El Magazín Cultural

Dejen cantar a la Totó

El 23 de marzo comienza el festival Estéreo Picnic y en esta versión hay música tradicional incluida en el cartel. ¿Para qué sirve el folclor?

Camila Builes.
18 de marzo de 2017 - 03:00 a. m.
Dejen cantar a la Totó
Foto: DIANA SANCHEZ

La primera vez que escuché a Totó la Momposina estaba en la casa de mi abuela. La emisora chirriaba y las frases se oían entrecortadas, como partidas por un cuchillo oxidado. Mi abuela, desde el fondo de la cocina, comenzó a cantar con una voz que se parecía a la felicidad. La canción hablaba de un pescador en una canoa de bahareque, una atarraya llena de peces. Un pescador que le hablaba a la luna, y yo me imaginaba un lobo en medio del monte aullando. Un río cristalino atravesado por la luz blanca de la noche. Yo no pensaba en la voz de la Totó, eso no me importaba. Pensaba en mi abuela, que mientras amasaba el maíz echaba la cabeza para atrás y cerraba los ojos cantando. Esa imagen me perforó para siempre el pecho.

Cuando entré a la universidad comencé a repudiar los discursos de amor a la patria. Ese sueño nacionalista que nos vendían para seguir haciendo parte del sistema lo relacionaba con todo: la ropa, la comida, la música. En la casa de mis abuelos, a las tres de la tarde, siempre sin falta, comenzaba a salir de la cocina un olor a maíz quemado y de fondo un bambuco, un corrido, una cumbia. Insistí —siendo una estúpida, tengo que decirlo— en inocular a mi abuela ese odio. Le decía que esa música representaba un ideal de patria que a los únicos que les servía era a los dirigentes. Y ella, como un animal enorme y torpe, se quedaba mirándome asustada y perpleja: no entendía nada, no sabía quién era yo. Y me fui. Me encerré en mi cuarto durante meses cantando a gritos canciones que creía que sí hablaban de mí: de mi soledad y mi tedio. Todo en esa época parecía conducir al odio. Eran años feroces. Permanecía en la cama rogando que alguien me dijera: “Basta”. Rogando que alguien me dijera: “Pará”.

Una tarde cualquiera, mi abuela me llamó y me invitó almorzar a su casa. Acepté. Cuando terminamos de comer me pidió que la ayudara a moler el maíz para las arepas. Me contó emocionada que mi abuelo le había regalado un disco y me preguntó con una mirada huidiza si lo podía poner. Le dije que sí. Y ese sí me salvó de mi adolescencia.

Silencio. Luego un torrente de tambores, como caballos galopando hacia un abismo sin saberlo. La voz de la Totó. Las maracas. Las palmas. El coro. El pescador. La playa. Mis ojos se clavaron en mi abuela que estaba bailando y meneando el delantal amarillo que le llegaba a las rodillas. Tenía las manos llenas de masa, la punta de la nariz brillante, el cabello negro detrás de las orejas. Me agarró una mano y comenzó a darme la vuelta. “Bailá, Camila. Bailá conmigo”, me decía. Yo no podía moverme: la bestia que llevaba dentro parecía haberse muerto. El disco siguió sonando y ella bailando y haciendo las arepas. En medio de una canción pasó mi abuelo y me miró confidente, me picó el ojo izquierdo, como quien dice, como quien grita: “Estás en casa”.

Fabiola, mi abuela, es un animal del trabajo. Nunca la he escuchado quejarse o renegar de algo. Y yo quería ser eso: sangre y pasión. Cuando terminamos de cocinar había comenzado a llover, así que no pudimos sentarnos en el patio. Nos fuimos para la sala. Mi abuela no teje, no pinta, no canta. Mi abuela cocina y esa es su única y mejor manera de demostrar lo que siente: la ira y el amor. Por eso, cocinar arepas con ella era entrar a un ritual casi cerrado para el resto del mundo. Un universo único y misterioso. Recuerdo exactamente la conversación ese día, cuando las ventanas supuraban agua.

—¿Qué te pasa? ¿Por qué estás tan enojada?

—Nada. Estoy normal.

—No me mientas. No hay necesidad.

—Estoy triste.

—Estate triste, entonces. Pero afrontalo, sé una mujer decidida y valiente. Qué problemerío con todo: que la canción, que el libro del abuelo, que la ropa de no sé quién. A mí no me importa si la música de la Totó es de los dirigentes o lo que sea. Yo ni siquiera le entiendo lo que me dice. La música me sana. Y ella me ha curado.

Ustedes, que leen esto esperando una demostración de periodismo duro, con datos y cifras que denuncien algo en este mundo tan denunciable, se preguntarán para qué sirve esta historia. Cargada de detalles lacrimosos, de cursilerías.

Hace unos meses revelaron el cartel de Estéreo Picnic, que comienza el próximo jueves 23 de marzo. ¡The Strokes! ¡The XX! ¡Justice!... Totó la Momposina.

Llamé a Fabiola para contarle que iba a presentarse una de sus cantantes favoritas en un festival lleno de jóvenes que, generalmente, escuchan otras cosas. Todavía puedo sentir la punzada en el corazón cuando la escuché reírse a carcajadas, burlándose, como si hubiera guardado esa risa durante años. “Quién lo diría, ¿no? Vos que hace años me regañabas por escuchar a la Totó vas a ir a verla en un concierto bien caché”. También me reí. Le dije que era verdad, que la vida pone todo en su lugar siempre, que me gustaría que ella estuviera conmigo ahí.

—Yo ya la he visto en vivo.

—Yo sé, pero...

—Pero nada —me interrumpió—. Andá y mirame en la voz de ella.

Volví a esa tarde fría sentada a su lado, con las manos impregnadas de olor a maíz amarillo. Volví a sentir el corazón henchido de coraje. De su amor.

No me demoré en escuchar algunas críticas acerca de su presencia y la de grupos como Canalón de Timbiquí en el cartel. Dejen cantar a la Totó, necesito verla en vivo para poder tener en frente a mi abuela. Ahí estará Fabiola.

Por Camila Builes.

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