El Magazín Cultural
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La cultura es una fábrica de esperanza

Empieza una nueva versión de la Feria Internacional del Libro de Bogotá, tal vez el encuentro literario más importante del país, que esta vez incluye más de 30 obras traducidas al español por editoriales nacionales.

Santiago La Rotta Amador
17 de abril de 2013 - 09:19 p. m.
La Biblioteca Joanina, parte de la biblioteca de la Universidad de Coimbra, fundada en 1290.
La Biblioteca Joanina, parte de la biblioteca de la Universidad de Coimbra, fundada en 1290.

Quien lo dice es un político, un intelectual. Suelen ser antónimos. En este caso las dos cosas son ciertas. Vasco Graça Moura ha ejercido un número de posiciones al interior del gobierno portugués, además de la presidencia de varias instituciones culturales; fue eurodiputado, escribe, traduce.

“Este edificio es del siglo XII. Ese de allá es del siglo XIII. Los cimientos del museo se remontan a la época de Trajano, saben, el emperador romano”. Como buena guía turística, reparte datos y fechas, resalta y hace énfasis en los creadores y los destructores. La parte histórica de la ciudad portuguesa de Coimbra alberga algunas de las edificaciones más antiguas del lugar, cemento y piedra para edificar algo que llegó a ser imperio.

Alguna vez la capital del reino, hoy es, ante todo, una ciudad universitaria. Claro, dedicada a la producción de conocimiento, aunque también entregada a los placeres fáciles de la vida estudiantil en un lugar que más parece un museo a cielo abierto que un lugar para habitar y vivir el presente. En la cresta de la montaña yace la universidad, creada en 1290.

En una esquina del patio central está la biblioteca. Un edificio que en su exterior se revela modesto. Más de medio millón de personas llega cada año hasta la puerta de la Biblioteca Joanina. Lo que sigue es el asombro: una mezcla de opulencia, simetría y el seductor poder del volumen, no en decibeles, sino en cantidad; libros, muchos libros.

Con 500 años de servicio al público, esta es la biblioteca, en portugués, más antigua del mundo. Los encargados del lugar recitan las cifras de memoria, número de títulos (60.000 sólo en este edificio, pues la biblioteca de la universidad tiene más de un millón), antigüedad de sus ediciones (manuscritos del siglo XI) y otros datos que hablan con cierta suficiencia del tamaño.

La biblioteca también acoge libros como una Biblia en hebreo escrita en Lisboa, que logró atravesar los siglos para ser uno de los 20 ejemplares de su tipo en el mundo. El tono de quien habla se suaviza y su historia ya no es una recolección de datos, sino un relato pleno de orgullo que habla de proteger algo que en un momento llegó a ser prohibido. Lo dijo un famoso antropólogo, “la lengua es un vehículo a través del cual el alma particular de cada cultura se hace material”. El edificio, más que una atracción turística, es un sitio de peregrinaje, pues además de papel guarda algo de esperanza.

La cultura como poder no oficial. En tiempos de dictadura, una época pasada por los sables y las botas, la Fundación Calouste Gulbenkian, en Lisboa, se erigió como uno de los centros no reconocidos de la vida cultural en Portugal. Una institución privada, nacida del inmenso capital y el amor al arte de su fundador (empresario armenio, denominado dueño del 5% de la producción petrolera en Irak, por ejemplo), que logró constituir una orquesta sinfónica, un coro y una compañía de ballet, además de albergar una de las colecciones privadas de arte más grandes del mundo.

La fundación es un ejemplo poco usual: una institución privada autosostenible, independiente de la ayuda estatal y, al menos en el relato oficial, a veces un símil del Estado en el sector cultural; la institución tiene 3.000 millones de euros en capital y poco menos de 500 empleados.

Debajo de la cantidad y la opulencia, la pregunta insistente por el precio de la colección, hay un amplio fondo de belleza. En medio de la visita, el curador de la muestra para, los ojos clavados en una pintura, frente a un retrato. Exhala. La voz baja. “Las manos, las arrugas de las manos. Qué trabajo”.

La vida suele agruparse alrededor de la Plaza Camões (en honor al poeta Luís Camões), con la parada de algunos de los tranvías de Lisboa, los cafés, los locales comerciales. Dos personas que se miman debajo de la estatua del escritor. Gente que se encuentra. Cerca de allí los turistas, cámara en mano, entran al Café A Brasileira. Afuera hay una estatua de Fernando Pessoa. Fotos alrededor, fotos con la estatua. Todos quieren un poco del poeta. Sentarse en las mesas que lo acogieron, estar un poco en el mismo espacio. Todos buscando un momento para Facebook, tal vez. En una mesa ligeramente alejada alguien lee un ejemplar de El libro del desasosiego. Está en portugués. El recuerdo no es sólo para el turismo.

En frente de la Casa dos Bicos, en donde tiene su sede la Fundación Saramago, hay más cámaras y viajeros tratando de atrapar una postal de viaje, una coordenada de vida diría alguien. El lugar es otra parada de un circuito que, aún de la mano del turismo, se apoya en la creación cultural para ofrecer un referente de ciudad y de nación.

Todo esto sucede en un país con una suerte de explosión literaria y artística que, extrañamente, tiene índices de lectura muy similares a los registrados en Colombia, por ejemplo.

Lejos de la estadística, las peleas de presupuesto, las buenas o malas políticas de Estado, Portugal resulta ser un país lleno de creadores, nuevos o viejos, que parten de un pasado histórico vasto para ofrecer nuevas perspectivas del mundo en un idioma compartido por 200 millones de hablantes en por lo menos tres continentes. Pequeños tesoros valiosos: “Matar, cualquier animal lo sabe hacer, pero perdonar es un lujo”. Esperanza.

slarotta@elespectador.com

@Troskiller

“La cultura es una fábrica de esperanza”.

Por Santiago La Rotta Amador

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