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La consagración de un maestro

A sus 72 años, el afamado director de teatro Robert Wilson expone su habitación personal en el Louvre y afirma que en el futuro Lady Gaga será reconocida como una gran artista.

Ricardo Abdahllah / Especial para El Espectador
27 de noviembre de 2013 - 10:37 p. m.
Robert Wilson ha creado obras como ‘Einstein on the Beach’ (junto a Philip Glass) y ‘The Old Woman’. / Cortesía
Robert Wilson ha creado obras como ‘Einstein on the Beach’ (junto a Philip Glass) y ‘The Old Woman’. / Cortesía

Robert Wilson es probablemente el director de teatro de vanguardia más reconocido del mundo hoy en día y Christopher Knowles es un artista cuyas obras están en la colección permanente del MOMA de Nueva York. Cuando se conocieron en 1973, Knowles era un joven con daño cerebral leve y autismo diagnosticado que pegaba fragmentos de cintas magnetofónicas y repetía una y otra vez las mismas frases para hacer collages sonoros y Wilson era una promesa de las tablas que con su obra La mirada del sordo había ganado un Drama Desk, el único premio en el que las producciones teatrales independientes neoyorquinas compiten en condiciones de igualdad con los monstruos de Broadway. El encuentro cambiaría la manera en la que Wilson escribía e imaginaba sus montajes.

“Cuando era niño todos querían ser militares o bomberos. Yo quería ser el rey de España, y así se lo dije a mi profesora, que de inmediato me reportó a la dirección y le dijo a mi familia que algo no iba bien”, dice Wilson antes del inicio de una de las funciones de su versión de The Old Woman, una obra adaptada de un texto de Daniil Jarms, en la que el director pone a los actores Willem Dafoe y Mijail Baryshnikov a atravesar todas las formas del teatro: espectáculos de mimos, música de cabaret y persecuciones cinematográficas al estilo de los hermanos Marx.

La anécdota que Wilson cuenta puede ser inventada, una manera de dar sentido a que su primera obra se llamó El rey de España. Fue en 1969. Wilson iniciaba así una carrera que iba a revolcar un Broadway anquilosado en las fórmulas que habían probado su eficacia y su rentabilidad. Cimentaría del todo su reputación en 1976 en París, gracias a un encargo del entonces ministro de Cultura, Michel Guy.

Esa ópera por encargo sería Einstein on the Beach, obra que escribió junto a Philip Glass, entonces un novato, y para cuyos textos solicitó la colaboración de Knowles. Einstein... tenía efectivamente la estructura fundamental de una ópera, con actos, escenas y motivos que se repetían, pero desde el principio del proceso el trío de creadores decidió explotar (en el sentido de “explosión” y no de “explotación”) el resto de lo que se suponía que debía ser una obra lírica. En lugar de tener como argumento la vida de Einstein, tomaron sus motivos matemáticos, remplazaron las notas por números, pidieron a los músicos y actores hacer todo lo que se suponía había que evitar y resultaron con una obra monumental de cinco horas y media que cambió la manera de escribir y representar la ópera moderna. “Me han dicho tantas veces que es una obra minimalista, pero el libreto y las partituras son precisas en cada detalle y extremadamente complejas”.

Sus actores están de acuerdo y utilizan adjetivos como “milimétrica” para describir la precisión que exige Wilson: “Hasta los movimientos de sus pestañas son trabajados”, dice Dafoe. “Pero eso nos permite explorar nuevas libertades que ni siquiera habíamos imaginado”.

“No le digo nunca a un actor lo que debe pensar o sentir. Creo que un artista debe hacer preguntas y no dar respuestas, y yo no se las voy a dar a mis actores”, dice Wilson. “Yo les digo que escuchen. Siempre he sido bueno para escuchar. Cuando me aburría en clase con uno de esos malos profesores, me sintonizaba para percibir el resto de las cosas”.

Wilson escucha, pero también juega y también le gusta hacer el juego de palabras con los tres sentidos de play en inglés: jugar es to play, actuar es to play, una obra de teatro es a play.

