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Cartagena: una cometa en la muchedumbre, por Gabriel García Márquez

La Heroica está de cumpleaños. Como homenaje publicamos este artículo del Nobel de Literatura publicado originalmente en El Espectador en junio de 1983.

Gabriel García Márquez - 1983
01 de junio de 2016 - 03:53 p. m.
Archivo El Espectador
Archivo El Espectador

 Había un hombre impasible que trataba de elevar una cometa en medio de la muchedumbre inmensa. Había una mujer vendiendo un armadillo amaestrado que, según decía a voz en cuello, era capaz de hacer las operaciones aritméticas, salvo la división, marcando las respuestas cifradas con golpecitos rítmicos de las patas. Había un cura decrépito que llamaba tanto la atención como un papa porque iba vestido de un modo insólito para estos tiempos: con una sotana negra de aquellas que se usaban en los versos del compatriota Luis Carlos López.

Había un transatlántico iluminado que navegaba por las calles en medio de un viento de banderas. Había un presidente conservador que las multitudes aclamaban con la espontaneidad y el entusiasmo que hubieran querido para ellos algunos presidentes liberales, y había un príncipe de quince años saludado por los descendientes de quienes hace apenas 170 expulsaron a tiros a sus antecesores, y el presidente del Gobierno socialista español, a quien adoraban como si fuera un rey tropical, a pleno sol y con 34 grados de calor. Había todo eso y mucho más, como para que los visitantes ilustres no olvidaran que estaban en el mundo alucinado y alucinante del Caribe, donde aún las ilusiones más locas terminan por ser ciertas y se conoce el otro lado de la realidad. Era el miércoles 1 de junio de 1983, y la muy noble ciudad de Cartagena de Indias celebraba los primeros 450 años de su vida y sus milagros.

Todos los años, por el 11 de noviembre, la ciudad celebra el aniversario puntual de su independencia proclamada, pero ni aun los más viejos recuerdan una fiesta callejera tan concurrida, entusiasta y pacífica como ésta. Ha sido -y ése fue uno de sus méritos mayores- el orden del júbilo dentro del caos. El buen humor no desfalleció ni un instante. Al final de la agotadora jornada, la explanada del muelle de los Pegasos se oscureció con una muchedumbre de no menos de 100.000 personas en torno a la tarima de los músicos. Arriba, en la terraza del baluarte de San Ignacio, estaban los invitados especiales encabezados por el príncipe adolescente don Felipe de Borbón y el presidente Felipe González con su séquito numeroso. Alguien dijo entre la muchedumbre de la calle: “Hoy estamos otra vez como hace cuatrocientos años, nosotros aquí abajo, y allá arriba los españoles”. Pero era evidente que no se trataba de un sentimiento hostil, sino la expresión de un anhelo general, que era el de ver a todos los partícipes de la fiesta, tanto los de arriba como los de abajo, tanto los nacionales como los invitados de fuera, celebrando el cumpleaños en la misma plaza y bajo el mismo techo de estrellas abigarradas. La noche, una de las más cálidas que se recuerden, era más que propicia.

Sin embargo, como ocurre casi siempre en estos casos, las cosas que no se ven suelen ser, por lo menos, tan importantes como las que están a la vista. La presencia de los cuatro cancilleres del grupo de Contadora -Colombia, México, Panamá y Venezuela- y la oportunidad que sin duda tuvieron de intercambiar ideas con sus colegas del resto de América Latina en los callejones secretos de la fiesta, pudo haber sido providencial para la paz en América Central, los esfuerzos más recientes trataban de conseguir que los cancilleres de Honduras y Nicaragua se reunieran a discutir sus discrepancias en presencia de los cuatro cancilleres de Contadora reunidos hace unos días en Panamá.

No fue posible aun algo que debía parecer tan fácil. En Cartagena, por una de esas coincidencias a las cuales no son del todo ajenas las conveniencias políticas, los cancilleres de Honduras y Nicaragua comulgaron juntos en la misma misa de acción de gracias. El de Nicaragua, que es el padre Miguel de Escoto, no sólo está acostumbrado a comulgar desde su edad más tierna, y aun en la que tiene ahora, que ya lo es menos, sino que no le han faltado oportunidades de dar él mismo la comunión a otros cancilleres de este mundo. El canciller de Honduras, en cambio, y al menos hasta donde se sabe, no tiene ninguna investidura que le permita hacerlo. Sin embargo, son viejos amigos entre sí, y al margen de los pleitos públicos oficiales hablan de ellos en privado con una naturalidad y un sentido del humor que no permiten entender muy, bien por qué les cuesta tanto trabajo a sus países llegar a un acuerdo de buenos vecinos.

En una de las recepciones de Cartagena, alguien les dijo a ambos: “Ya que ustedes están comulgados y por consiguiente inspirados en la gracia de Dios, enciérrense ahora mismo en ese cuarto y no vuelvan a salir hasta que no estén de acuerdo”. Lo que más duele es que, sin duda, ambos les hubiera gustado hacerlo, pero que se sienten impedidos por las contradicciones internas y los intereses ineludibles de sus propios Gobiernos. Hay que confiar, a pesar de todo, en que el ambiente de cordialidad que se impuso en el cumpleaños de Cartagena haya contribuido de algún modo a aflojar la tensión.

En todo caso, las tentativas no fueron inútiles, y de este cumpleaños de Cartagena queda, sin duda, una nueva esperanza de encontrar un remedio para todas esas guerras de América Central, guerras dispersas y sin futuro previsible, a las que bastaría con añadir un grado más de los muchos que ya tienen de confusión para provocar un cataclismo mundial. El presidente Felipe González, que es sin discusión el hombre de aquellos lados del océano que mejor nos conoce, tal vez tuvo ocasión de clarificar aún más sus ideas sobre la situación actual de América Central.

Ya en el Encuentro dentro de la Democracia, celebrado en Madrid hace poco más de un mes, se hablaba en voz baja, aunque no muy baja, de la posibilidad de que el presidente Felipe González actuara como mediador entre América Central y Estados Unidos. La necesidad de esta mediación no la niega nadie. Ni siquiera los propios cancilleres de Honduras o El Salvador, que no vacilan en reconocer en privado que es Estados Unidos, y no sus propios Gobiernos, lo que constituye un obstáculo para lograr un acuerdo en un conflicto que ya está causando más muertes y desgracias que un temblor de tierra. No parece casual que el presidente del Gobierno español haya querido tener estos contactos de Cartagena antes de su próxima visita a Estados Unidos, donde su voz tiene un crédito grande y su autoridad para hablar por nosotros no puede ser disputada. Confiemos en que éstas no sean ilusiones de periodista, sino clarividencias de poeta, y que algún día no lejano se pueda hablar de esta hermosa fiesta de Cartagena como del cumpleaños histórico donde, por fin, se rompió la piñata de la paz en América Central.

Todo es posible en una ciudad donde alguien logra elevar una cometa de colores en medio de la muchedumbre.

Por Gabriel García Márquez - 1983

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