El Magazín Cultural

La batalla pictórica de Gonzalo Ariza

Un texto sobre el acuarelista y paisajista bogotano, fallecido hace 20 años.

Valentina Ariza Romero
15 de junio de 2015 - 02:00 a. m.
Detalle de “Cámbulos y chacalaes”, de Gonzalo Ariza. /Cortesía
Detalle de “Cámbulos y chacalaes”, de Gonzalo Ariza. /Cortesía

Se podría comenzar por el final. Por las últimas tintas, que representan la más clara evidencia de lo que significó el paisaje para Ariza. No el dato exacto, objetivo, que el artista congela para dar digna muestra de su maestría, compitiendo con la forma real. Al contrario, un mundo hecho de atmósferas más que de materia, empático, sugerente, del que podía ya entrar y salir a ciegas, suspendido en el hilo de su último aliento. Ariza dibujaba entonces como quien ha recorrido innumerables veces el mismo sendero y conoce sin vacilaciones sus sinuosidades, sus huecos, sus abismos. Guiado por la fuerza de la memoria, de lo que ya no es distinto de sí mismo. Así se movía entonces su mano entre sus nieblas.

En algún lugar remoto habían quedado los primeros bosquejos de cuando ayudaba a su padre a pintar los telones decorativos para los retratos de Foto Ariza, uno de los primeros talleres fotográficos de Bogotá. Depositada también en el fondo de los recuerdos se hallaba la pequeña hazaña a la que se había lanzado a los 14 años, al pintar un niño mirando una fuente en el parque de la Independencia, una composición ya para entonces atrevida, con un paisaje enteramente al revés flotando en la superficie del agua. Minúscula anticipación de la que sería su más obstinada voluntad hasta el final de sus días: encontrar nuevos puntos de vista para lo conocido, dibujar lo ignorado, hacer con el paisaje lo que hasta entonces nadie había hecho.

Comenzó por descartar las metas más aclamadas para los estudios artísticos: París, Madrid, Ciudad de México. Impulsado por la que a ojos de sus familiares y amigos parecía una descabellada rebeldía, decidió dirigir su mirada hacia Oriente y en 1936, a los 24 años, zarpó en un azaroso viaje en barco por el Pacífico con una beca del Gobierno Nacional para estudiar arte en Japón. Y al pisar tierra firme sintió de inmediato que su audacia le era recompensada: el extasiado encuentro con la cultura japonesa de preguerra, fuertemente aferrada a sus tradiciones milenarias, le dio la clave para dar una respuesta personal a las preguntas que desde sus años de formación en la Academia de Bellas Artes de Bogotá lo obsesionaban: ¿cuál podía ser la contribución del arte en la búsqueda de la identidad americana? ¿Cómo desarrollar un arte propio, auténtico, contra la indiscriminada importación de modelos extranjeros? ¿Qué papel podía jugar el arte en la sociedad colombiana?

Dos fueron quizás los grandes estímulos que recibió de sus maestros japoneses: por un lado, un profundo y totalizante sentido estético de la vida, que hacía que el arte se desbordara de los círculos intelectuales o académicos para inundar constantemente todas las manifestaciones de la vida cotidiana; por otro, el sustrato filosófico y espiritual del sintoísmo y del budismo zen, que con la fuerza desestabilizadora de sus paradojas introdujeron en su pintura la importancia del vacío en la composición, la visión de la obra de arte como fugaz impresión en un mundo impermanente, la búsqueda de la asimetría, la austeridad y la naturalidad. A esto se sumó una acuciante intuición surgida en sus visitas al museo arqueológico de Tokio: la posibilidad de un remoto pasado cultural común entre las islas nipónicas y las costas del Pacífico suramericano, sugerido por las asombrosas semejanzas entre la cerámica haniwa y la precolombina.

La turbulenta antesala de la Segunda Guerra Mundial, con la escalada del nacionalismo de Konoe, obligó a Ariza a abandonar el Japón. El joven pintor regresó a Colombia con la íntima certeza de haber descubierto un nuevo canal, vital y aún inexplorado, para el desarrollo de su búsqueda pictórica y de un diálogo fecundo con la cultura colombiana e internacional. Pero su entusiasmo tuvo que enfrentarse a la dificultad de comunicar su experiencia en una sociedad como la bogotana de los años cuarenta, que en el mejor de los casos, y gracias a una que otra reminiscencia marcopoliana, asociaba el Japón con extrañas costumbres alimenticias y una lengua hecha de signos incomprensibles. A pesar de haberse sentido siempre partícipe de la tradición pictórica colombiana, que admiró desde sus raíces precolombinas y coloniales, a través de pintores como Gregorio Vázquez, Francisco Javier Matiz, Ricardo Borrero, Ignacio Gómez Jaramillo y Alejandro Obregón, la excentricidad de su posición, imposible de catalogar en algún ismo imperante, hizo que se lanzara en una exploración solitaria y a menudo sujeta a asperezas y choques con la crítica. Sin embargo, con ardor infatigable dedicó su vida al descubrimiento de los que se convertirían en los temas predilectos de su producción: la niebla y la luz cambiante de la impetuosa geografía andina, la sinuosidad y el cauce potente de los ríos de la cordillera, los grises de los páramos, los detonantes colores de los ocobos y los cámbulos, las extravagantes formas de las orquídeas…