Y juega.

En una de sus conferencias de prensa responde a una pregunta repitiendo durante varios minutos “¡bab, bab, bab, bab, bab!”.

A la siguiente pregunta contesta con un monólogo de Hamlet.

Las dos respuestas resumen una carrera que durante cinco décadas se ha movido entre el absurdo de obras como Káta Kabanová, El jinete negro, de Burroughs, y La última cinta de Krapplas, de Brecht, y las puestas en escena de clásicos como Lohengrin y Parsifal de Wagner, Aída y Orfeo de Monteverdi. Wilson puede darse el lujo de decir que desde mediados de los ochenta, en muy raras ocasiones no ha tenido un teatro lleno.

Pero no lo dice, ante todo evita hablar de premios. Dice que lo significativo es la presentación de cada noche.

Sus íconos, sus lugares

Desde 1992 sus creaciones se gestan en el Watermill Center, en Long Island, un centro de creación que Wilson fundó y del que concibió cada detalle. Cada verano, el director se instala en un espacio que comparten artistas experimentados con jóvenes que él mismo selecciona. Entre quienes han colaborado en sus producciones están Tom Waits, quien coescribió la música de El jinete negro, y el recientemente fallecido Lou Reed, que realizó la música para la puesta en escena de Lulu. En su más reciente trabajo no recurrió a la voz de Lady Gaga sino a su imagen, para recrear veinticuatro lienzos célebres. Los retratos de Gaga se exponen cerca de varios de los “originales” en el Museo del Louvre. La Gaga encarna entre otros al Marat asesinado del cuadro de Jacques Louis David y la cabeza de San Juan Bautista, en la escena imaginada por Andrea Solario.

“Ella es capaz de permanecer inmóvil durante horas para conseguir un retrato que luego hace llorar al público. Conmover me parece más difícil cuando uno está quieto que cuando está haciendo maromas por todo el escenario”, dice. “Algún día la gente la reconocerá como lo que es: una gran artista y no sólo una cantante pop”.

Los retratos tienen mucho de video y performance, una combinación en la que el director no ha dejado de trabajar desde su proyecto La vida y muerte de Martina Abramovic, una obra de teatro autobiográfica construida como un documental cuyo final natural será la filmación de los funerales de la artista serbia.

“En Francia siempre me han entendido mejor que en Estados Unidos”, decía Wilson hace unas semanas durante la inauguración de la edición 2013 del Festival de Otoño de París, que en esta ocasión le está dedicado. Además de proyecciones, debates y talleres en torno a su trabajo, del estreno de The Old Woman y el nuevo montaje de Einstein on the Beach, durante diciembre se presentará su versión de Peter Pan (junto con el dúo Coco Rosie y los actores del Berliner Ensemble), que, asegura, “recuperará ese lado sombrío, casi temeroso, de la obra original y que ha sido ignorado en todas las adaptaciones que se han hecho”.

Director, actor, fotógrafo, performer, escultor ganador de la Bienal de Venecia, artista en todos los campos, de Wilson dijo Susan Sontag: “No se me ocurre otro trabajo tan vasto e influyente”.

Además de los retratos de Lady Gaga, y para completar su exposición en el Louvre, que también hace parte del festival, Wilson decidió mudar al museo la habitación de su apartamento en Nueva York. Que es un coleccionista maniático es evidente: en los estantes hay desde un par de zapatos que pertenecieron a Marlene Dietrich hasta chicles mascados recogidos de la calle. Junto a la cama tamaño extra-king, un par de botas de vaquero, como recién descalzadas, hacen pensar en Waco, esa ciudad intermedia de Texas donde Wilson pasó su infancia. El nombre del lugar evoca la inmolación de los miembros de la secta davidiana en 1993, pero en los recuerdos de Wilson es “ese lugar donde, cuando era niño, ir al teatro todavía era pecado”.

Por Ricardo Abdahllah / Especial para El Espectador

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