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La danza del bocachico

En un caserío de poco más de 200 personas en el Urabá chocoano, se celebra entre el 6 y 8 de diciembre el Festival del Bocachico. Crónica sobre una fiesta ignorada en una de las zonas más pobres del país.

Santiago Wills
20 de diciembre de 2013 - 02:47 p. m.
La danza del bocachico

Una veintena de niños corre sobre las calles de Tumaradó. Sus pies resuenan sobre tablones de madera cuyas bases se elevan sobre el río Atrato. Se empujan a lo largo de las dos únicas vías de poco más de 400 metros que conforman el caserío. Corren y gritan para ser los primeros en llegar al muelle. Saltan sobre aguas oscuras donde cerdos, peces, gallinas y ratas se alimentan de desechos y plantas acuáticas. Corren para ser los primeros en descubrir qué novedad trajo el río.

Desde el muelle, los niños reconocen a Saulo Usma y Marcela Franco de la World Wildlife Fund (WWF) – vengo como un invitado de esta organización —así como a algunos de los miembros de la Corporación Artística Mezclarte, una ONG asentada en Turbo, Antioquia, que ha preparado una obra de teatro para presentar durante la novena edición del Festival del Bocachico. Los recibe María Elena Córdoba, una de las integrantes del comité organizador del festival y cerca de 40 curiosos, entre niños y adolescentes.

–Vengan todos a disfrutar del festival— gritará por medio de un micrófono en la tarde del día siguiente. –¡Vengan que acá se rumbea, se perrea y se menea!

Las fiestas absorben a cerca de la mitad de la población de Tumaradó, compuesta por más de 200 afrodescendientes y tres hombres blancos que se mantienen al margen de las actividades.
Se organizan concursos de natación, canotaje, pesca y baile para homenajear al bocachico, un emblemático pez de agua dulce que habita los ríos más importantes del país. Pero sobre todo se baila. Cuando cae la noche, hombres, mujeres y niños se arreglan y visten sus mejores atuendos para reunirse en uno de los dos bares del pueblo a bailar champeta y una que otra salsa. Se baila "choque". Niños, adolescentes y adultos perrean sin reparo. Se juntan, se dislocan, se revuelven las caderas. Se rumbea, se perrea, se menea y se olvidan los problemas económicos y sociales de la zona.

En Tumaradó, la pesca es la única actividad económica. Cuando el bocachico escasea, como sucedió hace un par de meses, los habitantes sufren. En el Chocó, según el DANE, el 68% de la población vive en la pobreza, más de dos veces el promedio nacional. El año pasado, el ingreso per cápita promedio en el departamento fue de menos de la mitad de un salario mínimo. La pobreza se redujo más de un punto porcentual en todo el país entre 2011 y 2012, pero subió cuatro puntos en el Chocó.

Tumaradó no es la excepción y hay una escena significativa que se repite día a día: un hombre cierra la puerta de una caseta de madera de metro y medio de altura ubicada sobre el río. Permanece durante un buen rato sentado sobre la letrina, un hueco entre los tablones que cae a las aguas del Atrato, donde seguramente aguarda expectante un grupo de peces. No muy lejos, una mujer recoge agua para cocinar. Entre ambos puntos, un grupo de niños se lava los dientes con aguas marrones.

Horas después de llegar, observo la escena mientras recorro el pueblo con una cámara al cuello. Los adultos me observan con desconfianza. Un séquito de niños vestidos con camisetas de fútbol –Real Madrid, Barcelona, River, Juventus, Brasil, Colombia y Nacional—me persigue para que les permita posar. El río y la selva sirven como trasfondos inescapables.

--¡Eh, amigo!—me llama un joven a la entrada de una casa. Sostiene un cuchillo en la mano y me hace ademanes para que entre. –Tómele una foto a los que se van a matar a cuchillo aquí.
Se ven pocos hombres mayores en la población. La edad promedio en el caserío no debe superar los 14 años. Hay decenas y decenas de niños entre los 2 y los 11. Las mujeres tienen hijos apenas pueden, y no es extraño que tengan más de 15 o 20 a lo largo de sus vidas. Los pocos adultos responden a los saludos, pero rara vez inician una conversación por iniciativa propia – quizás un legado del conflicto que aún permea la zona.

La frontera con Panamá se encuentra a menos de un centenar de kilómetros, y río abajo la guerrilla protege varias rutas de narcotráfico y minerías ilegales. Varios paramilitares viven o visitan Tumaradó la mayor parte del año y no es difícil identificarlos. Al otro lado del río se puede observar un campamento de la Armada. Lanchas rápidas patrullan los diferentes brazos del Atrato. La situación se ha calmado en años recientes, según varios militares, aunque todavía hay poblaciones donde no son bienvenidos.

La Armada llega al pueblo en la mañana del 6 de diciembre, horas después del inicio del festival. Los militares se pasean por los tablones irregulares y observan sin mucha curiosidad algunas de las actividades de conservación ambiental promovidas por la WWF y el Parque Nacional Los Katíos.

Las fiestas sirven como excusa para fomentar la pesca sostenible del bocachico, una especie amenazada que es cada vez más difícil de encontrar en ríos como el Magdalena y el Orinoco. Los pescadores y los niños escuchan somnolientos los discursos. Prestan atención a los concursos –cuyos premios incluyen mercados, kits escolares y camisetas de la WWF– y a la obra de teatro, una fábula sobre Pachamama, una diosa indígena, cuya moraleja es la pesca responsable. Pero en realidad esperan con ansias el atardecer, la hora en que el festival cobra vida.

Con el ocaso, el bar prende sus bafles de más de dos metros de altura. La música ahoga los llamados de los monos aulladores en los árboles cercanos. Fluye el aguardiente, la cerveza y el brandy. Champeta del Pacífico a todo volumen. Canciones de moda que se repiten una y otra vez. El baile innombrable. Se rozan, se unen, se estremecen las caderas. Bailan y se olvidan de los problemas mientras a lo lejos, las ratas, las gallinas y los cerdos deambulan entre los desechos.

Por Santiago Wills

 

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