El Magazín Cultural

Davies y Dunford: de la belleza, la melancolía y la proverbial muerte

Reseña de los conciertos de apertura de la Temporada Nacional de Conciertos del Banco de la República ofrecidos en la Sala de Conciertos de la Biblioteca Luis Ángel Arango en Bogotá por el contratenor británico Iestyn Davies y el laudista francés Thomas Dunford.

Luis Fernando Valencia.
18 de febrero de 2017 - 03:42 p. m.
Iestyn Davies.
Iestyn Davies.

No pocas veces resulta difícil comenzar. Algo, lo que sea. Por ejemplo escribir. Música o palabras. Da casi igual. Quizás esa sea la razón por la cual la tradición de análisis o comentario musical occidental se concentra de manera obsesiva en los inicios. Ya sea el tratadista dieciochesco o decimonónico que escribe sobre las maneras efectivas en las que se ha de abordar la escritura o forma musical; o el hermenéutico decimonónico que describe la música en los términos narrativos o literarios tan propios de ese siglo; o el analista del siglo XX, de corte más positivista y científico, quien busca deshilvanar los misterios más profundos del lenguaje musical examinando metódicamente sus micro- y macro-estructuras; un porcentaje importante, en fin, de todos ellos se concentra en examinar o proporcionar detalles de los inicios: la lógica retórica de la exposición de una fuga, la estructura dialéctica de la exposición de una forma sonata, los primeros movimientos, la importancia del impacto de la idea inicial, y, de forma similar, un largo etcétera. Aparece acá, a pequeña y grande escala, una obsesión por los inicios que quizás expresa en el mundo musical aquella máxima popular de que las primeras impresiones importan, y mucho. A mi modo de ver, dicha obsesión proviene, sí, de una conciencia de la importancia del impacto inicial de un proceso, y sugiere quizás un miedo —a veces incluso terror— a la idea del inicio en sí misma, al fenómeno de la hoja en blanco. Pero quizás también signifique una incomodidad con los cierres, con la idea de final y su discernimiento racional. Disfrazado de simple desdén, el aparente desinterés por los cierres —que en la música occidental están mucho menos codificados que los inicios— traiciona quizás un asombro paralizante por aquello que más escapa a la razón: el proverbial final, espejo de la muerte misma.

Escribo estas reflexiones, de manera un tanto irónica, para dar inicio a mi comentario sobre los conciertos que inauguraron la Temporada nacional de conciertos del Banco de la República, y que tuvieron lugar los días 3 y 5 de febrero, en la Sala de Música de la Biblioteca Luis Ángel Arango en Bogotá, en el marco de la serie Música Antigua Para Nuestro Tiempo. Allí tuve el placer de escuchar al ilustre contratenor británico Iestyn Davies junto al también ilustre laudista francés Thomas Dunford. A través de una selección de uno de los repertorios musicales más exquisitos que ha producido Europa en la voz muy particular de la tradición inglesa, y de una sencillez escénica y una facilidad de ejecución que son a menudo signo velado de una portentosa calidad interpretativa, el dúo europeo marcó esta temporada de conciertos con un inicio solemne, quizás de los mejores que personalmente hubiera podido desear.

Ahora, por cuestiones de azar o de destino, al tratarse precisamente de un concierto inaugural, me ha correspondido en este espacio continuar con esa tendencia occidental que privilegia los comentarios sobre los inicios en la música. Irónicamente, lo que me llevó a referirme a las ideas de inicio y de final, un marco fundamentalmente temporal en el que por nuestra condición humana estamos condenados a navegar, fue precisamente el impacto que en mí causaron los finales durante el concierto. A pequeña y gran escala, las zonas de cierre fueron especialmente mágicas, llenando a menudo de estupor mi a veces desprevenida escucha. Para empezar —o más bien, para terminar— el dúo europeo incluyó una sorpresa al final de los dos programas que, por lo que pude percibir, causó también estupor —del bueno y del malo— en la mayoría de los asistentes. Luego de dos programas dedicados casi en su totalidad a repertorio del siglo XVII inglés, en el que la figura central fue aquel famoso Orfeo de la melancolía inglesa —el compositor y laudista John Dowland—, Davies y Dunford ofrecieron una versión muy singular de Tears in Heaven, quizás la más popular de las canciones del guitarrista de blues americano Eric Clapton.

