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Cuatro veces Niño

Desconocido en los círculos artísticos nacionales, Álvaro Emilio Niño Bonett, de 34 años, expone su primera retrospectiva en París.

Ricardo Abdahllah / París
01 de octubre de 2013 - 10:00 p. m.
La exposición de Niño Bonett en la galería 55 Bellechasse, de París.   / Fotos: Cortesía
La exposición de Niño Bonett en la galería 55 Bellechasse, de París. / Fotos: Cortesía

La palabra “Niño” está escrita con fichas de Lego en cada una de las maquetas instaladas en los vientres de cinco osos de peluche tamaño humano. Cada maqueta está también hecha de fichas de Lego y una de ellas muestra un grupo de campesinos frente a un ejército de figuritas vestidas de negro que recuerdan a los hombres del Esmad. La escena no ocurre en una tienda de juguetes, sino en la galería 55 Bellechasse de París, en la que Bertrand Scholler, mientras termina de descolgar las fotografías de Edouard de Pazzi, va montando las piezas de la exposición que se inaugurará al día siguiente.

“Siempre hemos querido dar un espacio a artistas que digan algo sobre nuestra época, y me parece que la retrospectiva de Emilio Niño, la séptima que organizamos, tiene algo que decir”.

Junto a los osos gigantes se exponen lienzos pintados con aerosol. En ellos hay imágenes retrabajadas de Obama, Hollande y Sarkozy. También señales de tránsito que Emilio ha transformado en letreros que dicen, por ejemplo, “Prohibido estacionar: robots gigantes”.

“Cuando uno era pequeño se podía entrar en un robot y vencer a los malos. Luego todos te van diciendo: ‘No, no es así, hay que pensar en el futuro, ahorrar’. Yo quería mostrar que uno puede seguir pegado a esos sueños”, dice Niño Bonett, que cumplirá 34 años la misma semana que realiza su primera exposición retrospectiva. Así, el artista nacido en Ciénaga, pero que creció entre Bucaramanga y San Gil, confirma que la palabra “Niño” que aparece en cada uno de sus trabajos no es sólo su firma, sino también una evocación de la infancia.

“Su obra es divertida, porque toma elementos de cuando éramos pequeños. Al mismo tiempo gana en profundidad porque nos recuerda el choque entre esos sueños y una realidad violenta”, dice Scholler, el hombre al frente de una galería entre cuyos socios se cuentan François Sarkozy y el filósofo Jacques Attali.

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“Cuando era niño me iba mal en el colegio. En todos. Terminé presentando el Icfes sin haber ni siquiera hecho noveno. Sólo quería pintar y trabajar la plastilina”, recuerda Niño. “Mi primera ‘obra’ la hice sobre un muro con los cosméticos de mi madre. Cuando vio lo que había hecho no sabía si abrazarme o regañarme”, dice.

Su madre terminó por abrazarlo, y en varios momentos de su vida le pagó lecciones particulares con artistas locales. “Aprendí a la manera antigua, viendo trabajar a mis maestros, ayudándoles a mezclar los óleos, a templar los lienzos”.

Salvo por algunos cursos, Niño nunca pisó una academia de artes. En cambio, motivado por los artistas que lo tuvieron como discípulo, entre ellos Luz Marina Bravo, Elsa Cárdenas y el difunto paisajista Carlos Alba, logró participar en exposiciones colectivas en San Gil y Barichara. Su servicio militar lo llevó al Sinaí, en donde descubrió al tiempo la riqueza del arte egipcio y los sufrimientos de los palestinos. Además, en un viaje mochilero pudo descubrir los museos europeos.

“Yo estaba en la edad en la que sólo decía Van Gogh y Picasso; el viaje me abrió los ojos a la riqueza de la pintura”, dice.

De regreso a Colombia continuó pintando y realizó exposiciones individuales esporádicas. Para ganarse la vida fue profesor de inglés durante diez años en varios institutos de idiomas. “Daba clases a ejecutivos y en barrios exclusivos de Bogotá. Esa gente compraba mis cuadros”, dice.

