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Deshabitada (Cuentos de sábado en la tarde)

Te sientes tentada a quedarte en la cama. A dejar que el día pase sin el remordimiento de que la vida se va y no hay forma de detenerla.

Jeraldin Valero
30 de enero de 2021 - 09:30 p. m.
"¿Cuándo? ¿Cuándo estará bien para tu cuerpo maltrecho, estirado, doblado, abandonado? ¿Para las miles de partes que has regado en esa cama y que no se quieren unir de nuevo a tu piel?"
"¿Cuándo? ¿Cuándo estará bien para tu cuerpo maltrecho, estirado, doblado, abandonado? ¿Para las miles de partes que has regado en esa cama y que no se quieren unir de nuevo a tu piel?"
Foto: Pixabay

¿Qué tanto tiempo puedes permanecer en la misma posición? Te retas a probar. Miras el techo, mueves un dedo, estiras los pies. De niña podías dormir horas enteras sin ser interrumpida por la banalidad de los sonidos exteriores, sin la urgencia de ir al baño, sin el temblor en la panza.

Te arde la espalda, pesas más de lo que crees. La presión en la cintura te obliga a girar.

La pared es lejana desde que la pintaste de blanco. Te preguntas qué estarías haciendo si estuvieras en otro país. Puede que acostada en otra cama. Puede que otro brazo soportara el peso de tu cabeza. Te tocó ser la que eres desde que aceptaste que no podías aprender inglés, ¿verdad?

Te cuesta respirar.

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Eres de las pocas privilegiadas que pueden dormir boca abajo, no es que te falte busto, es que te permitiste dejarlo caer hace años, desde que te resignaste a regalarle tus noches a otro, a las voces en las paredes, al llanto tras la puerta, a lo que deseas olvidar, gritar, mandar a la mierda, porque en el fondo deseas salir de ella y dejarla ahogarse con sus moscas y gusanos. Tus senos se abren, permiten que la sábana bese ese espacio donde ocultas algo con un nombre impronunciable, enredado, confuso, lejano, ese algo oscuro y puntiagudo que escondes. Así está todo bien. Todo está donde debe. El cabello desordenado, el brazo bajo la almohada, el oído pegado a la funda, ¿qué quieres escuchar?

Es irónico, antes te negabas a creer que todo estaba bien, incluso cuando Mayito, tu amiga del alma, te lo decía, incluso cuando la tía Marta te servía un plato de sopa de arroz y se sentaba junto a ti hasta que te comieras la última papa. Siempre te negaste a creer que todo estaba bien. Porque “estoy bien” es una frase que aprendiste a decir, mas no a sentir. Tú y tus problemas de honestidad.

Todo estará bien, te dices.

¿Cuándo? ¿Cuándo estará bien para tu cuerpo maltrecho, estirado, doblado, abandonado? ¿Para las miles de partes que has regado en esa cama y que no se quieren unir de nuevo a tu piel?

Miras la puerta. Si se abriera ahora mismo, ¿qué? Nada, no tienes con qué completar ese condicional. Absolutamente nada cambiaría, porque la puerta ya no se va a abrir, porque debe permanecer cerrada, porque no hay quien la empuje y te reclame porque tiene hambre o frío o miedo. Cierra los ojos.

Recuerdas las tardes de juegos con tu primo, los empujones, las caídas, el llanto y las risas de reconciliación. La bruja de la casa destartalada que una vez le sacó un clavo del pie a tu primo. Recuerdas que cuando él volvió no te contó nada; estaba bravo porque lo habías dejado solo en el piso de abajo, gritando y llorando de dolor. Nunca le dijiste a nadie que tenías miedo, un miedo punzante, duro, ardiente, que subía y bajaba por tu piel. Estabas aterrada. Lloraste por cobarde, lloraste por el posible castigo, por los posibles golpes que recibirías, lloraste por la idea de que tu primo no pudiera volver a caminar. Lloraste por todas las razones que nunca te has explicado. Temblaste y te arrastraste hasta la cama. Te metiste bajo las cobijas cuando los gritos que te llamaban te arrancaron las orejas y te enrollaron las cuerdas vocales. Abre los ojos.

