El Magazín Cultural

La destrucción del arte, una forma de poder

Desde la fiebre colonizadora en África en el siglo XIX hasta hoy, el arte ha sido uno de los principales objetivos en tiempos de guerra.

Juan David Torres Duarte
01 de marzo de 2015 - 08:36 p. m.
Un militante del EI destruye la estatua de Lamasu, una deidad asiria. / AFP
Un militante del EI destruye la estatua de Lamasu, una deidad asiria. / AFP

En los museos cuelgan señales que rezan “No tocar”. Ahora quizá sea necesario agregar: “Ni golpear con un mazo”. En el museo de Mosul (Irak), militantes del Estado Islámico (EI) destruyeron la semana pasada numerosas estatuas antiguas —algunas de ellas réplicas, aunque una de ellas, una escultura en piedra de una deidad asiria, era original— que datan del siglo IX después de Cristo. Desde diciembre del año pasado varias entidades culturales —la biblioteca principal, los departamentos de ciencias de la universidad local y su biblioteca— han sido saqueadas en esa ciudad del norte del país y sus tesoros robados o destruidos. Cerca de 8.000 libros fueron quemados, entre ellos manuscritos de más de 5.000 años.

Un video con escenas recortadas de la destrucción atestiguó el ensañamiento: con mazos y taladros, las estatuas y esculturas fueron sajadas de parte a parte, a golpes violentos, y por un momento da la impresión de que son seres vivientes y móviles. El Centro de Patrimonio Mundial de la Unesco solicitó una reunión de emergencia en el Consejo de Seguridad de la Onu. En uno de esos videos, uno de los miembros del EI presenta con convencimiento las razones de la destrucción: “Estas ruinas son ídolos y estatuas que la gente solía adorar en el pasado en reemplazo de Alá. Dios nos creó para adorarlo a él y sólo a él, no a estas piedras”.

El argumento religioso es, por demás, cierto. El objetivo del EI es destruir todo aquello que pueda atentar contra el islam, aquello que es el islam desde su punto de vista. Desde que tomaron Mosul, el año pasado, la sharia es el principal mandamiento, de modo que muchas de las mujeres fueron retiradas de los cargos administrativos de universidades y bibliotecas. Sin embargo, la religión es sólo un conveniente antifaz para un objeto todavía más ambicioso: el poder. El EI reconoce en esas formas sociales —la religión, la conducta, la moral, el arte— un modo de poder, y tiene toda la razón. No es un descubrimiento de su propia cosecha: la historia demuestra que, para sentarse en el trono, es necesario retorcer los ases de la democracia.

El arte es, pues, uno de ellos. Resguarda las representaciones y la historia de una sociedad, y si se quiere negar esa sociedad y su historia, uno de los modos más simples es destruyendo el arte. A Joseph Goebbels se le atribuye una frase ya histórica: “Cuando escucho la palabra cultura, cojo mi revólver”. ¿Por qué ese decidido desprecio por las formas culturales cuando el poder tiene tantas caras? La respuesta parece simple, pero tiene ciertas ambigüedades. Los regímenes —y no sólo aquellos con una tendencia radical religiosa o política— han acudido a este método porque la cultura es la expresión de un poder. Quizá de todo el poder. “Esta es una destrucción que apunta a borrar la memoria —escribió la novelista iraquí Haifa Zangana en The Guardian— y, sobre todo, la identidad colectiva. Aquellos que son responsables por la destrucción histórica, sin importar qué retórica adopten, deben contar como criminales de guerra”. La cultura es el primer enemigo que combaten aquellos que desean imponer un solo punto de vista porque, bien visto, el arte es una expresión de la diversidad. A los dictadores —que aparecen en varias formas— la diversidad les produce basca.

Pero la pura destrucción no es la única meta del EI. Durante la Segunda Guerra Mundial, y a través de los múltiples pillajes en República Checa y Francia —y otro puñado de países—, los nazis adquirieron numerosas obras de arte que la cúpula mayor llamaba “degenerado”. Buena parte de esas piezas fue quemada —el 10 de mayo de 1933, en Berlín, los nazis impulsaron la quema de 25.000 libros “antigermanos”— y otra enviada a las colecciones privadas de lugartenientes. Entre ellos estaba Hermann Göring. ¿Por qué un aliado de Hitler se fijaba en obras de arte de Picasso, Matisse, Vlaminck, a pesar de que su führer llamaba a la desaparición de ese género pictórico? Göring encontró que el arte también otorgaba estatus, y por eso tomó cerca de 1.800 obras para su propia colección. Es la misma razón por la que narcotraficantes colombianos, en los años 80, adquirieron obras de artes —muchas de ellas falsificadas—: porque les permitía ascender en la escala social.

La Unión Soviética anuló a los pintores expresionistas que nacían en su propio seno y los desvió, de manera forzada, hacia el realismo, el género del proletariado. En un plano menor, un futuro funcionario en Colombia participó en una quema de libros que se alejaban de los principios católicos. En 2001, los talibanes, liderados por Mullah Mohammed Omar, ordenaron la destrucción de todas las piezas preislámicas —un argumento tan religioso como el del EI— de la colección de Kabul. El poder se implanta, entonces, de dos maneras: a través de la apropiación y el robo (que deja a un pueblo sin sus referentes, o con todos ellos esparcidos, como si se dividiera cierto espíritu nacional) o la destrucción total. Ambos modos apuntan a un mismo lugar, la superioridad. La variedad de esa superioridad es amplia: la raza, la economía, la misma cultura.

En esencia, el tipo de radicalismo que profese esta estrategia arrasadora es de poca importancia. Los golpes han venido de izquierda y derecha, del cristianismo y del islam, de los imperios conservadores y liberales. España, al entrar en tierras indígenas en 1492, saqueó el oro y con él esculturas e ídolos compuestos de ese material. En el siglo XIX, cuando la fiebre colonizadora impulsó empresas feroces, el Imperio británico atacó la ciudad de Benín, la quemó, destruyó parte de su patrimonio artístico y otro tanto lo trasladó para una subasta en París y para sus propios museos. Gracias a esas extrañas concertaciones políticas, artefactos y estatuas griegas y egipcias —la fachada completa del altar de Pérgamo, por ejemplo— se levantan hoy en los museos de Berlín y París. Durante la invasión de Afganistán, Estados Unidos utilizó territorios de patrimonio inmaterial para levantar bases militares y, como respuesta a dicha invasión, los grupos militantes radicales atacaron desde entonces numerosos puntos patrimoniales. En todos estos casos, el hecho era dejar una huella, una memoria de quién tenía el mando.

De modo que esta forma de destrucción es, a su modo, una forma de construir. Sobre el crimen contra la historia, crear una nueva historia. Y a partir de allí, hacerla respetar: el artista chino Ai Weiwei, encarcelado durante tres meses por el gobierno de su país, reconoce bien esa forma de respeto. La cultura permanece como un ente cíclico, móvil, y eso despierta ciertos miedos. Por eso, en 2012, Abba Alhadi rescató cerca de 28.000 textos del Instituto para la Educación Superior e Investigación del Islam Ahmed Babae; los ejércitos islámicos, perseguidos por tropas francesas, se dedicaron a la destrucción al paso por su ciudad, Tombuctú (Malí). Las milicias no pretendían sacar nada, sino dejar una firma certera de su presencia allí. La destrucción misma, al parecer, también podría ser patrimonio de la humanidad.

 

jtorres@elespectador.com

Por Juan David Torres Duarte

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