El Magazín Cultural
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Bendita sea la vida que en la muerte habita

Cuando no queda nada a qué aferrarse. Cuando el horror de la guerra nos ha devastado el corazón, la piel y los tejidos que alguna vez nos unieron en una urdimbre de confianza y afectos.

María Luna Mendoza
17 de agosto de 2015 - 02:23 a. m.

Cuando nadie nos ha explicado por qué lo hicieron, qué propósito tenía tanta crueldad. Cuando nadie se ha preocupado por ayudarnos a resolver la incertidumbre de no saber dónde están los que buscamos, de no saber si podremos regresar al lugar de donde nos obligaron a huir. Cuando lo que nos ha sucedido se escapa de lo racionalmente comprensible y rebosa los límites del lenguaje y del dolor, suceden cosas aún más desconcertantes: naturalizamos lo innaturalizable o nos aferramos, con fervor y esperanza, a la muerte. Sí: en medio de la guerra, volcar la fe hacia la muerte también es una opción.

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En el oriente antioqueño, a orillas del río Magdalena, en el extremo izquierdo de ese pedazo ardiente de país llamado Magdalena Medio, está Puerto Berrío, un pueblo donde la gente adopta muertos sin nombre, sin identidad. Juan Manuel Echavarría —un artista que se ocupa de reconstruir las memorias de la guerra y de ayudar a víctimas y victimarios a tramitar con serenidad sus duelos para que no devengan en odio— llegó a ese lugar en 2006. Su propósito era fotografiar las pintorescas tumbas del cementerio del pueblo que nada tienen de blancura ni de luz perpetua ni de uniformidad. Se encontró con que la estética del cementerio corresponde a un ritual a la vez bello y tétrico de fe en la muerte. Se encontró con que esas tumbas de colores albergan más que tragedias, más que historias horrendas sobre personas N.N. que aparecían flotando en el río Magdalena con señales de tortura sobre sus cuerpos, carcomidos por un gallinazo o desmembrados por un águila negra. Se encontró con que en esas tumbas también reposan las historias de los vivos, de los sobrevivientes, de los que consiguieron escampar de la lluvia de metal que solía caer sobre sus techos; de personas que, para dignificar la vida, decidieron dignificar la muerte.

Ese descubrimiento produjo en el artista un espasmo emocional y de ese espasmo resultó Réquiem N.N., una película que cuenta una historia de generosidades en la que vivos y muertos intercambian favores y amor.

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Tú me ayudas a encontrar a mi hijo desaparecido y a cambio pinto tu tumba con pinturas de colores cálidos que hagan menos lúgubre la fachada del hoyo oscuro al que alguien te condenó. Me ayudas a resolver mis tormentos, mis negocios y mis penas y yo a cambio te llevo flores, me acerco, te visito, te canto, te abrazo, te hablo. Luego te bautizo. Te regalo lo que te robaron: una identidad. Trato de imaginar cómo te veías antes de ser un puñado de huesos. Te imagino rubia. Te imagino alto. Te imagino mulato. Te imagino niña. Imagino que lucías como mi hija que está extraviada. Imagino que te veías como yo me veía cuando era joven. En todo caso, siempre te imagino bella, completa. Te pongo un nombre que se adapte bien al rostro que inventé para ti: te llamo Diosa, Trinidad, Gloria, Milagros, María de los Ángeles. De vez en cuando te apareces en mis sueños. De vez en cuando siento tus pasos que se acercan, que se alejan, que me cuidan. Te pido que no me asustes. Limítate a hacerme compañía en tu invisibilidad. Ánima bendita. Bendita sea la muerte. Bendita sea la vida. Te hago un altar en mi casa. Me arrodillo. Rezo. Después te traslado a un osario que me empeño en mantener hermoso, pulcro, brillante. Así evito que tus restos y la complicidad espiritual que mutuamente hemos construido sean descartadas en la fosa común del cementerio: un bloque de concreto gigante en el que depositan cadáveres por los que nadie nunca preguntó, a los que nadie nunca escogió para adoptar. No te quiero en ese patético revoltijo de huesos. Te quiero digno. Te quiero libre. Te quiero al alcance de mis ojos, de mis flores y de los rituales que traigo para ti. Rezo para que los que te buscan te encuentren y sepan que, mientras buscaban y te extrañaban, no estabas sola porque me tenías a mí.

