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Carta al niño Dios

No sé qué decirte. No puedo mentir y fingir que no me gustan las cartas porque bien sabes que soy de las que colecciona sobres con sellos de animales o rostros de personajes viejos y pálidos hace más de 20 años.

Camila Builes
08 de diciembre de 2015 - 04:21 a. m.

Sobre todo desde que fui por primera vez a una librería en Bogotá, en La Candelaria, donde en la pared había pegados un centenar de sobres. La dueña, detrás de unas gafas de marco grueso negro con una pata chueca, me dijo que en cada muro había por lo menos un sobre de cada país del mundo. Una fascinación surgió en mí.
 
Han pasado muchos años y sé que esto no servirá para nada. Quiero hacerlo, sin embargo, porque como escribió una de mis grandes amigas, “la tristeza es una de las muchas maneras de sentirse vivo” y tal vez necesite sentirme viva. 
 
He intentado muchas veces hablar contigo, pero creo que sigues igual de ocupado como hace años. Todas las palabras se consumen en mi boca como un pedazo de almidón fresco. Ocupado como aquella noche que vi cómo mi madre ponía una muñeca de cabello rojo y ondulado sobre mi cama. Yo, escondida detrás de las cortinas del balcón, veía cómo ella la cubría con mi cobija y dejaba una pequeña nota sobre la mesa de noche, junto al reloj de Mafalda que me dieron de cumpleaños. El papel tenía unos corazones dibujados con color rojo, azul y violeta. Era un papel amarillento, de libreta ajada. No me sentí sorprendida. Siempre dudé de una paloma con regalos en las alas o con tanto dinero para darles juguetes a todos los niños del mundo.
 
Estaba a punto de salir de mi escondite cuando vi el brillo acucioso en los ojos de mi mamá. Decidí, por un rato más, quedarme escondida. Ella se sentó en una mecedora vieja que había en mi habitación porque no cabía en ninguna otra parte de mi casa. No encendió la luz, pero sí un cigarrillo. Su cabeza se deslizó por el espaldar de la silla mientras sus pies impulsaban de un lado a otro la madera vieja. Crujía. No parpadeé. Nunca la había visto fumar. Nunca la había visto completamente: cuerpo ancho, ojos azules, un lunar cerca de su nariz en forma de aleta que se confundía con una mancha de sol.
 
La punta del cigarrillo, naranjada como atardecer que va muriendo en el mar, alcanzaba a alumbrarle pobremente el lado izquierdo del rostro. Una lágrima se escapó, dos minutos después como una explosión afloró el llanto que inundó la habitación. Pensé que tendría que ponerme mi vestido de baño amarillo si seguía llorando a cántaros. Se ahogaba en las lágrimas. Sentía su respiración ahogada. Quise salir en ese instante, pero ella se puso de pie tan fuerte que vibraron mis rodillas peladas. Se miró en el espejo: limpió sus mejillas, movió la cabeza de un lado hacia otro, suspiró como si eso fuera lo mejor que hubiese podido hacer para ocultar los rastros de la tristeza. Después de pisar el cigarrillo, que aún no moría, salió de la habitación.
 
Creo que me quedé de pie frente a la cama, frente a la nota, frente a la vida, como una hora, como veinte años. Había una fotografía de ambas en mi tocador. Mis ojos se clavaron en su cara, en la de la foto. La mujer que había pasado hace cinco segundos en mi habitación no es la misma que me abraza en la imagen. Esa fue la última vez que vi a mi mamá. 
 
Lo último que me dejaste de regalo querido Niño Dios, fue el llanto inconsolable de mi heroína, una muñeca gorda que hablaba en un idioma que no entendía y una nota con corazones rojos, azules y violetas que hoy todavía abrazo. Todas las navidades. Todas las noches frías que me siento perdida. Hoy que es domingo.  
 
De pronto, recordé una tarde exactamente igual a esta, con esta misma luz. Con una luz que da, a la vez, ganas de morirse y de amasar un pan. Fue dos días atrás cuando le dije a un amigo que quería ver de nuevo a mi mamá. Él me dijo que se lo pidiera a Dios: “Él siempre escucha”. Había, como en este momento, una luz verde y serena.
 
Por eso decidí escribirte esta carta Niño Dios, porque quiero decirte, quiero pedirte que no volvás. No volvás, porque siempre que lo hacés me dejás de pie y ya estoy cansada.
 

Por Camila Builes

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