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Chaplin: un siglo más joven

El 2 de febrero de 1914 se estrenó ‘Making a Living’, la primera película de sir Charles Spencer, que desde entonces se convirtió en ícono del cine.

Hugo Chaparro Valderrama / Especial para El Espectador
02 de febrero de 2014 - 08:11 a. m.
Charles Chaplin rodó su primera película cuando tenía 25 años, aunque comenzó su actividad actoral en teatro a los cinco.   / AFP
Charles Chaplin rodó su primera película cuando tenía 25 años, aunque comenzó su actividad actoral en teatro a los cinco. / AFP

Chaplin empezó en el cine siendo un tramposo. Al menos en su primera película, Making a Living, estrenada el 2 de febrero de 1914. Aún no era el vagabundo que él mismo describió después como “un caballero, un poeta, un soñador, un solitario, siempre a la espera de amor y de aventuras”. Al contrario, para ganarse la vida, su primer papel fue el de un rufián, definido con precisión idiomática como un lady-charming swindler, un calavera dedicado a engañar mujeres, que pudo ser a finales del siglo XX un lady-charming swinger —un coqueto adicto al sexo, como demostró ser Chaplin del lado de acá de la pantalla, según lo pueden leer, aunque no sea inspirador saber los secretos de un ídolo, en los dos capítulos que el cronista Kenneth Anger le dedica en Hollywood Babylon, titulados, con precisión lujuriosa, Las ninfas de Charlie y Lo: Lita, donde se explica el gusto de Charlie por las doncellas.

Al cómico no le gustó trabajar con Henry Lehrman, “un alto director de escena de la Keystone”, como lo recuerda Chaplin en su autobiografía, nombrando también al estudio que hizo del humor su estilo en la década de los años 10. Lehrman, continúa Chaplin, “era un hombre muy vanidoso y pagado de sí mismo por el hecho de haber dirigido con éxito algunos sketchs, de una comicidad muy mecánica. Solía decir que ni siquiera necesitaba personalidades: que lograba provocar las carcajadas sólo con efectos mecánicos y un adecuado montaje de la película”.

En Making a Living el humor, según la dirección de Lehrman, confirmó la suspicacia de Chaplin, revelándose mecánico y reiterativo. Sin guión, con la vaga idea de un relato picaresco, en el que Charlie interpreta a un periodista mediocre —que corteja sin vergüenza a la novia de otro periodista honrado—, aparece en la pantalla vestido con una levita, un sombrero de copa, un bigote exagerado y un monóculo que inventa para el rufián sin fortuna una elegancia forzada.

Improvisar era el lema de la Keystone. Son famosas las carreras y acrobacias de los Keystone Cops, sus policías delirantes, capaces de aceitar las calles para que sus carros resbalaran de una manera insólita y peligrosa. Chaplin no fue la excepción: enfrentado al periodista, se atacan, se golpean y se atropellan como permite la trama, que dura nueve minutos, y que Chaplin detestó.

Luego de terminar el rodaje —aprendiendo que la forma se debía nutrir con historias que enriquecieran la mecánica del cine—, andando por los estudios sin saber qué hacer, se acercó un día a Mack Sennet —el canadiense que actuó, dirigió, produjo películas y fundó el humor en Hollywood—, quien miraba confundido el set, también sin saber qué hacer mientras mordisqueaba un puro, todavía más confundido por estar acompañado de la actriz a la que siempre amó, la reina de la comedia conocida como Mabel Normand —a la que llamaron antes Muriel Fortescue—, descrita por Sennet como alguien “tan bello como una mañana primaveral”.

“Necesitamos gags”, recuerda Chaplin que le dijo Sennet, destacando la palabra que cifraba en Hollywood un chiste visual. “¡Maquíllate y ponte un disfraz cómico! ¡Cualquier cosa!”, concluyó Sennet.

“No tenía idea respecto al personaje que haría”, agrega Chaplin. “Sin embargo, al dirigirme hacia el vestuario pensé que podía ponerme unos pantalones muy holgados, unos zapatones y añadir al conjunto un bastón y un sombrero hongo. Quería que todo fuera contradictorio: los pantalones, holgados; el saco, estrecho; el sombrero, pequeño, y los zapatos, grandes. Estaba indeciso si parecer joven o viejo, pero recordando que Sennet creyó que yo era mucho mayor, me puse un bigotito, que, en mi opinión, me haría ver de más edad sin ocultar mi expresión”.

El hombrecito que cruzó el Atlántico en 1910, cuando tenía 21 años, con su troupe teatral, la compañía de Fred Karno, donde también trabajaba el cómico Stan Laurel —que luego sería el flaco junto al gordo que encarnaba, con el peso del talento, Oliver Hardy—, viajó desde Inglaterra a Estados Unidos en un barco de ganado, sin reses pero con ratas que se subían a la cama y espantaban a zapatazos. Cuando llegó a Nueva York entró en un restaurante, avergonzado por su inglés pausado. “Había tantos hombres que hablaban de una manera rápida y cortada, que me sentí intranquilo, por miedo a tartamudear y hacerles perder el tiempo”, recordaba Chaplin.

