El Magazín Cultural
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Después de carnavales

La gran fiesta de Barranquilla ha opacado los desfiles alternativos, los distintos festivales populares de la ciudad y la cabal integración entre las diversas clases sociales.

Alberto Abello Vives
11 de febrero de 2013 - 10:00 p. m.
Imagen de una de las comparsas del Carnaval de Barranquilla, que finaliza hoy con la muerte de Joselito. / AFP
Imagen de una de las comparsas del Carnaval de Barranquilla, que finaliza hoy con la muerte de Joselito. / AFP

En Colombia, el carnaval del Caribe que más suena es el de Barranquilla. Desde que se escoge su reina los medios le apuntan los reflectores. Los desfiles que más se conocen son los de su Vía 40. Pero el Carnaval de Barranquilla es más que eso y los carnavales del Caribe colombiano son más que aquél.

En Barranquilla, la ciudad que se engalana y viste de fiesta edificaciones, automóviles y jardines, vibra al son de pitos y tambores. Para ello se prepara durante meses. Desde la Noche de las Velitas, al despuntar diciembre, los aires huelen a carnaval. No hay empacho en llenar los preludios de más y más eventos que lo enriquecen, como el Carnaval de las Artes, el Canto al Río, la Carnavalada y la Noche del Río que han surgido en la última década.

Cuando llega el Sábado de Carnaval la ciudad vive el jolgorio colectivo, son muchos los desfiles y eventos simultáneos que no quedan reseñados. No tienen el apoyo comercial ni los medios a su favor. Confirman que el Carnaval es un sentir muy hondo y no un desfile. Lo viven muy adentro sin volverlo espectáculo.

El encuentro de iguales se ha vulnerado. Adelante siempre los patrocinadores, al final los portadores de la tradición. Los artistas de moda vienen primero, la cultura popular viene después. La financiación es desigual: la riqueza y la pobreza de esa ciudad progresista se nota hasta en el Carnaval.

Y hay carnavales por fuera de Barranquilla, bien vale recordarlo. En Bolívar, Magdalena y La Guajira hay filamentos de esas fiestas que se llevó el arroyo barranquillero. Pero allí están, por el Canal del Dique, por la carretera entre Barranquilla y Ciénaga, en municipios y corregimientos, expresiones populares que recuerdan los carnavales de antes. Modestos y de gran inventiva. Tan recursivos como que niños vestidos de mujercitas hacen retenes en una carretera troncal. Allí está otra vez la desigualdad en el Caribe.

Los carnavales caribeños son un ejemplo de la necesidad de políticas públicas regionales para que unos no miren por encima del hombro a los otros, para que otros no les volteen los ojos a los de más allá. Si el Carnaval de Barranquilla es el más grande ejemplo cultural de construcción de región, una política cultural debe apoyar la construcción de una relación de doble vía entre los lugares recónditos donde nacen las sonoridades y gritan las cantadoras hasta el puerto de llegada. Una política pública que garantice la salvaguarda del patrimonio intangible, el conocimiento y la difusión más allá de la Vía 40. Una política que contribuya a consolidar todo un espacio cultural y carnavalero y asegure que el Carnaval es una polisemia. Que restablezca la comunicación entre el de Barranquilla y las legítimas fiestas de Cartagena, y entre éstas y el inmenso territorio regional.

El éxito de Barranquilla llama a la reflexión para seguir aprendiendo de la convivencia entre la tradición y la continua renovación, entre lo propio y lo que llega. Ojo a la excesiva comercialización y mediatización de los desfiles oficiales y a ese sinsabor de sentir que el Carnaval de Río se ha metido con fuerza, con plumas y batucadas.

Si, como dice Carlos Vives, por debajo todas las raíces de los árboles se juntan, luego de los carnavales de 2013 bien vale la pena que crezca el bosque.

 

 * Investigador de temas del Caribe.

Por Alberto Abello Vives

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