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Corrijo, borro, tacho, busco: consejos para escribir

Piedad Bonnett y Mauricio García Villegas abrieron hace poco en estas páginas un debate sobre el oficio del escritor. El creador de la Maestría de Escrituras Creativas de la Universidad Nacional aporta su punto de vista.

Azriel Bibliowicz *
23 de diciembre de 2015 - 04:41 a. m.

El poeta W.B. Yeats, resumió en cuatro palabras su método para escribir: “Corrijo, borro, tacho, busco…”.

Todo aquel que desea aprender a escribir, debe rehacer una y otra vez sus frases, hasta lograr su punto. En verdad, no se escribe, sino se reescribe y es en la reescritura donde se crece, porque las frases deben hacerse y pulirse muchas veces. Mientras uno reescribe no sólo reelabora las palabras sino renueva las ideas y uno mismo cambia. Frente a la reescritura los textos van tomando forma, en la reescritura se aclaran, con la reescritura se organizan, frente a la reescritura cobran sentido y por la reescritura se destacan y adquieren brillo.

Gustave Flaubert afirmaba que los textos al igual que una bella cabellera debe cepillarse una y otra vez hasta que logre el lustre al que tanto aspira. El poeta Virgilio nos recordaba que repasaba sus textos como una osa que lame a su cría.

Cuando nos lanzamos a la aventura de ser autor, por lo general no se logra una ópera magna con el primer texto, pero las óperas primas no dejan de ser fundamentales. Creo que es importante subrayar la diferencia. Una cosa es Ojos de Perro Azul y otra Cien Años de Soledad y ambas pertenecen al mismo autor. Pero, para llegar a escribir Ojos de Perro Azul, García Márquez tuvo que romper mucho papel, todo el necesario para vencer los miedos y debió reescribir su texto una y otra vez, hasta terminar su primera obra de ficción. Y una primera obra es eso: un texto novel, pero con V.

Hace años leí un libro de Azorín, que me sirvió de guía: El Artista y el Estilo. Y debo confesar que si bien, no siempre me convence Azorín, lo respeto como maestro de la frase corta en español y por su estilo. Ahora bien, en ese pequeño libro, le recomienda al joven escritor, lanzarse al agua sin preocuparse tanto por la gramática o la ortografía sino por sacar adelante lo que tiene adentro, organizarlo, encontrar su orden lógico y concatenarlo. La ortografía y la gramática, se deben dejar para el final, porque son, de alguna manera, la lavandería de los textos.

Cuando se ha terminado de trenzar, de enlazar los diferentes hilos que arman la urdimbre literaria y se han cortado aquellos cordones que terminan sueltos, es indispensable lavar y planchar la textura. La gramática es el agua y jabón que limpia el ripio de los relatos y la ortografía es la plancha que le quita las arrugas. Ahora bien, también es bueno recordar que un exceso de agua y jabón puede desteñir el tejido.

Recordemos que cuando Cervantes escribió El Quijote, todo parece indicar que la gramática no fue su interés. Se preocupó por escribir “un gran cuento de hadas”, como diría Nabokov. Porque si se analiza El Quijote desde el punto de vista gramatical, como lo hizo Diego Clemencín, en su edición anotada de 1833, con un prurito cerrado y académico, la obra resulta plagada de errores de estilo y de redacción. Más aún, se llega a creer que Cervantes era un mal escritor. Pero, por gramaticalmente correctas que fueran las páginas de Clemencín, y por acertado como crítico que resultase, no las cambiaríamos por una sola de Cervantes. Es curioso e irónico que todo lo que escribió Cervantes, a pesar de lo incorrecto que hubieran sido en su momento, hoy son el canon y ejemplo de lo correcto y académico.

El joven escritor no debe ceñirse de manera rígida a las reglas cuando emprende esta aventura, porque, al fin y al cabo, escribir también implica darse licencias. Tal vez por ello los escritores desaliñados, tienen muchas veces una gracia que no tienen los pulidos. Pero, también es verdad que las “licencias” deben responder a un conocimiento del idioma y no ser producto de la ignorancia o el simple descuido con el mismo.

Lamentablemente debemos aceptar una dolorosa realidad: en Colombia, los colegios no saben enseñar a escribir y estamos haciéndolo mal, porque se continúa bajo la égida de las clases tradicionales. Un profesor ante un tablero intentando llenar a los estudiantes de información gramática y ortográfica creyendo que así se aprende a escribir mejor. Pero, la escritura depende de una práctica y unos talleres. Es sobre todo un oficio de factura delicada. Demanda un trabajo tutorial por parte de los maestros y dedicación frente a cada uno de los alumnos.

Debo señalar que después de casi una década dirigiendo la Maestría en Escrituras Creativas de la Universidad Nacional y haber graduado a más de 320 alumnos, 65 de ellos fueron galardonados con premios o menciones tanto nacionales como internacionales.

Si uno se pregunta cuál fue el secreto para que uno de cada cinco alumnos terminara una ópera prima que se pudiera leer y presentar a un concurso sin pena (con un mínimo de agua, jabón y plancha) la respuesta es simple: diseñamos talleres en donde cada estudiante recibía una atención continua por parte de un tutor-escritor, para que reescribiera su texto, una y otra vez, a partir de unas anotaciones y lecturas formativas. Ningún tutor trabajaba con más de cinco alumnos.

Y si bien el modelo no es fácil de implementar, tampoco es imposible de llevar a cabo. En muchos países desarrollados, se aplica tanto en los colegios como universidades. Debemos cambiar el modelo de la enseñanza frente a la escritura y comprender su naturaleza: un oficio que demanda una elaboración minuciosa y un trabajo intensivo.

* Autor de “Migas de pan” (Alfaguara 2013), Gustave Flaubert. “Historia de una cama” (Panamericana), “El rumor del astracán” (1991).

 

Lea acá el texto de Piedad Bonnett.
Lea acá el texto de Mauricio García Villegas.

 

 

Por Azriel Bibliowicz *

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