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Cambalache en la Fiesta del Libro de Medellín

Una iniciativa de El Magazín de El Espectador denominada Cambalache, en la cual los lectores pueden intercambiar libros absolutamente gratis, es uno de los eventos más particulares del certamen literario de la capital antioqueña.

Fernando Araújo Vélez
14 de septiembre de 2015 - 02:45 a. m.
El Cambalache literario es uno de los sucesos relevantes durante las jornadas culturales en la Fiesta del Libro de Medellín. / Cortesía Fiesta del Libro de Medellín
El Cambalache literario es uno de los sucesos relevantes durante las jornadas culturales en la Fiesta del Libro de Medellín. / Cortesía Fiesta del Libro de Medellín

“Igual que en la vidrierairrespetuosade los cambalachesse ha mezclao la vida”.
Cambalache, Enrique Santos Discépolo.

Había que imaginarlos como maromeros que subían y bajaban, se descolgaban de los estantes y volvían a ascender para sostener alguna charla o, sencillamente, escribir, seguir escribiendo. Había que imaginarlos como aquel personaje de Hermann Hesse, que era él y se escapaba de una cárcel por una carretera que había dibujado. Por ahí estaban, ficción y fantasía. Llegaban y se marchaban, vivían y morían. Oscar Wilde, con el manuscrito de El retrato de Dorian Grey bajo el brazo; Quevedo, con sus poemas y una de sus frases inmortales: “Enseña a morir antes y que la mayor parte de la muerte es la vida…”; Hesse y Demián, Julio Cortázar y Rayuela. Había que imaginarlos a todos metidos en la misma biblioteca, inmiscuyéndose en las historias de otros personajes y otros escritores, huyendo por entre las hendijas y hallándose en la imaginación.

Y así, desde la imaginación, desde nuestra imaginación, Dorian Grey saltó sobre una mesa, defendió al arte por el arte y aseguró que llegar al placer debería estar incluso por encima de la felicidad. Su novela fue delirio y presagio y condena, pues la Inglaterra del siglo XIX no fue capaz de tolerar que un libro, un simple libro, pisoteara la moral victoriana. Wilde escribió y dijo entonces que no había libros morales ni amorales, sino libros buenos o malos, y esa fue una de las tantas frases que tuvo que repetir cuando lo llevaron a un juicio por sus relaciones homosexuales con Alfred Douglas. En su defensa citó pasajes de Dorian Grey, quien de alguna forma era él, tenía que ser él, y defendió “la superioridad del arte sobre la vida y la moral mundana”. Su arte, sus impulsos, el placer o, en últimas, vivir la vida a plenitud, lo condenaron al ostracismo, a prisión, a la locura y la muerte.

Sin embargo, resucitó en sus letras y con sus obras de teatro y siguió diciendo cosas como “Perdona siempre a tu enemigo. No hay nada que lo enfurezca más”, o “La mejor manera de caer en la tentación es caer en ella”, o “Es absurdo dividir a la gente en buena y mala. La gente es tan sólo encantadora o aburrida”. Desde la imaginación, desde nuestra imaginación, Dorian Grey se cruzó con Francisco de Quevedo, pero ni siquiera se observaron, porque Wilde era vida y sólo vida, más allá de reglas, perfeccionismos y preceptos, y Quevedo fue un obsesivo de la perfección gramatical, hasta el extremo de que cuatro siglos después de su muerte Ernesto Sábato decía en una conversación con Borges que Quevedo habría podido corregirle una página a Cervantes, pero no hubiera podido escribir una página como Cervantes.

Unos estantes más hacia arriba, Grey se topó con Dostoievski, enclaustrado en una biografía de Henri Troyat en la que decía y repetía mil veces que tenía un proyecto, volverse loco, y relataba que luego de que hubiera salido de Siberia, condenado a trabajos forzados por sospechas de conspiración contra el régimen, y cuando iba al cadalso, condenado a muerte, le comentó a uno de sus compañeros de presidio que se le había ocurrido una gran idea para un cuento. Cuando los dos, personaje y escritor, quisieron saludarse, una mano rugosa los cambió de estante, y luego otra mano, muy delgada y juvenil, se los llevó dentro de un bolso dejando en sus antiguos lugares a Horacio y a la Maga, de Rayuela, y a Hans Schnier, el clown de Heinrich Böll en Opiniones de un payaso, que dialogaban sobre los primeros años 60 del siglo XX, sobre la soledad, el amor, el desamor, la locura y el sentido de la vida.

“Yo soy simplemente un payaso, y colecciono momentos”, decía Schneir. Horacio respondía, como un poseído: “Andábamos sin buscarnos, pero sabiendo que andábamos para encontrarnos”, y más tarde se largaba con un lapidario “Sólo viviendo absurdamente se podría romper alguna vez este absurdo infinito”. La Maga los observaba desde su melancolía, y los tres parecían estar de acuerdo con que la trama de las novelas a veces termina siendo lo menos importante, y se afirmaban y reafirmaban en sus frases, en su estar y no estar, en sus sinsentidos de la vida, y así, como grandes sinsentidos, se entendían ellos dentro de las novelas que los habían inmortalizado como personajes. Ellos eran personajes, pero eran realidad, y eran al mismo tiempo letra, y también carne y hueso y melancolía y alegría.

Y eran, fueron, imaginación. Pasados dos minutos de su charla, otra mano los separó, y una más los guardó dentro de una bolsa para reemplazarlos por otros personajes y otros escritores, dentro de una vorágine de idas, vueltas y cambios en la que, por unos días, todos hicieron parte de esta infinita obra que llevaba por nombre Cambalache.

Por Fernando Araújo Vélez

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