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Despachos desde el fin del mundo

Biólogo, antropólogo y doctor en etnobotánica, el explorador de National Geographic es un firme creyente en el poder de la palabra: la narración puede cambiar el mundo.

Santiago La Rotta
04 de enero de 2014 - 09:00 p. m.
Wade Davis, autor de libros como ‘El río: exploraciones y descubrimientos en la selva amazónica’. / Archivo - El Espectador
Wade Davis, autor de libros como ‘El río: exploraciones y descubrimientos en la selva amazónica’. / Archivo - El Espectador

En los libros de Wade Davis las plantas cantan bajo la luz de la luna y cada especie se diferencia de la otra porque su canto se produce en un tono distinto. Sus historias cuentan cómo un ritual secreto que borra toda línea entre la vida y la muerte termina por producir zombis. La consciencia es acá un asunto que se diluye en un mar de electricidad rodeado por bejucos alucinógenos en un bosque tan espeso que resulta imposible para algunos distinguir el color verde de los árboles del azul del cielo; un daltonismo adquirido, si se quiere.

Sus escritos, anclados en la orilla editorial de la no ficción, cruzan cómodamente esta categoría para entregar hechos increíbles, llenos de tal poder y belleza que por momentos suelen estar más cerca de la poesía que de la escritura de un profesional en biología y antropología; una poesía construida con las experiencias de miles de personas que habitan lugares que parecen remotos e inhóspitos, pero que suelen ser el hogar de gente extraordinaria, como un hombre que en la noche ártica logra congelar sus propias heces para hacer una lanza con la cual sacrifica a un perro cuyas costillas aprovecha para construir un trineo y escapar así de su propia muerte en el frío desierto del fin del mundo.

Las exploraciones de Davis traen de vuelta un cargamento preciado: historias desde más allá del horizonte.

Davis fue entrenado como científico, un hombre que mediante la observación intenta explicar y dar cuenta de un fenómeno determinado. Sus observaciones lo llevaron a concluir un par de asuntos que parecerían obvios, pero no por eso menos ciertos o incluso vitales: la política va de la nada hacia ningún lado (deformando algo dicho por Ambrose Bierce), así como ciertas formas de evangelización han probado ser útiles para esclavizar y atar a las sombras. Contar historias, en cambio, puede cambiar el mundo.

Para ser un hombre de ciencia, Davis parece, por momentos, más un creyente, un firme militante de la palabra. La palabra que se pronuncia en cofán (la lengua amazónica en la cual cantan las plantas bajo la luna) o en alguna de las siete mil lenguas que habitan el planeta y que, reunidas, son “el repertorio colectivo de cómo enfrentamos los retos de la especie”.

Además de cursar estudios en biología y antropología, Davis es doctor en etnobotánica y explorador residente de National Geographic. Sus travesías son viajes al fondo de las miles de culturas que habitan el planeta. “En su momento, la National Geographic reconoció que las mismas fuerzas que estaban afectando la biodiversidad también estaban afectando la diversidad cultural”.

Más que un hippismo arraigado o una especie de conciencia política tardía, proteger la diversidad de la que habla Davis es un asunto vital pues, según sus propias palabras, una cultura es la respuesta a la pregunta fundamental por la vida, el universo y todo lo demás. Y, bueno, sí que hacen falta respuestas, probablemente ahora más que nunca.

“Yo fui criado en un mundo que ve una montaña como una pila de rocas lista para ser minada, pero hay niños en Perú que fueron educados para creer que una montaña es una deidad que guiará su destino. No se trata de quién está equivocado y quién no. Se trata más de cómo ese sistema de creencias cambia la relación de una sociedad con el mundo. Nosotros, en Occidente, hacemos lo que hacemos con las montañas, los ríos, los bosques, los mares porque no creemos que cualquiera de estos elementos de la naturaleza está vivo, no tiene ánima, una suerte de alma, son sólo partes del mundo material. Esto no sólo es dañino para el planeta, sino que no es la forma natural como las poblaciones humanas piensan el mundo; nosotros somos la excepción, no la regla”.

Las respuestas a las preguntas fundamentales se expresan en el rostro de una mujer que durante casi 50 años ha permanecido encerrada en una habitación en Tíbet, recitando un único mantra. Bajo algunas reglas de Occidente, el aislamiento severo está diseñado para quebrar la mente y el alma de una persona, por eso en las prisiones este castigo se impone para los peores comportamientos. Pero la mujer que abre por primera vez su ventana en más de 40 años para ver a un grupo de personas (y entre ellas a Davis) no transmite demencia, ruina, odio: irradia amor y compasión.

Un monje budista se acerca a Davis en la noche y le dice: “En Tíbet no creemos que ustedes hayan ido a la Luna, pero lo hicieron. Ustedes pueden no creer que alcanzamos la iluminación en una vida, pero podemos”.

“Provenir de la misma fuente de genes, descender de un grupo que salió de África hace miles de años, nos da la posibilidad de pensar que, en últimas, todos tenemos las mismas capacidades. Y lo que ha sucedido con las culturas es un asunto de elecciones, de tomar distintas decisiones. Lo que esto nos dice es que las culturas del mundo, los koguis, los barasanas, no son intentos fallidos de modernidad, no son oportunidades perdidas de ser como nosotros. Todas representan una respuesta única a una pregunta fundamental: ¿qué significa ser humano? Las culturas del planeta responden a esta pregunta y lo hacen en 7.000 lenguas. Y todas esas respuestas juntas son el repertorio colectivo de cómo enfrentamos los retos de la especie”.

El mundo que vive en las historias de Davis está habitado por la magia y el mito, es gobernado por la metáfora contenida en el vuelo de un ave o la forma en la que un valle fue lentamente escarbado por el cauce de un río. El significado de esto tiene consecuencias y esas creencias, más que una forma moralmente superior de vida, parecen mucho más atractivas que una fe entregada al poder, acaso también metafórico, del papel moneda.

slarotta@elespectador.com

Por Santiago La Rotta

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