El Magazín Cultural
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Caracteres chinos

James Graham Ballard, escritor inglés, recrea en sus libros escenarios que demuestran cómo el ser humano se ha acostumbrado a la guerra.

Isabel Cristina Arenas
09 de abril de 2016 - 03:45 a. m.

Shiho es japonesa y Tzu-chun es china, se sientan juntas y charlan con tranquilidad, se ríen de los acentos al pronunciar sus nombres. Durante el descanso hablamos en español como idioma común porque, aunque estudiamos catalán, todavía no nos fluye con tanta facilidad. Les pido que escriban sus nombres en mi cuaderno de notas usando sus caracteres. A simple vista son muy parecidos: líneas elegantes, cortas, algunas un poco curvas. “Escribimos de arriba hacia abajo”, e imagino un pincel cargado de tradición, como sus países. Me cuentan que cuando usan caracteres simplificados pueden llegar a entenderse chinos y japoneses, por lo menos en forma global. Sin embargo, hablar es diferente, los sonidos pueden variar tanto que no hay nada en común, se necesitan las palabras escritas. También está Farida, que se sienta en la primera fila y con la que no habíamos hablado antes.

Shanghái, 1945, caen enlatados de carne amarrados a paracaídas de colores, también barras de chocolate, leche Klim y café. Caen sobre los campos destruidos, bañados por el río Yangtsé y la sangre de chinos, japoneses y europeos que viven allí. Entre la comida necesaria para sobrevivir también hay revistas: Reader’s Digest, Time y Life. Jim las recoge. Están nuevas y llenas de historias sobre lugares a los que nunca ha ido. Esas revistas son el botín más importante, el que le permite vivir, no olvidar a sus padres y a la patria que hasta ahora no ha visto. También le hablan de la guerra que conoce de cerca desde los once años y que aún no sabe si ha terminado o no.

J.G. Ballard (Shanghái, 1930 - Londres, 2009), estuvo internado junto con sus padres en un campo de prisioneros japonés en China tras el ataque de Pearl Harbor, y a partir de su experiencia escribió El imperio del sol (1984), llevada al cine por Steven Spielberg en 1987. Para Jim, el personaje, tanto como para Ballard, el escritor, las bombas Little Boy y Fat Man, quedaron en su memoria como una posibilidad inminente, ese hongo de muerte y fuego que arrasa todo a su alrededor dejando sólo recuerdos atómicos. Este tema marcaría la literatura de Ballard, a quien se le asocia generalmente con la ciencia ficción o la literatura fantástica, pero que ha escrito obras tan diversas como Crash (1973), que habla del placer sexual que producen en algunas personas los accidentes de carro, libro adaptado al cine por David Cronenberg en 1996, y Rascacielos (1975), que narra cómo la sociedad puede revertirse a estados primitivos y violentos a pesar de rodearse de lujo, progreso y tecnología.

Jim es un niño de la guerra, como los que reciben balas directas en la frontera de Turquía o los que pasan a través de alambradas, como en la fotografía de Warren Richardson ganadora del World Press Photo en 2015. Los padres del protagonista en El imperio del sol han sido internados en un campo de prisioneros diferente al suyo, pero el niño cuenta con el doctor Ransome, que le ayuda a sentirse útil; Basie, un estafador que le enseña ciertos métodos para sobrevivir, y el señor Maxted, un espejo físico de lo que pueden estar sufriendo sus padres por el hambre. Ellos son su familia dentro del campo de Lunghua, el que comparte con 1.800 personas más.

Confianza en el futuro, construcción de un mundo propio, protección y hasta conocimientos sobre cómo conjugar verbos en latín, amabantur, amabador, amatus eris, ayudan a Jim a mantener la esperanza. Sin embargo, hay algo que irrita especialmente al doctor Ransome al verlo siempre lleno de energía: se da cuenta de que la gente puede acostumbrarse a vivir en guerra, comiendo cada día la ración de boniatos, una especie de papa dulce, y esperando a que llegue alguien a rescatarlos. Por fin parece que todo se acaba, sobrevuelan los B-29 de los estadounidenses, caen los paracaídas de colores, los chinos subyugados por los japoneses se rebelan, los prisioneros caminan sin rumbo y el Yangtsé sigue su curso.

Detrás de los nombres de Shiho y Tzu-chun también está la historia de sus países, a veces tan ajena para Occidente, pero al mismo tiempo similar si pensamos en la guerra. Seguimos hablando de los tipos de letra y trazos que existen, y justo a mi lado, Farida, que siempre sonríe, dice: “Debe ser muy difícil aprenderlo”, y entonces toma mi lápiz y escribe en árabe. Abrimos los ojos al ver cómo aparecen las curvas flotantes de su nombre. En una hoja están Shiho y Tzu-chun, las guerras entre sus países, el perdón y su literatura. También está Farida, quien ahora ve cómo miles de refugiados llegan huyendo del fuego, del hambre y la destrucción que azota su región.

Por Isabel Cristina Arenas

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