El Magazín Cultural

Danzan, luego existen

Seis jóvenes de Medellín, casi todas procedentes de comunas, con historial violento, fueron seleccionadas por la academia Russian Masters Ballet para realizar un curso de ballet clásico. Sin embargo, todavía no reúnen el dinero para poder viajar. Esta es su historia.

Juan Alejandro Echeverri
25 de mayo de 2017 - 08:19 p. m.
Natalia Rico, una de las seleccionadas por la academia Russian Masters Ballet. / Federico Ruiz (federicoruiz.com)
Natalia Rico, una de las seleccionadas por la academia Russian Masters Ballet. / Federico Ruiz (federicoruiz.com)
Foto: FEDERICO RUIZ

María Isabel Londoño no encuentra palabras para describir lo que siente cuando baila. Juliana Ospina ya sabe cómo va a llamarse la academia de sus sueños. Valentina Zapata empezó a practicar ballet por curiosidad, quiso desertar, pero sus padres no la dejaron. Estefanía Quintero detesta llegar tarde a clase, le encanta que sus maestras la corrijan y, si por ella fuera, tomaría clases de ocho de la mañana a ocho de la noche. Valentina Guerra admite que las doloras abdominales que hizo de pequeña valieron la pena, “porque el cuerpo de bailarina necesita mucha fuerza”. Natalia Rico, la mayor de todas, tiene quince años y baila desde que se levanta hasta que se acuesta.

Ni siquiera ellas, que tienen tan claro su proyecto de vida, saben cómo nace una vocación. Pero están convencidas de que sólo el ballet les permite saborear la libertad.

Las seis —casi todas procedentes de comunas, con historial violento, como Castilla, Doce de Octubre y San Javier— fueron seleccionadas por la academia Russian Masters Ballet para realizar un curso de ballet clásico del 6 al 30 de julio, en Alicante (España). En palabras de Asiya Lukmanova, directora de la academia, “cualquier bailarín necesita tener ciertas condiciones físicas: forma del pie, proporciones, elasticidad y flexibilidad del cuerpo… y estas niñas de Medellín, cada una en su medida, tiene estas cualidades”.

Cuando conocieron la noticia les fue imposible contener la emoción, sin embargo, Natalia Rico lloró porque no estaba segura de conseguir el dinero necesario para el viaje. “Nunca hemos tenido tiempo de frustrarnos por el dinero”, dice Elsa Rivera, mamá de Estefanía Quintero. Desde entonces las familias hicieron rifas, llenaron alcancías, buscaron apoyo y vendieron almuerzos, salpicones, sánduches, dulces y hamburguesas.

Faltan cinco millones para que estas niñas conozcan la escuela que formó a sus ídolas: Svetlana Zakharova, Maria Kochetcova Polina Semionova y Natalia Osipova.

La culpa es de Luis XIV

La invención de esta disciplina artística se le atribuye a Luis XIV. El rey francés esquematizó los bailes folclóricos europeos (la polca, el vals, el minué), nombró los pasos, les asignó un tiempo y un orden. Durante el Romanticismo, en Italia, surgió la segunda escuela que desarrolló un estilo, una metodología y una didáctica propia.

A finales de 1800, Rusia consolidó la tercera gran escuela de ballet. Reconocida por su perfeccionamiento técnico, por reemplazar las faldas largas con esa prenda esponjada conocida como tutú, por la creación y puesta en escena de obras famosas en el mundo: Petrushka, El pájaro de fuego, La bella durmiente y El lago de los cisnes.

En la primera mitad de siglo XX, el ballet llegó a la realeza de Inglaterra y, años después, a la industrial del espectáculo estadounidense. Una vez triunfó la Revolución, Rusia y Cuba intercambiaron maestros de ballet por caña de azúcar. Gracias a Alicia Alonso, quien creó la Escuela Nacional de Cuba y desarrolló una metodología acorde a la anatomía del latino, la isla figura entre las mejores del continente y el mundo.

“Trabajamos con el estrato talento”

Leonor Baquero de Pikieris danzó en el estreno del primer canal nacional de televisión. Las transmisiones se hacían en vivo, la ejecución de los pasos debía ser perfecta, el director nunca pronunciaba la palabra “corte”, el mundo era blanco y negro.

Se casó con su profesor, Kiril Pikieris, un letón que daba clases de ballet en el Conservatorio de Música de la Universidad Nacional. Fabio Echeverri los convenció de mudarse a Medellín. En 1966, Baquero comenzó a enseñar en el Instituto de Bellas Artes. Como las medidas del salón no eran las adecuadas, la pareja compró un terreno donde construyó la primera escuela de ballet en la ciudad.

En ese mismo terreno, en medio de una zona residencial ubicada al pie del Cerro Nutibara, está ubicada la Escuela de Ballet Metropolitano de Medellín. “Fabio Echeverri me dijo: ‘compre ahí, eso se va volver centro’. Aquí no había nada. Esto era potrero allí, potrero allá. Cerca había una laguna y un pastor con ovejas”, recuerda Leonor Baquero, a escasos metros del salón donde enseñó y en el que ahora practican las niñas esperadas en España.