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La cabeza te palpita. Los pies se te queman. Tu cuerpo no puede permanecer más tiempo en esa cama, ya no tienes el cuerpo que aguanta todo el día acostado, levántate. Te rascas el mentón, te rascas la mejilla, te rascas el dorso de la mano. Te pica, te pica y no sabes dónde te pica. Restriegas la espalda contra el colchón. Hurgas con las uñas el cuero cabelludo. Te muerdes los labios. Aprietas las piernas. Te sientas. Si te levantaras, no podrías caminar. Si intentaras tocarte los dedos de los pies, te partirías a la mitad. Llevas años con la alergia a su recuerdo, la culpa que se materializa en ti como sarpullido, como dolores, incapacidades. Es la edad, te dices, los años te están comiendo viva, ¿verdad?

Él era hermoso, radiante y hermoso, juguetón y hermoso, chillón y hermoso. Tenía las mejillas rojas, los ojos verdes. A veces sientes sus encías presionar tus pezones. Sus manos halar tu cabello. Sus pies patear tu estómago. Lo querías soltar. Lo querías besar.

Te gana el peso de la sangre revoloteando en tu interior, caes de lado y te cubres bien con las cobijas desordenadas. La pared es inalcanzable desde que la pintaste de blanco. Si fueras otra, te habrías levantado hace rato, habrías hecho el desayuno, lo habrías bañado y llevado al jardín y ¿qué seguía? ¿Llorar porque lo extrañabas o porque se te cruzaba la idea de dejarlo allá para siempre?

Pocos sabían que remendabas los vestidos de las señoras que te tiraban unos pesos. Muchos decían que te desvelabas despidiendo a los que te daban el sustento. Todo estará bien, le decías cada noche, cuando sus ojitos se cerraban y su respiración se aligeraba. Admítelo, nunca has sabido de honestidad.

La tía Marta te acompañó dos meses después de que él se fue. Mayito te llama cada tres días y te visita de vez en cuando. ¿Les ha dicho que tienes el cuerpo brotado, los pies ampollados, el estómago roto? No le has dicho mucho desde que aceptaste que fue un error, que el extranjero ese que te habló dulce y te invitó a comer había sido un error. Si hubieras aprendido inglés en la escuela, ¿qué?

Ninguna palabra habría revocado el hecho de que lo arrancara de tus brazos, de que mandara las porcelanas y los cojines a volar. Se llevó los juguetes, el álbum donde estaba la huella de su pie derecho, los mitones y gorros que tejiste, la cuna que te compró, la tina amarilla que te regaló Mayito. Guardaste el cordón umbilical. Desconoces el hecho de que la tía Marta lo botó porque pensó que atraería a los ratones.

Tiemblas, el frío rasga las cobijas, te desea, te quiere besar, acariciar la piel, abrir las piernas y frotar los senos. Es como él, el extranjero te invadió con sus manos heladas. Te hizo sonreír y pensar que en serio todo estaría bien. Te dibujó la casa en la que vivirían, la escuela en la que aprenderías a entenderlo. No le peleabas porque no te iba a entender, jamás te entendería si seguías hablando en español, por eso te callaste, por eso cuando se fue y luego volvió por el niño no dijiste nada. Pensaste que con el silencio bastaba.

Dibujas círculos sobre la almohada. Tu primo te prometió que lo encontraría y que te traería al niño, que para eso se había vuelto policía. No sabías que le iban a disparar un domingo mientras veía a sus hijas correr en un parque. Siempre le dijiste que tuviera cuidado, que no molestara a los de arriba, que se callara lo que sabía, que hablar es peligroso cuando los que te escuchan son los que disparan. Junto con tu primo se fue la única esperanza de volver a ver al niño. Claro, todo pasó porque habías dejado a tu primo solo con el calvo en el pie. Dejarte sola en esa cama con el cuerpo roído era su venganza.

Mayito te dijo que iba hoy, ¿hoy o mañana?, dudas. Sea como sea, te tienes que levantar ya. Lo sabes, no estás para quedarte el día entero en la cama. Te destapas, tu cuerpo exhala el frío que siente. Compruebas que te duelen los pies, que tienes hambre. Haces un cuenco con las manos y dejas caer sobre las cobijas la nada que retienen. Ahí está, siempre ha estado ahí, en esa cama enorme. Ya de pie lo alzas de nuevo, la mano sobre la cabeza para que no se caiga, el brazo bien ubicado a lo largo de su cuerpo para que no se resbale. Besas su frente, sacas un seno, lo amamantas. Tu cuerpo por fin se llena.

Por Jeraldin Valero

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