El Magazín Cultural
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De la silla Rímax como obra de arte

A propósito de su exhibición en una galería neoyorquina, revisamos la obra de Esteban Ocampo, conocida por los referentes de la cultura popular colombiana con un discurso contemporáneo.

Juliana Muñoz Toro, corresponsal en Nueva York
16 de febrero de 2016 - 04:16 a. m.

Lo local, Colombia, se convirtió en su voz en el arte internacional. Colombia visto como la camiseta de la Selección, el paseo familiar, la rumba con los amigos en El Rodadero, las vacaciones al lado de la piscina, la grabadora negra de casete, el recreo del colegio, la tanga narizona, la mascota de la infancia, la “montonera” de gente y la silla Rímax que está en casi todas partes.

Es la voz del artista manizaleño Esteban Ocampo, que llegó hace tres años a Nueva York y que hoy es becario Chubb Fellow de la New York Academy of Art, lo que le permite dedicarse a pintar todo el día, todos los días.

La audiencia extranjera que ha visto sus cuadros reconoce su propia experiencia en los referentes que usa Ocampo, aunque estos sean principalmente de Colombia. Es tal vez porque reaccionamos al contraste, a lo conocido en lo exótico. Ocampo se expresa con el sentido del humor, el juego, los cuerpos y los rostros reconocibles, pero a la vez deformados, y el uso del color como explosión sensorial.

También está él mismo en sus cuadros: se dibuja con su rostro barbado y cejas juntas, o a sus manos y sus piernas para dar el punto de vista subjetivo. Es el artista que mira su reflejo como si los recuerdos los viéramos en tercera persona.

“Así es como se ve y se siente en mi cabeza”, explica. “A través de la pintura integro memoria, experiencia e imaginación en un trabajo que reconoce el humor, la conexión y la pérdida en la vida cotidiana”.

Ahora expone una muestra de la obra que ha hecho durante su paso por Nueva York en Bay Ridge Art Space, Brooklyn, y en septiembre va a realizar una exposición en su Academia.

La búsqueda por el fuego

Esta historia podría comenzar en Bogotá, donde Esteban Ocampo estudió artes y encontró su espacio seguro en este campo. A la gente le gustaba lo que hacía. Punto. Pero la quietud a veces silencia a la creatividad. Él quería empujar sus cuadros hacia algo más.

Entonces llegó a Nueva York a estudiar en la New York Academy of Art. Los primeros meses encontró su abismo. El desamor, la soledad, el peor invierno de los últimos años. Solo le quedaba pintar. Pintar a lágrima viva. Pintar para meter el tiempo en un lienzo y que así no fuera tan largo. Empaparse las uñas, el pantalón, la barba. Pintar a cierta mujer mientras lo abrazaba y lo ahorcaba. Pintarse a sí mismo para recordar que existía.

Sin embargo, aún sentía que no estaba expresando sus experiencias. Quería que su pintura fuera más que el resultado de una terapia para volver a estar bien. Que fuera el sentimiento de los momentos vividos, de su identidad como colombiano justo en ese momento que estaba lejos del país. A veces solo se ve bien desde afuera, donde podemos dar la vuelta, ver la película.

Al año siguiente se ganó una residencia en Leipzig, Alemania. Tiempo de caminar por los museos, de volver a lo básico: traducir una imagen en el lienzo, sin pensar en su significado. Un proceso más intuitivo que emocional. “Son como dos músculos que hay que entrenar, el de la observación y el referente, y el de la imaginación y el recuerdo”.

En ese tiempo trabajó en la pintura expresiva, en el uso del espacio, en esa profundidad que diera la impresión de meterse en los cuadros. Algo que ha conservado en su estilo de hoy día.

Luego vino lo más difícil, pero donde al fin encontró su voz: pintar de la imaginación. De ahí salieron varios cadáveres exquisitos con él mismo, en los que en un solo cuadro había formas e ideas distintas, que iban apareciendo como si la pintura tuviera voluntad propia. Corrijo, la tiene.

Al fin empezó a divertirse con sus cuadros. Y quienes los veían también. Como Indirecto en el área, que retrata la barrera en el arco (literalmente), la “montonera”, los cuerpos reconocibles pero desproporcionados, los gestos cargados de emociones, la silla Rímax al lado de la cancha.

Ahí, en el calor a distancia, en la pasión que ama y sufre. Ahí estaba el fuego.

 

julianadelaurel@gmail.com

 

Por Juliana Muñoz Toro, corresponsal en Nueva York

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