Ahora, es sabido que lo muy ‘popular’ —-o en términos más coloquiales, lo ‘pop’ —es una etiqueta o una condición que, justa o injustamente, en círculos académicos tradicionales usualmente condena al ostracismo a cualquier música que así haya sido estereotipada. Quizás persiste un código implícito según el cual espacios como los de este concierto son un oasis que busca preservar, recrear, y renovar los que se consideran monumentos de la creación musical humana, y que por tanto los sonidos de amplia circulación por los canales de la industria musical moderna no deben tener cabida allí. Persiste, en otras palabras, un código anti-kitsch, que considera la popularización de la cultura un detrimento de las calidades artísticas más altas a las que puede aspirar la especie humana. Quizás. No tengo las credenciales lo suficientemente puras para suscribirme irrevocablemente a tal visión. Pero más allá de la insatisfacción de algunos por lo que consideran una innecesaria entrega a las pasiones más superficiales de la cultura pop, lo que me interesó de la propuesta de Davies y Dunford fue la elocuente demostración de la persistencia de códigos de significación musical que prevalecen en el tiempo. La ‘estirpe de Saturno’, como titula el antropólogo Carlos Páramo sus portentosas notas al programa, es decir, la curiosa obsesión por la melancolía que fue tan prominente particularmente en la élite social y artística inglesa de finales del siglo XVI y principios del siglo XVII, generó una serie de códigos sonoros en la música para expresar dicho estado turbio del alma humana. Motivados en principio por la imitación de la naturaleza de la aflicción —descensos índices de lágrimas, pausas índices de suspiro, lentitud índice de depresión— dichos códigos se establecieron en la cultura occidental desde esa época y siguen dejando rastros hoy en día, siglos después, aún con las transformaciones estilísticas propias de los dialectos musicales propios de cada cultura y momento. El Tears in Heaven en la dulce versión de Davies y Dunford, fue un testimonio vivo de la herencia musical de la estirpe saturniana, cuya devoción a la imagen de la lágrima continúa cautivando melancólicos empedernidos como lo fueron Dowland o Shakespeare en su momento.

El impacto de Tears in Heaven, alla antica al final de los programas fue evidente, y su efecto emocional —superficial o no— llenó la sala de asombro y agradecimiento. Pero además, en mi imaginación, respondió a una pregunta y a una afirmación que habían expresado magistralmente Davies y Dunford durante el segundo programa. En una interpretación oscura, sutilmente dramática, en la que Davies navegó sobriamente sus registros más bajos, quizás los únicos que coqueteaban conscientemente con una tímbrica más áspera, alejada de la dulzura general de su voz, el dueto europeo lanzó al aire la pregunta de si “pueden notas dolientes, con acentos acompasados, expresar penas desmesuradas que el tiempo olvida”. Así iniciaba la canción Can Doeful notes? del también británico John Danyel, compositor contemporáneo de Dowland pero de menor reconocimiento. Tras una estructura musical de imitaciones y tejidos contrapuntísticos plagados de cromatismo que aludían más a una fantasía instrumental que a las texturas más puras de la canción de Dowland, llegó un también asombroso final. Con sutiles y dolorosos ornamentos, Davies y Dunford nos afirmaban que las notas cromáticas desacompasadas y descendentes, aquellas que son idóneas para la expresión de las más graves aflicciones, “dudosas de sus seguros cambios, de sus presentimientos, recuperan lo conocido, se apagan, y apagándose, duran”.

