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¿De Candelaria a candileja?

El centro de Medellín goza de una intención interesante: una amalgama pública, privada y común tiene el propósito de conferir al espacio un pulso vital a cambio de que no agonice.

Manuela Saldarriaga Hernández
06 de junio de 2016 - 02:02 a. m.
El centro de Medellín, un lugar para todos, una amalgama de gustos.
El centro de Medellín, un lugar para todos, una amalgama de gustos.
Foto: Checho

Este mes cumplo 500 días viviendo en el centro de Medellín. No vigilo el calendario ni cuento los pasos, mucho menos llevo reloj en la muñeca, pero 500 días es la mitad de una guerra del siglo XX en Colombia y media milésima de mi vida ordinal. Cuando los sume estaré viviendo en un lugar, también en el centro, situado entre una sala de velación, una funeraria y una iglesia, y así los muertos habrán de despertarme. Desde la ventana de este espacio exequial veo la Basílica Metropolitana y pienso en su museo no abierto al público con obras pictóricas y escultóricas, y rezo por el órgano alemán que guardan y que pesa una veintena de toneladas, y que para estar ahí viajó por las aguas del río Magdalena, una gran fosa común de este país. Volteo y está frente a mis ojos el edificio de los Espejos reflejando una puesta de sol y el edificio Coltejer, al que cerca de 500 días atrás persigo en una ronda circunvalar. Y me gusta lo que veo. Estoy en el lugar con mayor número de habitantes de todas las comunas entre residentes y población flotante.

Decidí vivirlo sin miedo, de noche y de día, pese a ser la zona líder en el rango de hurtos y extorsiones, y donde más homicidios ocurren en contraste con toda la ciudad. Temo más, sin embargo, al tránsito callejero en el sur, por el exceso de soledad. La salida y puesta de sol la anuncian con una algarabía fascinante una bandada de pericos que viaja por la parte más arborizada de la Avenida Oriental y, de hecho, es en el centro en donde las aves más pequeñas pueden ser avistadas y donde hay más tráfico montés. Un estudio no muy reciente afirmó la existencia de más de 32.000 árboles en el centro con cerca de 500 especies distintas, y es en medio de ceibas, guayacanes blancos, rosados y amarillos, palmas reales, piñones de oreja, algarrobos y acacias, que se alza la fragancia tóxica convirtiendo este punto en el más contaminado.

El centro, un coctel de pasado y presente, tiene una hora maga: las 4:00 a.m. Están quienes acaban la noche y parten, quienes comienzan el día y arriban, y quienes van de paso y sólo pasan. En la oscuridad escucho la coral de ratas. Aprendí a no rehuirles. Cuando el día es diáfano, se esconden entre nosotros algunas bestias y los árboles son nidos alados. Las cantinas cierran y las panaderías abren, el transporte público abunda en las calles y el centro es la arteria atrofiada del corazón vial de Medellín. La estética ecléctica en la que resido me encanta. Las ménsulas, balaustradas, cornisas y pináculos de los inmuebles patrimoniales combinan extrañamente con los bloques tuguriales. Las marchas magisteriales, canábicas y de campesinos que se toman cada tanto al año las calles, aumentando el caos vehicular, exigen tomar rutas alternas, para los de a pie, con el cemento como vitrina de tapetes de frutas y de flores, indígenas desplazados, clubes de jugarretas y una suerte de desplome de dardos y flores. Para la actual administración, y para la pasada, es área de intervención estratégica. Según el Plan de Ordenamiento Territorial, harán una renovación urbanística desde el espacio público y el transporte, y mejorarán el orden público y la seguridad. Es cierto que peatonalizarán Córdoba y La Playa e igualmente adecuarán ciclorrutas, no obstante, la intención institucional no sólo no debe ser intermitente, debe ser resonante y con un buen eco a cambio de no ser ruidosa. El estímulo del uso de bicicleta en Medellín no es prioritario, es urgente, y debe ser tenido en cuenta, tal vez, como estrategia de salud pública. Son cuatro estaciones de Metro las aledañas, más un tranvía, suficientes para llenar con feligreses cada púlpito de 13 iglesias que hay en el sector.

El antropólogo Manuel Delgado, que estuvo en el centro en un ambiente de diálogo ciudadano, no cree en el concepto de espacio público, defiende a cambio el de “espacio colectivo”. Siendo esta comuna la madriguera de museos, centros de interés cultural, universidades, guarida del archivo histórico, abundante en escultórica y arqueología (de lo que existe inventario), habitación de un cabildo indígena (Chibcariwak), asilo de una Unidad de Vida Articulada (UVA) y de una escuela de música (...). Territorio de moradas con prácticas colaborativas como Taller 7, Plazarte, Casa Tres Patios, Casa Imago y Taller Darién, también foco de atención de cerca de 15 proyectos nómadas con vocación de intervenciones artísticas y ahora núcleo de un evento de ciudad, donde más de 50 entidades se desvisten de su logo para destacar un encanto; merece atención y ser manivela de una cultura acústica. No se me olvida que Borges estuvo aquí.

Y el centro, que tiene su propio mirador en el cementerio San Lorenzo, no puede ser víctima de la belleza cambiando la jerarquía de la agenda setting al dejar de lado las ollas de vicio en Niquitao, Calibío y De Greiff, la prostitución infantil, la decadencia de bienes patrimoniales, las explosiones, homicidios y robos; los expendios de drogas y plazas de vicio (custodiados), la limpieza social, entre tanto, como el número excesivo de venteros informales, a cambio de generar favorabilidad aun cuando muchos ciudadanos no reconocen la estrecha cartografía y anárquica naturaleza del sitio.

El que se llene la Plaza Botero con cientos de asistentes a un evento del Museo de Antioquia -Patio sonoro-, con el que las calles se vieron populosas en la noche; el que las esculturas de ese parque amanezcan con tapabocas por iniciativa de la Ciudad Verde y Low Carbon City como una súplica pacífica de atención al tema, el que cinco estatuas insignes se vistan de retro y futurista con el proyecto Steampunk, el que confluya tanta gente del sur al Camellón Guanteros, a saber La Pascasia, el que haya una plataforma para que se aporten ideas sobre qué es lo soñado para el lugar, el que los bares se conviertan en escenarios de aula, el que exhiban fotografías en gran formato en las fachadas de un vecindario, el que se reactiven edificios como lugares propicios para talleres de co-creación y recintos de exposiciones plásticas, es poderoso, por supuesto. Para que esto y lo que ignoro logre su cometido, decía un amigo, necesitamos que la cosa se sedimente. Nuestro centro tiene que parecerse a lo que somos, tanto cosmético no embellece. El artificio engaña.

Veo miles de monjes con capucha monástica y otros cuantos que están desnudos, sosteniendo en sus manos una cerilla para frotar contra el asfalto y hacer del centro una explosión artificial, con contadas luces de bengala, o una hoguera que de verdad caliente y resista. La Comuna 10 de Medellín, La Candelaria, está llena de combustible: un Guayaquil aumentado -y deliberado-, pedagógico, performático, institucional, diverso e interesante, con cuánto contraste, está a punto de ser gestado si la fogata se alimenta como es debido. Al fuego, para que no se apague, se le sopla suavemente.

Por Manuela Saldarriaga Hernández

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