Hace cuatro años, por razones personales, que es una manera de decir sentimentales, se mudó a España. Hace dos vive entre Valencia y París.

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“Es como un niño. Cuando uno lo regaña porque no ha avanzado lo suficiente en lo que debe estar listo para la exposición, llega con una sonrisota para hacerse disculpar”, dice Scholler, quien, convencido de la evolución de Niño, decidió incluirlo entre los artistas que tienen un contrato con la galería, una lista de menos de diez nombres que incluye a la fotógrafa iraní Niloufar Banisadr y la pintora francesa Laure Muel.

“Discutimos cuánto podría necesitar para dedicarse a trabajar en su obra. Una mensualidad que vemos como un avance sobre sus futuras ventas. El mercado del arte contemporáneo es complejo y los artistas no siempre lo entienden, pero a la larga no está tan lejos del sistema del mecenazgo que siempre ha existido”, dice Scholler. “La metáfora puede ser gastada, pero muchos artistas son diamantes en bruto, y si no encuentran alguien que les ayude a pulirse, o si lo encuentran pero rechazan los consejos, nunca logran un brillo”.

Scholler y Niño comenzaron entonces a decidir cuáles de las vertientes en las que habría trabajado Emilio tenía más potencial artístico y comercial. Niño ya había utilizado las fichas de Lego sobre robots de plástico y para fabricar prendedores que vendía a los almacenes de recuerdos en París. “Nos fuimos dando cuenta de que había un potencial en el Lego, y ahí nació la idea: todo mundo quería un oso de peluche gigante cuando era niño”, dice Scholler.

“Decimos lo del oso y dos días después este man aparece con cinco peluches gigantes y una cantidad de cajas de Lego y me dice: ‘Ya tiene los materiales, póngase a trabajar’. Semanas antes, yo ni siquiera tenía con qué comprar un lienzo”, dice Niño. Cuando Scholler supo que ni siquiera tenía un estudio para trabajar, lo instaló en el sótano de la galería.

Es allí donde Emilio ha trabajado en los últimos meses imaginando sus bromas sobre las imágenes en aerosol de los líderes mundiales, dándoles nueva vida a las señales de tránsito y pintando cada una de las miles de piezas de Lego con las que ha construido las maquetas en el vientre de los osos gigantes.

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La historia, tal como ocurrió, es una de esas cosas en las que (sólo) creen los niños. Álvaro Emilio Niño había pasado el final del invierno golpeando a las puertas de las galería parisinas (él dice: “A treinta, cuarenta, cincuenta puertas”), con un catálogo de fotografías de sus pinturas. Cuando no le decían “eso es una mezcla de estilos” o “así no se hacen las cosas, consiga un agente”, le decían “no podemos atenderlo”.

El domingo 26 de mayo, cuando, animados por católicos extremistas, centenares de miles de manifestantes protestaban en las calles de París contra la ley del matrimonio igualitario, Niño intentaba abrirse camino para visitar a una amiga y se perdió en el laberinto formado por los radicales y las barreras de policía que bloqueaban las calles. Convencido de que la ciudad estaba imposible de recorrer, decidió visitar galerías, ya no para mostrar su trabajo porque se había convencido de que sería “en algún momento, más adelante”.

O tal vez nunca, porque tanto en Valencia como en París ya se había imaginado que terminaría indigente, uno de esos artistas que nunca encontraron fortuna.

Al entrar a la 55 Bellechasse dudó antes de saludar al hombres tras el escritorio. Al final le dijo, mitad en inglés, mitad en francés: “Mire, soy artista, ya no iba a mostrar mi trabajo a nadie más, pero a lo mejor usted pueda darle una mirada”.

El hombre era Bertrand Scholler, quien nunca había aceptado un artista en esas condiciones. Menos de cuatro meses después estaría pronunciando el discurso en la inauguración de la primera de sus exposiciones parisinas.

 

Por Ricardo Abdahllah / París

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