¡Qué lúcida descripción de la ilusión sonora del laúd!, pensé en primera instancia. Mientras la desesperantemente dulce voz de Davies llenaba el espacio y el tiempo de la sala con inverosímiles chorros de sonido inquebrantable, en sutiles crescendos, decrescendos, sostenutos y vibratos; el laúd de Dunford, ejecutado sideralmente por el francés sin ningún asomo aparente de esfuerzo físico, humildemente ofrecía sus sonidos apagados, que por la naturaleza del instrumento no se sostienen en el tiempo, pero que por la magia de la interpretación del francés generaban la ilusión de cantar sostenidamente como Davies. Quizás esa diferencia de curvas sonoras hace del ensamble de voz y laúd un mundo sonoro muy especial, de equilibrios y malabares de duración en el tiempo que juegan deliciosamente con la audición atenta.         

Pero divago. La respuesta, entonces, a si las notas de un dolor pasajero pueden permanecer en el tiempo pareciera ser afirmativa. La impermanencia de las penas particulares de algún momento de la vida humana hace que quizás la naturaleza específica de dichas penas se olvide. Pero los sonidos que codifican la aflicción de manera más abstracta, permanecen para recordarnos de la potencialidad de aflicción que acompaña toda condición humana. Los conciertos de Davies y Dunford reafirmaron esa idea de la permanencia de las emociones impermanentes a través de la materialidad de los sonidos expresivos de la música, que se convierten así en un trasegar continuo de emociones a través de los espacios y los tiempos humanos.

Más allá de la paradoja de la permanencia y la impermanencia, en el caso de la melancolía que impregnó los conciertos del dueto europeo apareció una paradoja más, tan extraordinariamente expresada por Dowland en su canción I Saw My Lady Weep: la belleza de la melancolía. Así como Dowland describe verbal y musicalmente la desgarradora belleza de su dama en lágrimas, Davies y Dunford nos mostraron una estetización de la melancolía, en la que la belleza prima como medio de admiración del sentimiento. La dulzura y sobrecogimiento de la voz de Davies, sus sutiles gestos, su humilde teatralidad, su navegación por tenues cambios de color y emisión; la dulzura y nobleza del laúd de Dunford, su cruce elegante de los dedos al tañer las cuerdas, su mirada fantasiosa hacia el techo, el cielo, no sé bien, hacia algún lugar de su imaginación; la sobria y relajada puesta en escena de los dos músicos; la interacción entre piezas instrumentales en las que el impermanente sonido del laúd imaginaba cantar y piezas vocales en las que el laúd servía de fiel acompañante a las líneas melódicas sin pretensión; la refrescante aparición, aquí y allá, de gallardas festivas o canciones de amor optimistas para quebrar momentáneamente, y quizás nostálgicamente, con el predominante afecto melancólico; todo ello nos ofreció una visión hermosa de la aflicción. Quizás por ello la antiquísima idea de la música como sanación. La aflicción expresada en música nos alivia momentáneamente. En palabras de John Dryden, musicalizadas por Henry Purcell e irónicamente ejecutadas por Davies y Dunford: Music, for a while, shall all your cares beguile. La música, por un tiempo, aliviará engañosamente todas tus angustias.

¿Qué decir al final? Quizás, después de todo, sea más fácil comenzar. Me quedo, tal vez, con el recuerdo de otro final más: el angustiante y cortante final que Davies, teatralmente a través de su gesto vocal, le dio a In Darkness Let me Dwell de Dowland. De ese modo, Davies dibujó sonoramente y de manera magistral la sentencia a permanecer regodeándose en la oscuridad, dejando a la audiencia en vilo. Los finales. Después de todo, pienso que —en occidente— quizás las segundas partes, los cierres, los finales son los paraísos musicales para el intérprete. Después de rendir tributo a la voz del compositor, de fielmente expresar la información codificada de los inicios, el intérprete se regodea en ornamentaciones y filigranas, virtiendo así su particularidad artística en la pieza. El análisis o comentario racional de la música se podrá regodear en los inicios, pero en la ejecución viva de la música, quizás los finales —‘pop’ o no— sí tienen la última palabra. Después de todo, son el último hálito de vida en el que la música puede todavía aspirar a apaciguar momentáneamente la aflicción humana.

Por Luis Fernando Valencia.

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