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Códigos de belleza

La escritora caleña Melba Escobar presentó su más reciente novela, “La casa de la belleza”, una historia de contrastes que retrata la alta sociedad bogotana.

Fernando Araújo Vélez
18 de septiembre de 2015 - 03:47 a. m.
La primera novela de la escritora Melba Escobar se llamó “Duermevela”. / Archivo
La primera novela de la escritora Melba Escobar se llamó “Duermevela”. / Archivo

Y de pronto fue que su primo llegó a los gritos, algo pálido, nervioso, diciendo que tres niños se acababan de ahogar, y todos los adultos se callaron y lo miraron y lo fulminaron a preguntas y él inventaba respuestas, inventaba colores, inventaba lugares, y ella, una niña apenas, abría sus ojos oscuros e imaginaba la escena de los niños ahogados y veía que sus padres y sus tíos y todos los mayores estaban embebidos en la historia. Su primo seguía. Ella lo miraba y admiraba, porque de un momento a otro había pasado de ser un niño más, un niño como cualquiera, como ella, a ser el centro de la escena, el centro de la sala, de la casa, del barrio, del mundo. Lo había logrado con unas cuantas palabras, contando una historia.

Luego supo que todo fue una mentira, que su primo había mentido para que le prestaran atención por una vez en la vida. Ella comprendió entonces que con las historias, los relatos, podría dejar de ser “invisible”. Comenzó a escribir. Comenzó a crear su propio mundo, un mundo en el que mezclaba escenas de telenovelas como Pero sigo siendo el rey con pasajes similares a los que había leído en Oliver Twist y sucesos que le había referido su abuela. Al final, sus cuentos terminaban en puntos finales y macabros. Sangre, muerte, dolor. De alguna forma, la vida, la vida real, finalizaba así. Luego irrumpió la adolescencia. Sintió otros dolores y otras angustias que empezó a plasmar en un diario, atormentada por cientos de preguntas a las que no le hallaba respuesta, y por las matemáticas, su muy particular infierno.

Y un día de aquellos, perdido entre los anaqueles de la biblioteca de su casa, se encontró con Crimen y castigo y Dostoievski. Se sumergió en las miles de causas que tuvo Raskolnikov para ir un día a asesinar a una usurera, y en sus pensamientos y en su paranoia. Pulsión y nervio, peligro, resurrección, caída y santidad, pecado y sublimación, Raskolnikov era Dostoievski, un hombre que de la lujuria había pasado a la pureza, como aquel Marmeladov de Crimen y castigo que vendía a su hija para poder tomar. Él, Dostoievski, también había vendido la comida de su esposa para poder jugar, le había sustraído algunos rublos para caer, para sentir el peligro entre sus venas, porque si fue jugador, El jugador, no era por ganarse una suma de dinero.

Era por el riesgo. Por vivir en carne propia aquello que describiría Baudelaire, “Prefiero la infinitud del goce en un instante a la eterna condena del hastío”. Por pasar de la infamia a la inocencia, del crimen a la expiación. Dios y el diablo y de nuevo Dios, y otra vez el diablo. Una eterna ruleta construida de pecado y santidad. Ella también vivía entre el pecado y la santidad, como todos, y con Crimen y castigo comenzó a vivir dentro de los libros. Varios años más adelante decidió estudiar literatura y retornó a Dostoievski. Aprendió a reverenciarlo, como a Tolstói, a Joyce, a Goethe. “La academia no te invita a escribir, sino a reverenciar a los escritores, y te hace ser más crítico”. Después de la academia se topó con el periodismo. Lo que había sido sólo letra y estudio fue letra y calle y noticia y vida. “En un solo noticiero hay decenas de posibilidades literarias”.

Escribió para varios suplementos literarios: Pie de Página, Arcadia, El Tiempo, Etiqueta Negra. “Eso me soltó”. En 2010 publicó su primera novela, Duermevela, una especie de monólogo interior sobre la pérdida del padre, sobre el duelo, sobre la soledad, el encontrarse y perderse: “María ha anunciado que regará su parte de cenizas en la tumba de Borges, pues el cementerio está a unas pocas cuadras de su casa y papá amaba a Borges, lo leyó de verdad. Rebeca las llevará al mar Caribe, Silvia las pondrá junto a su cama y yo no he querido guardar sus cenizas. Casi siempre traigo su fantasma pegado a la suela de mis zapatos”. Cuatro años más tarde escribió Johnny y el mar, la historia de un niño que conoce el mar. “A los niños habría que escucharlos más”.

Entre uno y otro, caminando con fantasmas pegados a la suela de sus zapatos, empezó dos novelas que dejó ahí, inconclusas, y una más, La casa de la belleza, publicada algunos meses atrás. La primera escena era “la imagen de una persona que va en su carro por la avenida Circunvalar, en el oriente de la ciudad, que, luego de ver verde durante todo el camino, de repente se topa con el edificio de Peñas Blancas, que en el libro se llama New Hope. Cuando yo vi este edificio me pregunté: ‘¿Qué es lo que tanto me molesta de esa construcción?’. Ese fue el detonante. Detrás de eso hay una estética, un afán de mostrar la plata por encima de cualquier cosa, una obsesión con el estatus que tenemos todos, que es una cosa muy de acá, un afán por las compras y las marcas”. Sin embargo, después la cambió y se largó a contar lo que ocurría dentro de una sala de belleza del más alto de los estratos.

“Fui a un salón de belleza y me llamó la atención todo lo que ocurría allí, y entonces empecé a ir más a menudo, a veces sólo para escuchar. Es como si los temas lo buscaran a uno”. Formó monólogos de odio, entrecruzó conversaciones e historias, descubrió parte de la condición humana, se dolió de las contradicciones y los extremos y escribió y escribió. Siguió escribiendo, porque nunca ha dejado de escribir.

Por Fernando Araújo Vélez

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