El Magazín Cultural
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Cuando la vida sobra y la voz estorba

Llegaron los “actores”. Llegaron armados. Unos usaban botas y camuflado. Otros tenían corbata y cuello blanco.

María Luna Mendoza
29 de junio de 2015 - 02:00 a. m.
Ilustración: Alejandro Araújo Larrahondo
Ilustración: Alejandro Araújo Larrahondo

Todo sobraba. Todo estorbaba. Sobró el agua de los ríos. Los peces y los pájaros murieron envenenados y los niños murieron de sed. Sobraron los árboles. Los bosques se convirtieron en “corredores mineros” y las selvas en campos minados. Sobró hasta el aire que respiramos. Los “actores” llegaron armados, rasgaron la tierra con retroexcavadoras gigantes: buscaron oro y carbón. Y así envenenaron el viento. El aire dejó de ser portador de vida y frescura porque pusieron a flotar en él diminutas partículas letales. Y es que los “armados” tienen una clara vocación para envenenarlo todo. Se suben en aviones y desde el cielo rocían con veneno los cultivos: no importa si son lícitos o ilícitos. Se suben en un barco y derraman petróleo en el mar. Y aún así los “actores” de cuello blanco y corbata siguen repartiendo licencias y ofreciendo cocteles en los hoteles más lujosos de la capital. Llegaron los “actores”. Llegaron armados. Todo les estorbó, menos la pleitesía de ese puñado de señoritos.

La vida, en sus más diversas expresiones, sobró. Sobraron las tamboras y las gaitas de los pueblos en la costa atlántica. En algún momento, el bullerengue y la cumbia sólo sonaron para amenizar masacres horrendas en las que los “actores” se deshicieron de gente que sobraba, de ideas que sobraban, de proyectos de vida que sobraban, de resistencias que sobraban. En la costa pacífica sobraron los palafitos humildes que las comunidades habían construido sobre el mar. En Buenaventura las casas de la gente dejaron de ser espacios para descansar y se transformaron en tenebrosas carnicerías donde los “actores” llevaban a seres humanos que sobraban para descuartizarlos vivos. Los lugares sagrados de los pueblos fueron tomados por asalto y convertidos en santuarios de la muerte. En las escuelas –que también son territorios sagrados- se dejó de enseñar lenguaje y matemáticas para enseñar a matar. Así pasó en Belén de los Andaquíes, Caquetá. Allí los “actores” transformaron las aulas y los patios del colegio en una escuela de la muerte donde los más jóvenes fueron entrenados para odiar y torturar.

Llegaron los “actores”, llegaron armados. Movilizaron todo su poder, todo su dinero, sus apellidos y su prepotencia para despejar el rumbo hacia el progreso. Sobraron las mujeres y sus cuerpos. Sobraron los hijos de las madres de Soacha y el llanto de las madres de La Candelaria. Sobraron los gais y las lesbianas. Y aquellas personas que no se ajustaron a su insólito sistema binario de machos cabríos y hembras sumisas, fueron brutalmente descartadas. Sobraron las lenguas de los indígenas y su inigualable coraje para amar y defender sus raíces. Sobró la Colombia afro y la vida campesina dejó de ser una opción. Sobraron más de cuatrocientas mil vidas que fueron expulsadas al exilio en razón de su ideología y de su obstinada convicción por la paz. Sobraron. Sobramos. Nos empujaron con odio a países y a pueblos ajenos, a ciudades hostiles, a barrios miserables, a fosas comunes y hasta a hornos crematorios.

El que nomina domina y por eso los “actores” decidieron que sobraban las palabras que pusieran en riesgo su pose de redentores y pudieran delatar su ruindad. Se convirtieron en los innombrables. Con una mueca forzada de diplomacia, se tomaron todos los micrófonos y las pantallas posibles y difundieron su gramática de la historia. Entonces empezaron a hablar de actores y estructuras armadas y de criminales que se juntan en bandas para delinquir por quién sabe qué razones. Nos hablaron de terror, de miedo, de “sapos”, de enemigos y de la impostergable necesidad de militarizar la vida, las calles, las carreteras, los mares y los campos. Sobraron las explicaciones. Sobró la historia. Sobró el contexto. Han administrado su impunidad a punta de eufemismos. Nos instalaron su diccionario y su paranoia en la cabeza y quedamos convencidos de que tienen mano firme, pero corazón grande. Por miedo o por confusión dejamos de nombrar las cosas por su nombre. ¿Quiénes son esos actores? ¿Por qué andan armados? ¿Cómo se llaman? ¿Quiénes son los que despojan, torturan, asesinan y silencian? ¿Quiénes envenenaron el río? ¿Quiénes le arrebataron el rancho a doña Rosa y la parcela a Bernardo y a sus hijos? ¿Por qué lo hacen? ¿A qué proyectos y a qué señoritos obedecen? ¿Cuándo lo sabremos? Y si ya lo sabemos, ¿cuándo nos decidiremos a llamarlos por su nombre?

Ponerle nombres y apellidos a esta historia es un acto elemental de justicia. Si las bombas perdidas u ocultas no son des-cubiertas y des-amordazas, dice Jesús Martín Barbero, nos pueden explotar en las manos cualquier día. Después de medio siglo de atropellos y silencios impuestos, la amnesia no puede seguir siendo la regla, y la verdad -con todas las voces y las miradas que la integran- no podrá sobrarle a nadie más; nunca más.

Por María Luna Mendoza

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