Hay que decir que no tuvo nunca la pretensión de abarcar con su pintura todo el territorio colombiano. Le faltó la ambición taxonómica del científico y la apropiativa del coleccionista. Nunca viajó lejos. Y le resultaba incómoda la etiqueta de “pintor nacional”. Prefería regresar, con reiteración casi obsesiva, sobre los mismos lugares, limitados a los alrededores de Bogotá, o mejor, a la variación altimétrica de unos 1.400 a 3.000 metros sobre el nivel del mar, que corresponden a los páramos y a lo que él mismo llamó, con un neologismo, la “nuboselva”, esa mezcla de cielo y vegetación de clima medio que aparece y desaparece entre los pliegues y los intensos fulgores de sol de nuestros Andes.

En el restringido radio de esta “pequeña comarca que uno alcanza a percibir”, como declaró alguna vez, quiso darle dignidad artística a cosas que en ese entonces eran ignoradas, o consideradas viles, o indignas de una búsqueda pictórica “moderna”. Asumiéndose el riesgo del exilio de las salas de exposición durante los años sesenta, siguió impertérrito en su camino, produciendo incansablemente monumentales series de óleos y acuarelas. Mientras el país se adentraba en el caótico crecimiento urbano y la estremecedora violencia de los años setenta y ochenta, sus cuadros se asían a las raíces atemporales y silenciosas de las plantas y las montañas que los poblaban. No hizo esto con el desdén de un dandi o el hastío del mundo de un eremita. Lo hizo porque creyó profundamente en que esa podía ser su contribución como ser humano, ser político y ser creador en el entorno en que vivía y trabajaba. A distancia de años, y con todos los límites y cautelas de cualquier simplificación, se podría decir que fueron dos las principales armas de su singular batalla: la autenticidad, en una clave de reivindicación anticolonialista y americanista, y la belleza, propulsora del aprecio por el entorno natural. Pero, sobre todo, imprimió en cada pincelada de sus cuadros la plena confianza en el poder del arte, en un contexto como el colombiano, en el que la guerra, la ignorancia y el afán de progreso parecían avanzar ciegos a lo que para Ariza era la mayor urgencia del país: la recuperación de las raíces naturales y culturales, porque a sus ojos la cultura no podía prescindir del vínculo con la tierra, en su sentido más universal y profundo. “Cultura es cultivo”, repetía.

No se trató, sin embargo, de una batalla modesta. Ariza afirmó alguna vez que su intención era hacer con el paisaje lo que el muralismo mexicano había hecho con el pueblo. Desplegó, en dimensiones nunca antes experimentadas, la unicidad y la fuerza arrolladora de nuestros paisajes. Osó con composiciones inusuales, en las que el vacío y lo indefinido se imponían con primacía absoluta sobre la proporción de lo matérico y terrestre. Llevó a las salas de exposición la provocación de una caída vertiginosa de agua entre la niebla. O el retrato aéreo del río Bogotá, expuesto sin pudor en cada uno de sus trechos, con la dramática exposición de su inigualable y desventurada belleza. O aún, la pureza inerme de las pequeñas vidas de los insectos o los pájaros. Convencido del carácter atemporal del arte, nunca fechó sus obras.

Nunca hizo tampoco un autorretrato. A pesar de su genuino interés por todas las formas de cultura popular, evitó declaradamente los “cuadros de costumbres” e incluyó el dato humano en sus obras siempre como presencia discreta, por lo general trashumante y sumida en la ejecución de tareas cotidianas. El ser humano como una criatura más, entre los otros innumerables troncos y manchas de color. A veces simplemente como pequeña ancla de referencia para indicar la envergadura de los árboles o las rocas.

En junio se cumplen 20 años de su muerte. Es difícil decir si se puede considerar vencida su batalla, si sus obras son aún el testimonio de un espíritu libre, solitario y extemporáneo, o si, con el tiempo, pueden ser ahora acogidas en un terreno más receptivo, más consciente de nuestra riqueza, de la preciosa continuidad que va desde una hoja de quiche o de frailejón hasta nuestros ojos. Lo cierto es que la tenaz voluntad de Ariza de abrir ventanas, de conducir la visión del espectador con infinita delicadeza y maestría hacia los paisajes que hicieron parte de su vida, logró abrir un espacio en la historia del arte colombiano. Creó un territorio íntimo y a la vez extraordinariamente abierto, atravesado por visiones, melancolías y radiantes explosiones de color al que podemos llegar, para quedarnos y admirar, nuevamente, lo que nos une a nuestras raíces, y con ellas, al mundo.

Por Valentina Ariza Romero

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