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No pintar. No escoger. No nombrar. Esa es la consigna de Medicina Legal. Los médicos forenses temen que la adopción masiva de muertos sin nombre vuelva más caótica su identificación. Entonces prohíben y pintan letreros de advertencia en las lápidas: prohibido pintar, prohibido escoger, prohibido nombrar. Y aun así, dice Echavarría, la gente se empeña en humanizar esos cuerpos porque son mucho más que animas benditas del purgatorio. Son víctimas de la guerra, probablemente amigos, hijos, madres, vecinos reducidos a nadie, reducidas a nada, a la imposibilidad de un nombre, de un duelo, de una identidad. No es un mero negocio de milagros: es una forma simbólica de reparación. Los vivos reparan a los muertos con halagos y con nombres. Los muertos reparan a los vivos con su compañía invisible y con la posibilidad de reinventar su esperanza tantas veces pisoteada.

El caos no está en las pinturas de colores, ni en los bautizos, ni en los rituales que hace el “animero” del pueblo a medianoche. Aunque la idea suene patética, la adopción de muertos se podría “regular” con cartografías rigurosas del cementerio, con señales en las lápidas y en los osarios que impidan que los cuerpos se pierdan para siempre, pero, sobre todo, con consideración y respeto de una práctica cultural y espiritual que ha calado, literalmente, hasta los huesos.

El caos está en otra parte: está en la fosa común donde los restos de una persona se confunden entre otros cientos de cadáveres desechados. El caos está en el río Magdalena, que es, quizá, una de las fosas comunes más grandes del país. El caos está en la interminable disputa armada por el territorio y en la igualmente interminable sevicia de los grupos que lo disputan: Paisas, Botalones, Urabeños, Rastrojos, Águilas Negras. Ahora tienen mil nombres, mil caras, se enfrentan entre sí, dicen que se odian, crean fronteras invisibles, pero a todos los une la calaña de sus patrones, la ruindad de sus prácticas financieras y la crueldad de su proceder. Ahí está el caos.

El caos está en una sociedad que permite que los pescadores sigan recogiendo pedazos de cuerpos humanos en los ríos y que no comprende que esos dramas no hacen parte de un pasado remoto y oscuro, sino que están anclados en el presente. El caos está en que mientras unos pregonan en la radio que la paz está más cerca que nunca y se cuelgan prendedores en forma de palomita sobre sus costosísimos trajes, otros bautizan tumbas ajenas con los nombres de sus hijos desaparecidos para tener, al menos, un lugar donde ir a llorar su ausencia.

¿Cómo diablos podemos estar cerca de la paz?

Lo único cierto es que, para aliviar lo que duele, la gente no espera treguas ni acuerdos, ni ceses de hostilidades, ni voluntades políticas de nadie. La gente crea sus propias herramientas —a veces insólitas— para reconciliarse con la vida, para saltar del purgatorio y tratar de alcanzar el cielo. Y eso es justamente lo que sucede en Puerto Berrío.

En El ocaso del pensamiento el escritor rumano Emil Cioran dice: “Incluso en la muerte busco la vida y mi papel no es otro que descubrirla en todo lo que ella no es”. Hace muchos años que Puerto Berrío vive bajo la sombra de la muerte. Su acecho permanente, sin embargo, ha surtido efectos inesperados: muchos de sus habitantes se han aferrado a ella y la han descubierto en todo lo que aparentemente no es: bálsamo, ternura, confianza, reparación. Bendito pueblo que, abrazando muertos, ha vuelto a abrazar la vida.

Por María Luna Mendoza

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