hojas y dedicado a su madre, fue impreso sólo en 1980, después de haber sido confiscado por el gobierno, e incluso fue comparado con las armas atómicas que los adversarios preparaban contra Rusia. Lo acusaron de igualar a los comunistas con los nazis y de que su obra causaría más daño al estado soviético que Doctor Zhivago de Borís Pasternak. Aun así él creía en la bondad del ser humano, en la verdad. En algo ha cambiado el mundo desde ese entonces, aunque últimamente parece que retrocedemos.

Stalingrado fue sitiada el 23 de agosto de 1942, aproximadamente cuarenta mil personas murieron ese día, miles más resultaron heridas. La mitad de la ciudad quedó destruida y el río Volga fue testigo de cada muerto. Al igual que el Drina en la guerra de los Balcanes y en la Primera Guerra Mundial; el Tigris y el Éufrates en las interminables guerras de Medio Oriente; y el río Magdalena en Colombia con sus más de 1.500 kilómetros que no ha dejado de transportarlos.

¿Qué pasa si alguien recibe una llamada de Stalin, si lleva en su bolsillo una oruga de mariposa; si está en una lista de veinte mil personas que deben subir a un tren; si antepone la Ciencia ante cualquier otro tema; si es señalado por un compañero de hacer comentarios antisoviéticos; si es odontólogo en un campo de exterminio; si sigue hablando con su hijo muerto; si en lugar de levantar los bloques de cemento después de un bombardeo prefiere cantar? Los más de cien personajes de Vida y destino son seres humanos con ganas de conversar, de ser libres y no solo dentro de sus pensamientos, sino también en grupo. Quieren tener el derecho a no estar de acuerdo y a actuar como tal sin ser encarcelados, fusilados o encerrados en un campo de concentración.

Shtrum, un físico que tiene gran peso en la historia, le pregunta a un amigo sobre el hombre del futuro: “¿Crees en la evolución de la bondad, de la moral, de la generosidad y en el hombre capaz de ese avance?”. El amigo sí cree en el incremento de la capacidad de amar del humano, pero teme al uso que pueda darle a la energía del átomo. Yo a veces sí creo en ese hombre del futuro, pero muchas veces no lo veo tan claro. Es un porcentaje variable, dependiendo de las noticias del día, de las conversaciones en el desayuno. Hay momentos que pienso que este poema, que aparece en el libro, es escrito y reescrito cada día:

Camarada mío, en la larga agonía, / no llames a nadie pidiendo ayuda. / Deja que me caliente las manos, / con tu sangre humeante. / Y no llores de miedo como un niño, / no estás herido, sólo estás muerto. / Trae para aquí, es mejor que coja tus botas, / a mí todavía me toca ir a la lucha.

“Era 2 de febrero de 1943 y había amanecido cubierto de nubes”, se había terminado la batalla de Stalingrado. Los árboles volvían a crecer, el hielo se quebraba, otros niños nacían, las mujeres se preparaban para ir a comprar el pan y los hombres comenzaban a reconstruir sus casas. El Volga seguía su curso, y lo que había sido Stalingrado es hoy Volgogrado.

Por Isabel-Cristina Arenas, EL CISNE

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