Vestido como el vagabundo ante los ojos de Sennet, las acrobacias del cuerpo y el vértigo de su humor no hicieron perder el tiempo ni al director ni a su público, que pudieron entender su silenciosa elocuencia en cualquier parte del mundo.

A sus 25 años de edad, cuando rueda Making a Living, Chaplin ya tenía 20 años de experiencia en el mundo teatral: empezó a los cinco años, cuando su madre olvidó una canción que entonaba en el campo de batalla de un teatro musical, y Chaplin salió al escenario para continuar cantando, imitando accidentalmente a su madre cuando olvidó la canción y arrancó del público los aplausos que todavía lo acompañan en su larga eternidad.

Aunque odiara su debut, Making a Living sería el germen del vagabundo, esbozado en la manera de utilizar el bastón, de golpear en las piernas al hombre que lo contrata para escribir en el diario donde explota el desastre, de tropezarse y caer, de aprovechar un tranvía o el acordeón peligroso que forma una escalera para un golpe de humor, de huir de la policía —que siempre lo persiguió cuando el vagabundo fue alguien que supo burlarse del poder y su arrogancia.

Después de Making a Living comprendió, como otros héroes de su generación —Max Linder, Harry Langdon, Buster Keaton y Harold Lloyd, actores que hicieron del humor en los años 20 la edad de oro de la comedia cinematográfica, capaces de trasladar el escenario teatral al escenario del cine tras adiestrarse arduamente en la década del 10—, que un estilo nacía con la identidad del traje cuando definía al cómico con claridad ante el público. A esto se agregaba el cuerpo, que podía trazar cualquier geometría acrobática, como si fuera de plastilina o de caucho.

Chaplin filma entonces, vestido con el bombín, los zapatones, el saco estrecho y el bastón elástico, Mabel’s Strange Predicament, estrenada el 9 de febrero de 1914, y Kid Auto Races at Venice, el 7 del mismo mes, aunque primero rodó la película con Mabel. Tiene la indumentaria, pero no el alma. Es un personaje odioso. En Mabel’s protagoniza a un borracho insufrible que hace sufrir a Mabel, aterrada cuando burla una convención social: ¡Que una mujer aparezca empiyamada ante un hombre distinto a su marido! El sexo como pretexto para reírse del mundo que lo reprime y lo juzga fue el tema de la película que dirigió también Lehrman.

El personaje de Kid es un exhibicionista. Asiste a una carrera y el periodista que trata de filmar a los muchachos, compitiendo con sus carros de juguete, tiene que apartar a Chaplin, una y otra vez, parado ante la cámara para que lo vea su novia, a la que envía una carta, donde se lee al principio I made tracks for the track (Me fui a la pista) —aunque también podría ser que se fue a dejar una huella en las carreras cuando no quiere apartarse, insistiendo en que lo filmen, así el periodista le hable, le ruegue y lo golpee—.

Pero el vagabundo supo descifrar su alma, asomada a sus ojos, donde brilla el fuego de “la desesperación cuando no puede cambiar la miseria de este mundo”, como alcanzó a describirlo Franz Kafka, disfrutando de su cine antes de morir a mediados de los años 20 —cuando Chaplin ya había filmado películas para Keystone, Essanay, Mutual y First National—. Entonces recibió el cariño y la bondad de su público por la solidaridad que siempre manifestó con los desafortunados, los frágiles y los amenazados por la riqueza insolente que humilla a los que suelen trastornarles el paisaje.

Astuto para administrar la dimensión de su ego, forjado en la miseria de las calles londinenses, donde creció aterrado por la locura creciente de su madre, que murió en 1928, sin saber que su hijo era uno de los cómicos más venerados del mundo, Chaplin comprendió que el drama, el melodrama y la comedia, matizados con tintes sentimentales, podían seducir al público que lloraba a mandíbula batiente cuando el cine se burlaba de la realidad con un registro absurdo.

Nos acostumbró a la tristeza vencida por el humor que diluye la adversidad de la suerte. Lo hizo con la perfección de un talento infalible, comprendiendo plenamente qué era y qué podía ser el cine —hasta el punto que una vez Chaplin se presentó a un concurso de imitadores de Chaplin, ¡quedando de finalista ante un imitador que lo hizo mejor que él!, sumándose a la parodia el nombre de Billy West, un actor que únicamente quería ser considerado el mejor imitador de Chaplin, exagerando la broma un mexicano llamado Charles Amador, llevando el truco al delirio diciendo que él era el Billy West verdadero.

Felizmente, Chaplin aún permanece con su autenticidad. Marchándose al final de varias de sus historias por el camino infinito de un porvenir incierto. Regresando con certeza en más de 80 películas, realizadas entre 1914 y 1967, para enseñarnos por qué “la vida es una tragedia en primer plano, pero una comedia en plano general”.

 

 

Por Hugo Chaparro Valderrama / Especial para El Espectador

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