El Magazín Cultural
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“Casa de las estrellas”

El escritor antioqueño Javier Naranjo seleccionó las mejores definiciones del mundo hechas por niños de entre 6 y 12 años.

Camila Builes
24 de julio de 2015 - 03:03 a. m.
Las palabras fueron elegidas por los niños según sus gustos y experiencias. / Tobías Arboleda
Las palabras fueron elegidas por los niños según sus gustos y experiencias. / Tobías Arboleda

 

Hace frío. Hay un camino entre las montañas. La vereda Pantanillo, en El Retiro, Antioquia, huele a tierra mullida, a madera recién cortada. Al final del camino hay una casa roja. En los corredores que la enmarcan hay unas materas suspendidas en el aire con flores amarillas y rojas y verdes. Justo en la entrada un aviso: Corporación Rural Laboratorio del Espíritu.

Es una organización privada, sin ánimo de lucro, que tiene por objeto promover el desarrollo local mediante un proyecto educativo orientado a reconocer, valorar y fortalecer el mundo rural.

En su biblioteca hay un libro particular, un diccionario, un universo, un hogar. Casa de las estrellas, dice en la portada. El universo contado por niños.

Javier Naranjo fue el encargado de seleccionar el contenido de este libro que surgió como un juego y quiso entregarse como eso. En diversos momentos, y a lo largo de varios años, Naranjo invitó a niños de primaria a dar el significado de algunas palabras, a que su propia mirada se revelara ante los ojos de los adultos, para quienes el mundo de los niños siempre será un misterio.

Las palabras surgieron sin ninguna deliberación particular, salvo —quizás— que fueran estridentes para los niños, llamativas, difusas para ellos.

Del material obtenido se hizo una selección en la que sólo se corrigió la ortografía y, en pocos casos, la puntuación. Naranjo afirma haber respetado la voz de los niños, sus titubeos y dislocación, su secreta arquitectura. El libro es una voz que parece ajena a lo que quiere imponer lo sabido: el mundo gastado, rotulado con el pobre “Ya conozco todo”.

Infancia viene del latín infas: el que no habla. Los niños que hablan en Casa de las estrellas no sabían esa definición. Y seguramente podrían refutarla.

El Laboratorio del Espíritu fue el nicho donde Javier encontró a muchos de esos niños que emergen en las letras del diccionario, un lugar que se aferra a la idea que apoya la conversación, el diálogo y la amistad como factores eficaces de socialización.

Alfonso Gumucio, teórico de la comunicación para el desarrollo, visitó en 2012 la corporación. “Llegar a este lugar produce una sensación similar a descubrir una poza de agua fresca en un oasis luego de una larga travesía”, escribió en su Bitácora. Dentro de todo lo que exhibe el mundo normal es —tal vez— utópico pensar que una biblioteca escondida a los pies de las montañas antioqueñas pueda representar un sitio de salvación, de descanso, de lucha. Pero ¿qué es la utopía? Una palabra, un pedacito de amor.

***

 

Soy el sol de mi cuerpo

Soy la nube negra cuando estoy triste y me siento fea

Soy la luz más bella de mi casa y cuando me enojo soy una pantera

Soy la estrella más bonita del universo y cuando lloro me apago todo

Soy la luna que alumbra tu caminar

y cuando me odias tanto me enojo y me pongo a llorar

Soy una nube negra, triste y fea

Soy la estrella más bella que te alegra

Soy el sol brillante que se alumbra con la alegría.

¿Quién escribe estos versos? Se llama Tania Flórez Lince, vive en la vereda Lejos del Nido, en El Retiro. Tenía nueve años cuando lo escribió.

Los relatos producidos por niños están cargados de emociones que en la adultez son reemplazados por los dogmas y frases que se deben repetir para adaptarse sin fricción al mundo “adulto”.

Cuando se abre Casa de las estrellas se cruza una línea hacia el pensamiento de niños que ven un país que no conocen en paz, una sociedad que prioriza lo pragmático sobre el ensueño y que determina que soñar es para los ricos, para quienes —supuestamente— pueden cumplir sus sueños.

Javier Naranjo recopiló en un libro las visiones de seres que pocas veces son escuchadas y, mucho menos, tenidas en cuenta.

Leer el libro obliga a repasarlo una y varias veces. Es un libro para llevar a todas partes, para abrazar en noches de frío, para guardar en un lugar eterno del recuerdo.

“La palabra une la huella visible con la cosa invisible, con la cosa ausente, con la cosa deseada o temida, como un frágil puente improvisado tendido sobre el vacío. Por eso para mí el uso justo del lenguaje es el que permite acercarse a las cosas (presentes o ausentes) con discreción, atención y cautela, con el respeto hacia aquello que las cosas (presentes o ausentes) comunican sin palabras”, dijo Italo Calvino, y este libro confirma la posibilidad de unir a las palabras los momentos, las personas, las canciones, los días y semanas que a veces se nos van en un respiro y que necesitamos empacar en una palabra, en un término. Felicidad, amor, violencia, mamá, hijo y Dios. Estuches para percepciones personales que necesitamos unir a los otros para no estar solos, para que la vida recobre sentido.

Dentro del mundo onírico aparecen como visión las palabras que Naranjo encontró en los niños. Los significados son, en ocasiones, escenas vividas y recuerdos permanentes que parecen hablar no sólo del niño sino también de su familia, de la mía, de este país que se identifica —casi siempre— en el dolor.

Todo el tiempo se reúne en los libros. Milenios de historias y relatos que nos validan, nos confrontan, nos rectifican. Los libros son, al fin y al cabo, una nave para viajar y entender y cambiar.

Este libro, esta nave, recorre el universo de los niños, del niño que fuimos todos, de las palabras que todos quisiéramos pronunciar pero que lo mezquino del adulto atrapa entre lengua y corazón.

Cuando entré al universo
Desde los 13 años siempre tengo un libro en mi maleta. De lo que sea, usualmente son libros que llevo a mitades, que leo en el camino, en el bus, cuando estoy sola. Esos libros le dan cuerda a mi mundo, me reconfortan, se apiadan de mi mente cuando por cualquier distracción se parte de la vida y comienza a pensar en sobrevivir.

Hay otros libros, tesoros que el tiempo de búsqueda pasaba sobre páginas de editoriales o bibliotecas antiguas. Esos libros son los indispensables, los que puedo dejar toda mi vida encima de la mesa continua a mi cama. Son los libros que siempre van en mi maleta de viajes largos, de futuros en caminos lejanos. Libros que no mueren en mi memoria, que recreo en momentos que me parecieron haber leído antes, libros que tienen la frase perfecta para mis momentos diáfanos.

Todos los libros son un universo, es sabido; el tema que sea dispone de esmero, tiempo y horas de reflexión en personajes y lugares. La idea de hacer de un libro un amigo nunca me pareció demente, al contrario, siempre fue un pedazo de realidad lo que suponía que dentro de un libro podría encontrar la mejor versión de mí y la mejor versión de mi mundo.

Quería encontrar la definición del libro primordial, del libro perfecto para los momentos furtivos. Y la encontré. Un libro es una casa, es la casa de las estrellas.

Por Camila Builes

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