El Ballet Metropolitano abrió sus puertas en 2009. Leonor Baquero y su alumna, Beatriz Gutiérrez, actual directora de la institución, quisieron consolidar un método que sirviera de referencia para la formación de bailarines en la capital paisa. Ambas tenían claro que la piedra angular del proyecto eran los maestros. Por viabilidad económica decidieron importar tutores cubanos.

Sandra Díaz, egresada del Instituto Superior de Arte de La Habana, lleva tres meses en Colombia, pero conocía la escuela antes de aterrizar en Medellín: “La profesora que me puso en contacto me dijo que la academia hacía un trabajo serio y una obra social importante”.

El 85 % de las 150 niñas que integran la escuela no tienen recursos para pagar una clase de ballet. Gracias al amparo económico de instituciones públicas y privadas, el Ballet Metropolitano de Medellín otorga anualmente 70 becas. Año a año, Beatriz Gutiérrez realiza una gira por las escuelas públicas más cercanas a la sede. Lleva tutús, zapatillas de punta, la película del ballet Cascanueces, cuenta la historia del ballet, enseña algunos pasos, motiva e invita a las audiciones.

Las cabezas visibles de la escuela tienen claro que la formación profesional no puede desligarse de la formación humana. Baquero, encargada de impartir la disciplina heredada de sus raíces alemanas, asegura que: “Tenemos que quitarles lo que traen: un padre golpeador, un padre alcohólico, unos padres separados”.

Gutiérrez, por su parte, agrega: “Aquí aprenden cosas muy importantes: puntualidad, presentación, respeto, trabajo en grupo; forman voluntades muy duras. Así no vayan a ser bailarinas, van a ser respetuosas, disciplinadas. Somos muy exigentes y enfocados en la dignidad humana, aquí trabajamos con el estrato talento”.

Un grupo especial

En el ballet no existe la palabra suerte. La competencia es salvaje. Sobreviven quienes, además de poseer condiciones físicas, sean capaces de soportar el rigor de una disciplina comparable con un deporte de alto rendimiento. El Ballet Metropolitano, por ejemplo, tiene una tasa de deserción anual del 30 %.

Natalia Rico, Juliana Ospina, Valentina Zapata, María Isabel Ospina, Estefanía Quintero y Valentina Guerra hace cuatro años practicaban dos días la semana; hoy lo hacen de lunes a sábado. Abandonaron deportes, sacrificaron horas de descanso, cambiaron los hábitos alimenticios y se privaron de salir con sus amigas para tener la oportunidad de confrontarse con talentos de todo el mundo.

Sin embargo, afirma Beatriz Gutiérrez, con el talento no basta para bailar en una compañía profesional: “Este es un grupo especial, de muy buenas condiciones, sin embargo, las condiciones físicas y técnicas sólo representan un 10 %. Son niñas a las que les apasiona lo que hacen y eso es un factor muy importante. Esto es duro, de disciplina. Si no te apasiona, vas a desistir”.

Aunque nunca lo concibió como una posibilidad profesional, Leo Zapata, papá de Valentina Zapata, manifiesta que los sueños de su hija, y los suyos, giran en torno al ballet. A Elsa Rivera le parece increíble que Estefanía Quintero, a los trece años, vislumbre una meta profesional: “Yo le digo que no la voy a traer a la escuela y para ella eso es un tormento”. Durante las primeras clases, Giovanna Puerta dudó que su hija fuera capaz de soportar la exigencia de los profesores. Sin embargo, ella prefirió dejar el voleibol y dedicarse de lleno al ballet.

Tal vez eso explica por qué la maestra Baquero de Pikieris se preocupa cuando alguna de las niñas no asiste a clase: “Son muy juiciosas, muy cumplidas. Son las que han estudiado con más juicio. Si miras las listas de asistencia, nunca han faltado. Aquí no damos excusa porque tienen muchas tareas. Que se trasnochen como nos ha tocado a muchos”.

La mala hora

Colombia es una tierra fértil pero ingrata con sus talentos. El modesto apoyo estatal y la apatía generalizada de la sociedad promueven una fuga masiva de talentos. Las condiciones del ecosistema no son las adecuadas para que florezca el arte.

En el caso del ballet, materia prima hay de sobra, pero los bailarines sólo tienen oportunidad de brillar en el exterior. De Suramérica, Colombia es el único país que no cuenta con una compañía. “Si comparamos el ballet con el desarrollo del cuerpo humano, estamos entre la infancia y la adolescencia. Me parece que el progreso es muy lento, es lamentable saber que Perú tiene dos compañías en Lima. ¡Dos!”, manifiesta Beatriz Gutiérrez después de un largo silencio.

Le pregunto por qué es tan difícil llenar un teatro, y no duda: “Hace muchísimos años se sacaron las artes del currículo escolar. El acercamiento es tímido, empírico —además—. Si tu no conoces nada de la ópera, aquello es un canto que te puede enloquecer. En la medida que la gente entiende, empieza a divertirse. Se podría hacer mucho desde los colegios, sobre todo despertar la sensibilidad que tiene todo ser humano”.

Ninguna de las viajeras imagina un futuro profesional en Colombia, todas anhelan bailar en el teatro Bolshoi de Rusia. También quieren vivir en Estados Unidos, ser socias y crear su propia academia, “con tres pisos, una recepción más grande y muchos vestuarios”. Tal vez el posconflicto se materialice cuando los niños no tengan que salir del país para cumplir sus sueños.

Por Juan Alejandro Echeverri

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